Aclamado Doctor en 1946 por Pío XII
Fiesta Litúrgica: 13 de junio
El
Papa Gregorio IX después de haberlo escuchado lo definió como el “Arca del Testamento”.
Sentó
las bases de la teología franciscana.
Puso
siempre a Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y
de la predicación.
“En el último periodo de su vida, san Antonio puso por escrito dos
ciclos de “Sermones”, titulados respectivamente “Sermones dominicales” y
“Sermones sobre los santos”, destinados a los predicadores y a los profesores
de los estudios teológicos de la Orden franciscana. En ellos comenta los textos
de la Escritura presentados por la liturgia, utilizando la interpretación
patrístico-medieval de los cuatro sentidos: el literal o histórico, el
alegórico o cristológico, el tropológico o moral y el anagógico, que orienta
hacia la vida eterna. Hoy se redescubre que estos sentidos son dimensiones del
único sentido de la Sagrada Escritura y que la Sagrada Escritura se ha de
interpretar buscando las cuatro dimensiones de su palabra. Estos sermones de
san Antonio son textos teológico-homiléticos, que evocan la predicación viva,
en la que san Antonio propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La
riqueza de enseñanzas espirituales contenida en los “Sermones” es tan grande,
que el venerable Papa Pío XII, en 1946, proclamó a san Antonio Doctor de la
Iglesia, atribuyéndole el título de “Doctor evangélico”, porque en dichos
escritos se pone de manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio; todavía
hoy podemos leerlos con gran provecho espiritual”.
Queridos hermanos y
hermanas:
Hace dos semanas presenté la figura de san Francisco de Asís. Esta mañana quiero hablar de otro Santo perteneciente a la primera
generación de los Frailes Menores: San Antonio de Padua o,
como también se le suele llamar, de Lisboa, refiriéndose a su
ciudad natal. Se trata de uno de los Santos más populares de toda la Iglesia
Católica, venerado no sólo en Padua, donde se erigió una basílica espléndida
que recoge sus restos mortales, sino en todo el mundo. Los fieles
estiman las imágenes y las estatuas que lo representan con el lirio, símbolo de
su pureza, o con el Niño Jesús en brazos, recordando una milagrosa aparición
mencionada por algunas fuentes literarias. San Antonio contribuyó de
modo significativo al desarrollo de la espiritualidad franciscana, con sus
extraordinarias dotes de inteligencia, de equilibrio, de celo apostólico y,
principalmente, de fervor místico.
Nació en Lisboa, en una familia noble, alrededor
de 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró en
los Canónigos que seguían la Regla monástica de San Agustín, primero en el Monasterio de San Vicente en
Lisboa y, sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, célebre centro
cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia
y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo la ciencia teológica que utilizó en
la actividad de enseñanza y de predicación.
En Coimbra tuvo lugar el episodio que imprimió un viraje decisivo a su
vida: allí, en 1220 se expusieron las reliquias de los primeros cinco
misioneros franciscanos, que habían ido a Marruecos, donde habían sufrido el
martirio. Su testimonio hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarlos y
de avanzar por el camino de la perfección cristiana: pidió dejar los Canónigos
Agustinos y hacerse Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre
de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina
dispuso las cosas de otro modo. A consecuencia de una enfermedad, se vio
obligado a regresar a Italia y, en 1221, participó en el famoso “Capítulo de las esteras” en Asís, donde se encontró también
con San Francisco. Luego
vivió durante algún tiempo totalmente retirado en un convento de Forlí, en el
norte de Italia, donde el Señor lo llamó a otra misión. Por circunstancias
completamente casuales, fue invitado a predicar con ocasión de una ordenación
sacerdotal, y demostró que estaba dotado de tanta ciencia y elocuencia, que los
superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así, en Italia y en Francia,
una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a volver a la Iglesia
a no pocas personas que se habían alejado de ella. Asimismo, fue uno de los
primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero.
Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de San Francisco, el cual,
reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta que comenzaba
con estas palabras: “Me agrada que
enseñes teología a los frailes”. Antonio sentó las bases de la
teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores,
alcanzaría su culmen con San
Buenaventura de Bagnoregio y el Beato Duns Scoto.
Elegido Superior Provincial de los Frailes Menores del norte de Italia,
continuó el ministerio de la predicación, alternándolo con las funciones de
gobierno. Cuando concluyó su cargo de provincial, se retiró cerca de Padua,
donde ya había estado otras veces. Apenas un año después, el 13 de junio de
1231, murió a las puertas de la ciudad. Padua, que en vida lo había acogido
con afecto y veneración, le tributó para siempre honor y devoción. El propio Papa Gregorio IX, que después de
haberlo escuchado predicar lo había definido “Arca del Testamento”, lo canonizó apenas un año después de
su muerte, en 1232, también a consecuencia de los milagros acontecidos por su
intercesión.
En el último periodo de su vida, San Antonio puso por escrito dos
ciclos de “Sermones”,
titulados respectivamente
- “Sermones dominicales” y
- “Sermones sobre los Santos”,
destinados a los predicadores y a los profesores de los estudios
teológicos de la Orden Franciscana.
En ellos comenta los textos de la Escritura presentados por la
liturgia, utilizando la interpretación patrístico-medieval de los cuatro
sentidos:
- el literal o histórico,
- el alegórico o cristológico,
- el tropológico o moral
- y el anagógico, que orienta hacia la vida eterna.
Hoy se redescubre que estos
sentidos son dimensiones del único sentido de la Sagrada Escritura y que la
Sagrada Escritura se ha de interpretar buscando las cuatro dimensiones de su
palabra. Estos sermones de San Antonio son textos
teológico-homiléticos, que evocan la predicación viva, en la que San Antonio
propone un verdadero itinerario de vida cristiana. La riqueza de enseñanzas
espirituales contenida en los “Sermones” es tan
grande, que el venerable Papa
Pío XII, en 1946, proclamó a San Antonio Doctor de la Iglesia,
atribuyéndole el título de “Doctor
evangélico”, porque en dichos escritos se pone de
manifiesto la lozanía y la belleza del Evangelio; todavía hoy podemos
leerlos con gran provecho espiritual.
- En estos sermones, San Antonio habla de la oración como de una relación de amor, que impulsa al hombre a conversar dulcemente con el Señor, creando una alegría inefable, que suavemente envuelve al alma en oración. San Antonio nos recuerda que la oración necesita un clima de silencio que no consiste en aislarse del ruido exterior, sino que es una experiencia interior, que busca liberarse de las distracciones provocadas por las preocupaciones del alma, creando el silencio en el alma misma.
Según las enseñanzas de este insigne Doctor
Franciscano, la oración se articula en cuatro actitudes indispensables que, en
el latín de San Antonio, se definen:
- obsecratio,
- oratio,
- postulatio,
- gratiarum actio.
Podríamos traducirlas así:
abrir confiadamente el propio corazón a Dios;
este es el primer paso del orar, no simplemente captar una palabra, sino
también abrir el corazón a la presencia de Dios; luego,
conversar afectuosamente con Él,
viéndolo presente conmigo; y después, algo muy natural, presentarle
nuestras necesidades; por último,
- alabarlo y
- darle gracias.
En esta enseñanza de San Antonio sobre la oración observamos uno de
los rasgos específicos de la teología franciscana, de la que fue el
iniciador, a saber, el papel asignado al amor divino, que entra en la esfera
de los afectos, de la voluntad, del corazón, y que también es la fuente de la
que brota un conocimiento espiritual que sobrepasa todo conocimiento. De
hecho, amando conocemos.
Escribe también San Antonio: “La
caridad es el alma de la fe, hace que esté viva; sin el amor, la fe muere”
(Sermones Dominicales et Festivi II, Messaggero, Padua 1979, p. 37).
Sólo un alma que reza puede avanzar en la vida espiritual: este es el objeto privilegiado de la predicación de
San Antonio.
Conoce bien los defectos de la naturaleza humana, nuestra tendencia a
caer en el pecado; por eso exhorta continuamente a luchar contra la inclinación
a la avidez, al orgullo, a la impureza y, en cambio, a practicar las virtudes
de la pobreza, la generosidad, la humildad, la obediencia, la castidad y la
pureza. A principios del siglo XIII, en el contexto del renacimiento de las
ciudades y del florecimiento del comercio, crecía el número de personas
insensibles a las necesidades de los pobres. Por ese motivo, San Antonio invita
repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón,
que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el
cielo. “Oh ricos —así los exhorta—
haced amigos… a los pobres, acogedlos en vuestras casas: luego serán ellos, los
pobres, quienes os acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la
belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la
saciedad eterna” (ib., p. 29).
¿Acaso
esta enseñanza, queridos amigos, no es muy importante también hoy, cuando la
crisis financiera y los graves desequilibrios económicos empobrecen a no pocas
personas, y crean condiciones de miseria?
En mi encíclica Caritas in veritate recuerdo:
“La economía tiene necesidad de la ética para su correcto
funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la
persona” (n. 45).
San Antonio, siguiendo la escuela de San Francisco, pone siempre a
Cristo en el centro de la vida y del pensamiento, de la acción y de la
predicación. Este es otro rasgo típico de la teología franciscana: el
cristocentrismo.
Contempla de buen grado, e invita a contemplar, los misterios de la
humanidad del Señor, el hombre Jesús, de modo particular el misterio de la
Natividad, Dios que se ha hecho Niño, que se ha puesto en nuestras manos: un
misterio que suscita sentimientos de amor y de gratitud hacia la bondad divina.
Por una parte, la Natividad, un punto central del amor de Cristo por la
humanidad, pero también la visión del Crucificado le inspira pensamientos de
reconocimiento hacia Dios y de estima por la dignidad de la persona humana,
para que todos, creyentes y no creyentes, puedan encontrar en el Crucificado y
en su imagen un significado que enriquezca la vida. Escribe San Antonio: “Cristo, que es tu vida, está colgado
delante de ti, para que tú mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás
conocer cuán mortales fueron tus heridas, que ninguna medicina habría podido
curar, a no ser la de la sangre del Hijo de Dios. Si miras bien, podrás darte
cuenta de cuán grandes son tu dignidad humana y tu valor… En ningún otro lugar
el hombre puede comprender mejor lo que vale que mirándose en el espejo de la
cruz” (Sermones Dominicales et Festivi III, pp. 213-214).
Meditando estas palabras podemos comprender mejor la importancia de la
imagen del Crucifijo para nuestra cultura, para nuestro humanismo nacido de la
fe cristiana. Precisamente contemplando el Crucifijo
vemos, como dice San Antonio, cuán grande es la dignidad humana y el valor del
hombre. En ningún otro punto se puede comprender cuánto vale el
hombre, precisamente porque Dios nos hace tan importantes, nos ve así tan
importantes, que para Él somos dignos de su sufrimiento; así toda la dignidad
humana aparece en el espejo del Crucifijo y contemplarlo es siempre fuente del
reconocimiento de la dignidad humana.
Queridos amigos, que Antonio de Padua, tan venerado por los fieles,
interceda por toda la Iglesia, y de modo especial por quienes se dedican a la
predicación; pidamos al Señor que nos ayude a aprender un poco de este arte de
San Antonio. Que los predicadores, inspirándose en su ejemplo, traten de unir
una sólida y sana doctrina, una piedad sincera y fervorosa, y la eficacia en la
comunicación. En este
Año sacerdotal pidamos para que los sacerdotes y los diáconos desempeñen con
solicitud este ministerio de anuncio y actualización de la Palabra de Dios a
los fieles, sobre todo mediante las homilías litúrgicas. Que estas sean una
presentación eficaz de la eterna belleza de Cristo, precisamente como San
Antonio recomendaba: “Si predicas a
Jesús, Él ablanda los corazones duros; si lo invocas, endulzas las tentaciones
amargas; si piensas en él, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la
mente” (Sermones Dominicales et Festivi III, p. 59).
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