También nos alegrábamos en el tiempo de la Santa Navidad, pero, ahora en Cuaresma y Semana Santa, es para meditar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, como si le estuviésemos viendo, no alejarnos de los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, sino que necesitamos también estar con Él, porque si estamos con el Señor, nos protegerá y sobre todo en los momentos que dejemos la vida temporal. Pues con Jesús en nuestro corazón, el adversario no podrá hacernos ningún daño, prefiere mantenerse muy lejos.
Ciertamente no podemos olvidarnos de San Juan Pablo II que hizo un inmenso bien a la Iglesia católica y al mundo entero. Aunque no todos, por causa de las miserias del pecado nunca llegaron a convertirse.
Yo estaba de caída hacia el castigo eterno, pero el Señor por medio de la Madre de Dios y de San Juan Pablo II, mi vida cambió. Renuncie al "antes", para vivir el "después y tiempo presente", la vida nueva en Cristo Jesús.
He reunido los mensajes de San Juan Pablo II que podemos leer y meditar, donde lo tiene, en la página web del Vaticano.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1979
Vosotros os preguntaréis: «¿Qué significa hoy la Cuaresma?». La privación siempre relativa de la alimentación –pensaréis vosotros– no tiene gran sentido, cuando tantos hermanos y hermanas nuestros, víctimas de guerras o catástrofes, sufren de veras física y moralmente.
El ayuno se refiere a la ascesis personal, siempre necesaria, pero la Iglesia pide a los bautizados imprimir una huella especial en este tiempo litúrgico. La Cuaresma tiene, pues, un significado para nosotros: debe manifestar a los ojos del mundo que todo el Pueblo de Dios, porque es pecador, se prepara con la penitencia a revivir litúrgicamente la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Este testimonio público y colectivo tiene su origen en el espíritu de penitencia de cada uno de nosotros y nos impulsa también a profundizar interiormente este comportamiento y a motivarlo mejor.
Privarse de algo es no sólo dar de lo superfluo, sino también, muchas veces, incluso de lo necesario, como la viuda del Evangelio que sabía que su óbolo era ya un don recibido de Dios. Privarse de algo es liberarse de las servidumbres de una civilización que nos incita cada vez más a la comodidad y al consumo, sin siquiera preocuparse de la conservación de nuestro ambiente, patrimonio común de la humanidad.
Conviene que vuestras comunidades eclesiales tomen parte en las “Campañas de Cuaresma”; os ayudarán así a orientar el ejercicio de vuestro espíritu de penitencia compartiendo lo que vosotros poseéis con los que tienen menos o que no tienen nada.
¿Podéis vosotros quedaros todavía ociosos en la plaza porque nadie os ha invitado a trabajar? La obra de la caridad cristiana necesita obreros; la Iglesia os llama. No esperéis a que sea muy tarde para socorrer a Cristo que está en la cárcel o sin vestidos, a Cristo que es perseguido o está refugiado, a Cristo que tiene hambre o está sin vivienda. Ayudad a nuestros hermanos y hermanas que no tienen el mínimo necesario para poder llegar a una auténtica promoción humana.
A todos los que os habéis decidido a realizar este testimonio evangélico de penitencia y participación, yo os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
San Juan Pablo II siempre insistía en la conversión, en la purificación de nuestro corazón, en permanecer siempre con Cristo. Sin duda, Juan Pablo II, un digno Pastor que supo guiar el rebaño de Cristo hacia los pastos más frescos de nuestra fe católica.
Pero todos los santos siempre han tenido enemigos, visibles e invisibles, que se empeñan en echar a perder los frutos espirituales. Si estamos decidido en permanecer con Jesucristo, ya nada ni nadie nos podrá separar de su amor. Si caemos en el pecado por causa de nuestra debilidad, inmediatamente queremos limpiarnos de las suciedades mundanas, del pecado.
Bien, comencemos ahora a meditar los mensajes de San Juan Pablo II, en el tiempo de Cuaresma, para empezar, lo hemos hecho con Benedicto XVI. Pero los mensajes de Cuaresma de Juan Pablo II, poco a poco, podemos ir avanzando en la lectura.
Mañana Miércoles de Ceniza, seguiremos con Benedicto XVI, si Dios quiere.
Mañana Miércoles de Ceniza, seguiremos con Benedicto XVI, si Dios quiere.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1980
Cada año, en el umbral de la Cuaresma, el Papa se dirige a todos los miembros de la Iglesia y les exhorta a vivir bien este tiempo que se nos ofrece, para prepararnos a una verdadera liberación.
El espíritu de penitencia y su práctica nos conducen a desprendernos sinceramente de todo lo que poseemos de superfluo, y a veces incluso de lo necesario, y que nos impide “ser” verdaderamente lo que Dios quiere que seamos: «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21). ¿Está nuestro corazón apegado a las riquezas materiales, al poder sobre los demás, a las sutilezas egoístas de dominio? En tal caso tenemos necesidad de Cristo Liberador Pascual que, si lo queremos, puede liberarnos de las ataduras de pecado que nos atenazan.
Preparémonos a dejarnos enriquecer por la gracia de la Resurrección desembarazándonos de todo falso tesoro: los bienes materiales que no nos son necesarios, son con frecuencia los medios de supervivencia para millones de seres humanos. Más allá de su subsistencia mínima, centenares de millones de hombres esperan de nosotros que les ayudemos a procurarse los medios necesarios para su propia promoción humana integral, así como para el desarrollo económico y cultural de su país.
Pero las intenciones declaradas o un simple don no bastan para cambiar el corazón del hombre; hace falta una conversión de espíritu que nos lleve a un encuentro de corazones, a compartir con los más menesterosos de nuestras sociedades, con los que están desprovistos de todo, incluso a veces de su dignidad de hombres y de mujeres, de jóvenes o de niños, con todos los refugiados del mundo que no pueden ya vivir en la tierra de sus antepasados y deben abandonar su propia patria. Es allí donde encontramos y vivimos más íntimamente el misterio del sufrimiento y de la muerte redentora del Señor. El verdadero compartir que es un encuentro con los otros, nos ayuda a liberarnos de los lazos que nos esclavizan, y por ello nos hace ver en los demás a nuestros hermanos y hermanas, nos hace descubrir de nuevo que somos hijos de un mismo Padre, «herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8, 17), de quien recibimos los bienes incorruptibles.
Os exhorto, pues, a responder generosamente a las llamadas que, durante esta Cuaresma, lanzarán vuestros Obispos, personalmente o por medio de los responsables de las campañas de solidaridad. Seréis vosotros los primeros beneficiarios de ello, porque os pondréis así en el camino de la única verdadera Liberación. Vuestros esfuerzos unidos a los de todos los bautizados darán testimonio de la caridad de Cristo y construirán así esa “civilización del amor” a la que aspira, conscientemente o no, nuestro mundo lastimado por los conflictos de las injusticias, desengañado porque ya no encuentra verdaderos testigos del Amor de Dios.
Yo os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
para la Cuaresma de
1980
Cada año, en el umbral de la Cuaresma, el Papa se dirige a todos los miembros de la Iglesia y les exhorta a vivir bien este tiempo que se nos ofrece, para prepararnos a una verdadera liberación.
El espíritu de penitencia y su práctica nos conducen a desprendernos sinceramente de todo lo que poseemos de superfluo, y a veces incluso de lo necesario, y que nos impide “ser” verdaderamente lo que Dios quiere que seamos: «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21). ¿Está nuestro corazón apegado a las riquezas materiales, al poder sobre los demás, a las sutilezas egoístas de dominio? En tal caso tenemos necesidad de Cristo Liberador Pascual que, si lo queremos, puede liberarnos de las ataduras de pecado que nos atenazan.
Preparémonos a dejarnos enriquecer por la gracia de la Resurrección desembarazándonos de todo falso tesoro: los bienes materiales que no nos son necesarios, son con frecuencia los medios de supervivencia para millones de seres humanos. Más allá de su subsistencia mínima, centenares de millones de hombres esperan de nosotros que les ayudemos a procurarse los medios necesarios para su propia promoción humana integral, así como para el desarrollo económico y cultural de su país.
Pero las intenciones declaradas o un simple don no bastan para cambiar el corazón del hombre; hace falta una conversión de espíritu que nos lleve a un encuentro de corazones, a compartir con los más menesterosos de nuestras sociedades, con los que están desprovistos de todo, incluso a veces de su dignidad de hombres y de mujeres, de jóvenes o de niños, con todos los refugiados del mundo que no pueden ya vivir en la tierra de sus antepasados y deben abandonar su propia patria. Es allí donde encontramos y vivimos más íntimamente el misterio del sufrimiento y de la muerte redentora del Señor. El verdadero compartir que es un encuentro con los otros, nos ayuda a liberarnos de los lazos que nos esclavizan, y por ello nos hace ver en los demás a nuestros hermanos y hermanas, nos hace descubrir de nuevo que somos hijos de un mismo Padre, «herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8, 17), de quien recibimos los bienes incorruptibles.
Os exhorto, pues, a responder generosamente a las llamadas que, durante esta Cuaresma, lanzarán vuestros Obispos, personalmente o por medio de los responsables de las campañas de solidaridad. Seréis vosotros los primeros beneficiarios de ello, porque os pondréis así en el camino de la única verdadera Liberación. Vuestros esfuerzos unidos a los de todos los bautizados darán testimonio de la caridad de Cristo y construirán así esa “civilización del amor” a la que aspira, conscientemente o no, nuestro mundo lastimado por los conflictos de las injusticias, desengañado porque ya no encuentra verdaderos testigos del Amor de Dios.
Yo os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1981
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de verdad.
En efecto, el cristiano, invitado por la Iglesia a la oración, a la penitencia y al ayuno, a despojarse de sí mismo interior y exteriormente, se coloca ante su Dios y se reconoce, se descubre de nuevo.
«Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás» (palabras de imposición de la ceniza). Acuérdate, hombre, de que no eres llamado solamente a las realidades de los bienes terrestres y materiales que pueden desviarte de lo esencial. Acuérdate, hombre, de tu vocación primordial: vienes de Dios y vuelves a Dios, yendo hacia la resurrección que es el camino trazado por Cristo. «El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 27).
Tiempo de verdad profunda, que convierte, da esperanza –volviendo a poner todo en su justo lugar– calma y hace nacer el optimismo.
Tiempo que hace reflexionar sobre nuestras relaciones con “nuestro Padre” y restablece el orden que debe reinar entre hermanos y hermanas; tiempo que nos hace corresponsables los unos de los otros, nos arranca de nuestros egoísmos, de nuestras pequeñeces, de nuestras mezquindades, de nuestro orgullo; tiempo que nos aclara y nos hace comprender mejor que nosotros, a ejemplo de Cristo, debemos servir.
«Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34). «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29).
Tiempo de verdad que, como al buen samaritano, nos hace detener en el camino, reconocer a nuestro hermano y poner nuestro tiempo y nuestros bienes a su servicio en un compartir cotidiano. El buen samaritano es la Iglesia: ¡El buen samaritano es cada uno y cada una de entre nosotros! ¡Por vocación! ¡Por deber! El buen samaritano vive la caridad.
San Pablo dice: «Somos, pues, embajadores de Cristo» (2 Cor 5, 20). ¡Es una responsabilidad nuestra! Somos enviados a los otros, a nuestros hermanos. Respondamos generosamente a esta confianza que Cristo ha puesto en nosotros. Sí, la Cuaresma es un tiempo de verdad. Examinemos con sinceridad, franqueza, sencillez. Nuestro hermano está en el pobre, el enfermo, el marginado, el anciano. ¿Cómo va nuestro amor, nuestra verdad?
Con ocasión de la Cuaresma, en todas vuestras diócesis y vuestras iglesias, se va a hacer una llamada a esta Verdad que es vuestra, a esta Caridad, que es la prueba de ella.
Abrid, pues, vuestra inteligencia para mirar en derredor vuestro, vuestro corazón para comprender y simpatizar, vuestra mano para socorrer. Las necesidades son enormes, lo sabéis; por ello os aliento a participar con generosidad en ese compartir y os aseguro mis oraciones y mi bendición apostólica.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1982
Amadísimos hijos e hijas:
«¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29)
Os acordáis: es con la parábola del Buen Samaritano como Jesús responde a la pregunta de un doctor de la Ley, quien acaba de confesar lo que él acostumbra a leer en la Ley: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo».
Cristo es el Buen Samaritano; él es el primero en acercarse a nosotros, el que nos ha hecho su prójimo para socorrernos, curarnos y salvarnos: «... se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente, hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).
Si existe todavía alguna distancia entre Dios y nosotros, esto se debe a los hombres, por los obstáculos que ponemos para que se dé este acercamiento. El pecado que existe en nuestro corazón, las injusticias que cometemos, el odio y la desunión que mantenemos, todo ello impide el que nosotros amemos a Dios con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas. El tiempo de Cuaresma es una época privilegiada de purificación y penitencia, con el fin de dejar que el Salvador nos haga su prójimo y nos salve a través de su amor.
El segundo mandamiento es semejante al primero (cf. Mt 22, 39), y no pueden separarse. Tenemos que amar a los demás con el mismo Amor que Dios ha derramado en nuestros corazones y con el que él mismo nos ama. Ahí también, cuántas dificultades se dan para hacer del otro nuestro prójimo: no amamos suficientemente a Dios y a nuestros hermanos. ¿Por qué tenemos aún tantas dificultades en dejar la fase, importante pero insuficiente, de la reflexión, de las declaraciones o protestas, para hacernos de veras emigrantes con los emigrantes, refugiados con los refugiados, y pobres con aquellos que carecen de todo?
Se nos ha dado el tiempo litúrgico de la Cuaresma, en y por la Iglesia, con el fin de purificarnos del resto de egoísmo, de apego excesivo a los bienes, materiales o de cualquier otra clase, que nos mantienen distanciados de los que tienen derechos sobre nosotros, principalmente de aquellos que, físicamente cercanos o distantes de nosotros, no tienen la posibilidad de vivir la dignidad de sus vidas de hombres y mujeres, creados por Dios a su imagen y semejanza.
Por consiguiente, dejaos imbuir del espíritu de penitencia y conversión, que es espíritu de amor y participación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, estad cerca de los despojados y heridos, y de los que el mundo ignora y rechaza. Participad en todo aquello que se realiza en vuestra Iglesia local, a fin de que los cristianos y los hombres de buena voluntad procuren a cada uno de sus hermanos los medios, aun materiales, de vivir con dignidad y de tomar ellos mismos bajo su responsabilidad su promoción humana y espiritual, y la de sus familias.
Que las colectas de Cuaresma, incluso en los países pobres, os permitan ayudar con vuestra colaboración a las Iglesias de las naciones aún más desfavorecidas, para realizar su misión de Buenos Samaritanos ante aquellos de los que son directamente responsables: sus pobres, hambrientos, víctimas de la injusticia, y los que no pueden todavía ser responsables de su propio desarrollo y del de sus comunidades humanas.
Penitencia y conversión: este es el camino, no triste sino liberador, de nuestro tiempo cuaresmal.
Y si todavía os preguntáis: ¿Y quién es mi prójimo?, leeréis la respuesta en el rostro del Resucitado y lo sentiréis de sus labios: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1983
Amadísimos hijos e hijas:
«Y todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno» (Act 2, 44-45).
Estas palabras de San Lucas tienen gran eco en mi corazón, cuando nos disponemos a celebrar el período litúrgico de la Cuaresma: semanas ofrecidas por la Iglesia a todos los cristianos, con el fin de ayudarles a reflexionar sobre su identidad profunda de hijos del Padre Celestial y de hermanos de todos los hombres y encontrar un nuevo impulso a saber compartir concreta y generosamente, pues Dios mismo nos ha llamado a basar nuestras vidas en la Caridad.
Nuestras relaciones con el prójimo son fundamentales. Y cuando hablo de “prójimo”, me refiero evidentemente a todos los que viven en nuestro alrededor, en la familia, el barrio, el pueblo o la ciudad. Se trata además tanto de aquellos que encontramos en el lugar de trabajo, como de los que sufren, están enfermos, experimentan la soledad, son de veras pobres. Mi prójimo son todos aquellos que geográficamente están lejos, o exiliados de su patria, sin trabajo, sin comida y vestido, y frecuentemente sin libertad. Mi prójimo son las víctimas de los siniestros, los que están totalmente o casi arruinados a causa de catástrofes imprevistas y dramáticas, que les postran en una miseria física y moral, y muy a menudo en la angustia de haber perdido seres queridos.
La Cuaresma es verdaderamente una llamada urgente del Señor a la renovación interior, personal y comunitaria, en la oración y en la vuelta a los sacramentos, pero también una manifestación de caridad, a través de los sacrificios personales y colectivos de tiempo, dinero y bienes de todo género, para subvenir a las necesidades y miserias de nuestros hermanos del mundo entero. Compartir es un deber al que los hombres de buena voluntad, y sobre todo los discípulos de Cristo, no pueden sustraerse. Las maneras de compartir pueden ser múltiples, desde el voluntariado con el que se ofrecen servicios con una espontaneidad verdaderamente evangélica: desde los donativos generosos y aun repetidos, sacados de lo superfluo y tal vez de lo necesario, hasta el trabajo propuesto al parado o al que está en situación de perder toda esperanza.
Finalmente, esta Cuaresma del año 1983, será una gracia extraordinaria, pues coincidirá con la apertura del Año Santo de la Redención, capaz de estimular en profundidad la vida de los cristianos, para que correspondan cada vez mejor a la vocación divina que es la suya: hacerse hijos de Dios y verdaderos hermanos, a la manera de Cristo.
El día de inicio solemne de mi Pontificado decía: «¡Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo!». Hoy vuelvo a deciros: «¡Abrid generosamente vuestras manos para dar de veras todo lo que podáis a vuestros hermanos necesitados! ¡No tengáis miedo! ¡Sed todos y cada uno artífices nuevos e infatigables de la Caridad de Cristo!
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1984
Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:
¡Cuantas veces hemos leído y escuchado el texto conmovedor del capítulo veinticinco del Evangelio según San Mateo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria..., dirá... Venid, benditos de mi Padre... porque tuve hambre, y me disteis de comer...»!
Sí, el Redentor del mundo comparte el hambre de todos los hombres, sus hermanos. Sufre con los que no pueden alimentar sus cuerpos: todas las poblaciones víctimas de la sequía o de las malas condiciones económicas, todas las familias perjudicadas por el paro o por la inseguridad del empleo. Y no obstante, nuestra tierra puede y debe alimentar a todos sus habitantes desde los niños de tierna edad hasta las personas ancianas, pasando por todas las categorías de trabajadores.
Cristo sufre igualmente con los que están legítimamente hambrientos de justicia y de respeto hacia su dignidad humana, con los que son defraudados en sus libertades fundamentales, con los que están abandonados o, peor aún, son explotados en su situación de pobreza.
Cristo sufre con los que aspiran a una paz equitativa y general, cuando ésta es destruida o amenazada por tantos conflictos y por un superarmamento demencial. ¿Es posible olvidar que el mundo está para construir y no para destruir?
En una palabra, Cristo sufre con todas las víctimas de la miseria material, moral y espiritual.
«Tuve hambre y me disteis de comer...; era forastero, y me acogisteis; enfermo y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Estas palabras serán dirigidas a cada uno de nosotros el día del Juicio. Pero desde ahora ya nos interpelan y nos juzgan.
Dar de lo nuestro superfluo e incluso de lo necesario no es siempre un impulso espontáneo de nuestra naturaleza. Por esta razón debemos abrir siempre los ojos fraternales sobre la persona y la vida de nuestros semejantes, estimular en nosotros mismos esta hambre y esta sed de compartir, de justicia, de paz, a fin de pasar realmente a las acciones que contribuyan a socorrer a las personas y poblaciones duramente probadas.
Queridos Hermanos y Hermanas: en este tiempo de Cuaresma del Año Jubilar de la Redención, convirtámonos una vez más, reconciliémonos más sinceramente con Dios y con nuestros hermanos. Este espíritu de penitencia, de compartimiento y de ayuno debe traducirse en gestos concretos, a los que vuestras Iglesias locales os invitarán ciertamente.
«Que cada uno haga según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni obligado, que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). Esta exhortación de San Pablo a los Corintios es de total actualidad. Ojalá podáis experimentar profundamente la alegría por el alimento compartido, por la hospitalidad ofrecida al forastero, por el socorro prestado a la promoción humana de los pobres, por el trabajo procurado a los parados, por el ejercicio honesto y valiente de vuestras responsabilidades cívicas y socio profesionales, por la paz vivida en el santuario familiar y en todas vuestras relaciones humanas. Todo esto es el Amor de Dios al que debemos convertirnos. Amor inseparable del servicio, urgente tan a menudo, a nuestro prójimo. Deseemos, y merezcamos, escuchar de Cristo el último día, que en la medida en la que hayamos hecho el bien a uno de los más pequeños entre sus hermanos es a Él a quien lo hemos hecho.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1985
Queridos hermanos y hermanas:
También este año deseo en este tiempo de Cuaresma, hablaros de la angustiosa situación creada en el mundo por el hambre. Cuando a centenares de millones de personas les falta el alimento, cuando millones de niños quedan irremediablemente marcados para el resto de su vida y miles de entre ellos mueren, no puedo callarme, no podemos quedarnos en silencio o inoperantes.
Sabemos que ayudas cuantiosas son enviadas por Gobiernos, Organizaciones internacionales y Asociaciones a las víctimas de esta penuria de alimentos, sin que, por desgracia, todos puedan recibir lo que les salvaría. ¿Pero no podría lograrse que un esfuerzo tan importante pudiera ser decisivo, a fin de atacar de manera más definitiva las causas de este flagelo que azota a escala mundial?
Cierto que las causas naturales, como las intemperies y los largos períodos de sequía son actualmente inevitables, mas sus consecuencias serían a menudo menos graves, si los hombres no añadieran sus errores y a veces sus injusticias. ¿Ha sido hecho todo lo posible para prevenir, al menos en parte, los nefastos efectos de las intemperies, así como para asegurar la justa y rápida distribución de los alimentos y de las ayudas? Hay por otra parte, situaciones intolerables; pienso en la de los agricultores que no reciben la justa retribución por su duro trabajo; pienso también en la de los campesinos despojados de sus tierras productivas por personas o grupos ya abundantemente provistos que acumulan fortunas al precio del hambre y del sufrimiento de los demás. ¡Cuántas otras causas y situaciones de hambre podrían ser citadas!
¿En una misma familia pueden unos comer hasta la saciedad mientras que hermanos y hermanas suyos son excluidos de la mesa? Pensar solamente en aquellos que sufren no es suficiente. En este tiempo de Cuaresma, la conversión del corazón nos llama a unir el ayuno con la oración, para vivificar con la caridad de Dios las iniciativas que las exigencias de la justicia hacia el prójimo nos inspiran.
«Tengo compasión de la muchedumbre» (Mc 8, 2), dijo Jesús antes de multiplicar los panes para alimentar a quienes le seguían desde hacía tres días para escuchar su palabra. El hambre del cuerpo no es la única que padece la humanidad; tantos de nuestros hermanos y hermanas tienen también hambre y sed de dignidad, de libertad, de justicia, de alimento para su inteligencia y su alma; hay también desiertos para los espíritus y los corazones.
¿Cómo manifestar de un modo concreto nuestra conversión y nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de preparación a la Pascua?
En primer lugar, en la medida de nuestras responsabilidades, grandes a veces, no colaborando en cuanto pueda contribuir a causar el hambre –aunque sólo sea de uno de nuestros hermanos y hermanas en humanidad– ya esté cercano o a miles de kilómetros; y, si lo hemos hecho, reparando.
En los países que sufren el hambre y la sed, los cristianos participan en las ayudas urgentes y en las batallas contra las causas de esta catástrofe de las cuales ellos son víctimas como sus compatriotas. Ayudémosles compartiendo lo superfluo e incluso lo necesario: esto es precisamente la práctica del ayuno. Tomemos parte generosamente en las acciones programadas en nuestras Iglesias locales.
Recordemos sin cesar que compartir es entregar a los otros lo que Dios les destina y que nos es confiado.
Dar fraternalmente dejándonos inspirar por el Amor que viene de Dios es contribuir a aliviar el hambre corporal, a nutrir los espíritus y a alegrar los corazones.
«Que todas vuestras obras sean hechas en caridad... Que la gracia del Señor esté con todos vosotros» (1 Cor 16, 14.23).
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1986
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
El Evangelio nos da la ley de la caridad, muy bien definida por las palabras y ejemplos constantes de Cristo, el buen Samaritano. Él nos pide que amemos a Dios y a todos nuestros hermanos, sobre todo los más necesitados. La caridad, en verdad, nos purifica de nuestro egoísmo; derriba las murallas de nuestro aislamiento; abre los ojos y hace descubrir al prójimo que está a nuestro lado, al que está lejos y a toda la humanidad. La caridad es exigente pero confortadora, porque es el cumplimento de nuestra vocación cristiana fundamental y nos hace participar en el Amor del Señor.
Nuestra época, como todas, es la de la caridad. Ciertamente, las ocasiones para vivir esta caridad no faltan. Cada día, los medios de comunicación social embargan nuestros ojos y nuestro corazón, haciéndonos comprender las llamadas angustiosas y urgentes de millones de hermanos nuestros menos afortunados, perjudicados por algún desastre, natural o de origen humano; son hermanos que están hambrientos, heridos en su cuerpo o en su espíritu, enfermos, desposeídos, refugiados, marginados, desprovistos de toda ayuda; ellos levantan los brazos hacia nosotros, cristianos, que queremos vivir el Evangelio y el grande y único mandamiento del Amor.
Informados lo estamos. Pero, ¿nos sentimos implicados? ¿Cómo podemos, desde nuestro periódico o nuestra pantalla de televisión, ser espectadores fríos y tranquilos, hacer juicios de valor sobre los acontecimientos, sin ni siquiera salir de nuestro bienestar? ¿Podemos rechazar el ser importunados, preocupados, molestados, atropellados por esos millones de seres humanos que son también hermanos y hermanas nuestros, criaturas de Dios como nosotros y llamados a la vida eterna? ¿Cómo se puede permanecer impasible ante esos niños de mirada desesperada y de cuerpo esquelético? ¿Puede nuestra conciencia de cristianos permanecer indiferente ante ese mundo de sufrimiento? ¿Tiene algo que decirnos todavía la parábola del buen Samaritano?
Al comienzo de la Cuaresma, tiempo de penitencia, de reflexión y de generosidad, Cristo nos llama de nuevo. La Iglesia, que quiere estar presente en el mundo, y sobre todo en el mundo que sufre, cuenta con vosotros. Los sacrificios que haréis, por pequeños que sean, salvarán cuerpos y confortarán espíritus, y la “civilización del Amor” no será ya una palabra vacía.
La caridad no vacila, porque es la expresión de nuestra fe. Que vuestras manos se abran pues cordialmente para compartir con todos aquellos que vendrán a ser por ello vuestro prójimo.
«Servíos unos a otros por la caridad» (Gal 5, 13).
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1987
Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:
«A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53).
Estas palabras que la Virgen María pronunció en su Magníficat son a la vez una alabanza a Dios Padre y una llamada que cada uno de nosotros debe acoger en su corazón y meditar en este tiempo de Cuaresma.
Tiempo de la conversión, tiempo de la Verdad que nos «hará libres» (Jn 8, 32), porque no podemos engañar a aquél que escruta «corazones y entrañas» (Sal 7, 10). Ante Dios nuestro Creador, ante Cristo nuestro Redentor, ¿de qué podemos estar orgullosos? ¿Qué riquezas o qué talentos podrían darnos alguna superioridad?
María nos enseña las verdaderas riquezas, las que no pasan, las que vienen de Dio. Nosotros debemos desearlas, tener hambre de ellas, abandonar todo lo que es ficticio y pasajero, para recibir estos bienes y recibirlos en abundancia. Convirtámonos; abandonemos la vieja levadura (cf. 1 Cor 5, 6) del orgullo y de todo lo que lleva a la injusticia, al menosprecio, al afán de poseer nosotros dinero y poder.
Si nos reconocemos pobres ante Dios –lo cual es verdad, y no falsa humildad– tendremos un corazón de pobre, ojos y manos de pobres para compartir estas riquezas de las que Dios nos colmará: nuestra Fe que no podemos mirar egoísticamente para nosotros solos; la Esperanza que necesitan los que están privados de todo; la Caridad que nos hace amar como Dios, a los pobres con un amor preferencial. El Espíritu de Amor nos colmará de muchísimos bienes para compartir; cuanto más los deseemos, más abundantemente los recibiremos.
Si nosotros somos verdaderamente estos «pobres de espíritu» a quienes se ha prometido el Reino de los cielos (Mt 5, 3) nuestra ofrenda será agradable a Dios. También nuestra ofrenda material, que solemos dar durante la Cuaresma, si se hace con un corazón de pobre es una riqueza, porque damos lo que hemos recibido de Dios para ser distribuido: sólo recibimos para dar. Igual que los cinco panes y los dos peces del joven, que las manos de Cristo multiplicaron para alimentar a la muchedumbre, lo que nosotros ofrezcamos será multiplicado por Dios para los pobres.
¿Saldremos de esta Cuaresma con el corazón engreído, llenos de nosotros mismos, pero con las manos vacías para los demás? ¿O bien llegaremos a la Pascua, guiados por la Virgen del Magníficat, con un alma pobre, hambrienta de Dios, y con las manos llenas de todos los dones de Dios para distribuirlos al mundo que lo necesita tanto?
«¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!» (Sal 117, 1).
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1988
Amados hermanos y hermanas en Cristo:
Con gozo y esperanza quisiera, por medio de este Mensaje de Cuaresma, exhortaros a la penitencia, que producirá en vosotros abundantes frutos espirituales para una vida cristiana más dinámica y una caridad más efectiva.
El tiempo de Cuaresma, que marca profundamente la vida de todas las comunidades cristianas, favorece el espíritu de recogimiento, de oración, de escucha de la Palabra de Dios; estimula la respuesta pronta y generosa a la invitación que hace el Señor por medio del Profeta: «el ayuno que yo quiero es éste: partir tu pan con el que tiene hambre, dar hospedaje a los pobres que no tienen techo... Entonces clamarás al Señor y él te responderá, gritarás y él te dirá: aquí estoy» (Is 58, 6.7.9).
La Cuaresma de 1988 se desarrolla en el contexto del Año mariano, y en los umbrales del tercer milenio del nacimiento de Jesús, el Salvador.
Contemplando la maternidad divina de María, que llevó en su seno virginal al Hijo de Dios y cuidó con especial solicitud la infancia de Jesús, me viene a la mente el drama doloroso de tantas madres que ven frustradas sus esperanzas y alegrías por la temprana muerte de sus hijos.
Sí, amados hermanos y hermanas, os quiero llamar la atención sobre el escandaloso problema de la mortalidad infantil, donde las víctimas se cuentan por decenas de miles cada día. Unos niños mueren antes de nacer y otros tras una corta y dolorosa existencia consumida trágicamente por enfermedades fácilmente prevenibles.
Investigaciones serias muestran que, en los países más cruelmente azotados por la pobreza, es la población infantil la que sufre el mayor número de muertes causadas por deshidratación aguda, por parásitos, por consumo de aguas contaminadas, por el hambre, por falta de vacunación contra las epidemias, y también por falta de afecto. En tales condiciones de miseria, un alto porcentaje de niños mueren prematuramente, otros quedan lisiados en tal grado que se ve comprometido su desarrollo físico y psíquico, y tienen que luchar en condiciones de injusta desventaja para sobrevivir y ocupar un puesto en la sociedad.
Las víctimas de esta tragedia son los niños engendrados en situación de pobreza causada muy a menudo por injusticias sociales; son también las familias, carentes de los recursos necesarios, que lloran inconsolables la muerte prematura de sus hijos.
Recordad con cuanto celo el Señor Jesús se solidariza con los niños; en efecto, llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y afirmó «el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe...»; ordenó «dejad a los niños y no les impidáis que vengan a mí» (Mt 18, 2.5; 19, 14).
Os exhorto vivamente, en este tiempo litúrgico de Cuaresma, a dejaros llevar por el Espíritu de Dios, que es capaz de romper las cadenas del egoísmo y del pecado. Compartid solidariamente con los que tienen menos recursos. Dad, no solamente de lo superfluo sino también de lo que puede ser necesario, a fin de apoyar generosamente todas las acciones y proyectos de vuestra Iglesia local, especialmente aquellos que aseguren un futuro más justo a la población infantil más desprotegida.
Así, amadísimos hermanos y hermanas en Cristo, brillará vuestra caridad: «Entonces, viendo vuestras buenas obras, todos glorificarán a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).
Que en esta Cuaresma, a ejemplo de María que acompañó fielmente a su Hijo hasta la Cruz, se fortalezca nuestra fidelidad al Señor y que nuestra vida generosa testimonie nuestra obediencia a sus mandamientos.
De todo corazón, os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1989
El pan nuestro de cada día, dánosle hoy» (Mt 6, 11). Con esta petición se inicia la segunda parte de la oración que Jesús mismo enseñó a sus discípulos y que todos los cristianos repetimos fervorosamente cada día.
De labios de todos los hombres y mujeres de las distintas razas humanas que componen la gran comunidad cristiana, brota armoniosamente esta súplica al Padre que está en los cielos con diferente entonación, pues son muchos los pueblos que más que una súplica serena y confiada, están lanzando un grito de angustia y dolor porque no han podido satisfacer el hambre física por carecer realmente de los alimentos necesarios.
Queridos hijos e hijas, os propongo con el mayor interés y esperanza este problema del “hambre en el mundo”, como tema para vuestra reflexión y objetivo para vuestra acción apostólica, caritativa y solidaria durante la Cuaresma de 1989. El ayuno generoso y voluntario de los que siempre poseéis el alimento os permitirá compartir la privación con tantos otros que carecen de él; vuestros ayunos en la cuaresma, que son parte de la rica tradición cristiana, os abrirán más el espíritu y el corazón para compartir solidariamente vuestros bienes con los que no tienen.
El hambre en el mundo azota a millones de seres humanos en muchos pueblos, pero se centra con mayor evidencia en algunos continentes y naciones donde diezma la población y compromete su desarrollo. La carencia de alimentos se presenta cíclicamente en algunas regiones por causas muy complejas que es necesario erradicar con la ayuda solidaria de todos los pueblos.
Nos gloriamos en este siglo por los progresos de la ciencia y la tecnología, y con razón, pero también tenemos que avanzar en humanismo, no podemos permanecer pasivos e indiferentes ante el trágico drama de tantos pueblos que carecen de suficiente alimento, se ven constreñidos a vivir en un régimen de mera subsistencia, y encuentran por consiguiente obstáculos casi insuperables para su debido progreso.
Uno mi voz suplicante a la de todos los creyentes implorando a nuestro Padre común «el pan nuestro de cada día dánosle hoy». Es cierto que «no sólo de pan vive el hombre» (Mt 4, 4), pero el pan material es una necesidad apremiante y también nuestro Señor Jesucristo actuó eficazmente para dar de comer a las multitudes hambrientas.
La fe debe ir acompañada de obras concretas. Invito a todos para que se tome conciencia del grave flagelo del hambre en el mundo, para que se emprendan nuevas acciones y se consoliden las ya existentes a favor de los que sufren el hambre, para que se compartan los bienes con los que no tienen, para que se fortalezcan los programas encaminados a la autosuficiencia alimenticia de los pueblos.
Quiero dar una voz de aliento a todas las Organizaciones Católicas que luchan contra el hambre, a los Organismos Gubernamentales y no Gubernamentales que se esmeran en buscar soluciones para que continúen sin tregua a dar asistencia a los necesitados.
«Padre nuestro que estás en los cielos... el pan nuestro de cada día dánosle hoy», que ninguno de tus hijos se vea privado de los frutos de la tierra; que ninguno sufra más la angustia de no tener el pan cotidiano para sí y para los suyos; que todos solidariamente, llenos del inmenso amor que Tú nos tienes, sepamos distribuir el pan que tan generosamente Tú nos das; que sepamos extender la mesa para dar cabida a los más pequeños y más débiles, y así un día, merezcamos todos participar en tu mesa celestial.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1990
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. Como cada año, al acercarse la Cuaresma, se me ofrece la ocasión de dirigirme a vosotros para invitaros a sacar provecho de este momento favorable, de este «tiempo de salvación» (cf. 2 Cor 6, 2) para que sea vivido por todos intensamente en su doble dimensión de conversión a Dios y de amor a los hermanos. La Cuaresma, en efecto, nos invita a abrir totalmente la mente y el corazón para escuchar la voz del Señor que invita a volver a Él en novedad de vida, y a ser cada vez más sensibles a los sufrimientos de quienes nos rodean.
Este año quisiera proponer, con especial empeño, a la común reflexión el problema de los refugiados y exiliados. En efecto, su enorme y creciente número constituye una dolorosa realidad en el mundo en el cual vivimos, y no se limita solamente a algunas regiones, sino que se ha extendido ahora a casi todos los continentes.
Los refugiados, hombres sin patria, buscan acogida en otros países del mundo, nuestra casa común; pero solo a pocos de ellos les es dado volver a su país de origen debido a cambios en la situación interna; para los demás, se prolonga una dolorosísima situación de éxodo, de inseguridad y de ansiosa búsqueda de una adecuada ubicación. Entre ellos se encuentran niños, mujeres, viudas, familias frecuentemente divididas, jóvenes frustrados en sus aspiraciones, adultos erradicados de su profesión, privados de todos sus bienes materiales, de la casa, de la patria.
2. Frente a la amplitud y gravedad del problema, todos los hijos de la Iglesia deben sentirse interpelados, como seguidores de Jesús –que quiso también sufrir la condición de refugiado– y en calidad de portadores de su Evangelio. Por otra parte, Cristo mismo, en aquella conmovedora página evangélica, que en la liturgia latina leemos el Lunes de la primera semana de Cuaresma, se ha querido identificar y reconocer en cada uno de los refugiados: «Era extranjero, y me habéis hospedado... Era extranjero y no me habéis hospedado» (Mt 25, 35-43). Estas palabras de Cristo nos deben llevar a un atento examen de conciencia acerca de nuestra actitud frente a los exiliados y refugiados. Los encontramos en efecto, casi a diario en el territorio de tantas parroquias; han llegado a ser verdaderamente nuestro prójimo más cercano. Por esta razón tienen necesidad de la caridad, de la justicia y de la solidaridad de todos los cristianos.
3. A vosotros, por tanto, a cada uno individualmente y a cada comunidad de la Iglesia católica dirijo mi apremiante exhortación en esta Cuaresma, para buscar todas las posibilidades existentes con miras a socorrer a los hermanos refugiados y desplazados, organizando adecuadas obras de acogida para favorecer su plena inserción en la sociedad civil, mostrando apertura de mente y calor humano.
La solicitud por los refugiados nos debe estimular a reafirmar y subrayar los derechos humanos, universalmente reconocidos, y a pedir que también para ellos sean efectivamente aplicados. Como lo mencionaba el 3 de junio 1986, con ocasión de la entrega del Premio Internacional de la Paz Juan XXIII al “Catholic Office for Emergency Relief and Refugees” (COERR) de Tailandia, la Encíclica Pacem in terris de aquel gran Pontífice había ya subrayado la urgencia de que los derechos del refugiado deben serles reconocidos como personas; y afirmaba que «es deber nuestro garantizar siempre los inalienables derechos, que son inherentes a todo ser humano y no están condicionados por factores naturales o por situaciones socio-políticas» (Insegnamenti, IX, 1, 1986, p. 1751). Se tratará, pues, de garantizar a los refugiados el derecho de constituir una familia o de integrarse a ella; de tener una ocupación segura, digna, con remuneración adecuada; de vivir en una casa digna de seres humanos; de disfrutar de una adecuada instrucción escolar para los niños y los jóvenes, como también de la asistencia médico-sanitaria, en una palabra, todos aquellos derechos que han sido solemnemente aprobados desde 1951 por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, y confirmados por el Protocolo de 1967 sobre el mismo Estatuto.
4. Reconozco que, frente a un problema de tanta magnitud, ha sido intenso el trabajo de Organismos Internacionales, de Organizaciones Católicas y de Movimientos de diversa índole, en la búsqueda de adecuados programas sociales, a los cuales numerosas personas dan su apoyo y colaboración. Agradezco a todos, y a todos doy mi voz de aliento para una mayor sensibilidad, dado que, como puede fácilmente ser comprobado, aquello que se hace, aunque es mucho, no es todavía suficiente. En efecto, crece el número de refugiados, y la posibilidad de acogida y asistencia se muestra insuficiente.
Nuestro empeño prioritario debe ser el de participar, animar y sostener con nuestro testimonio de amor auténticas corrientes de caridad, que logren permear, en todos los países el trabajo de educación, en especial de la infancia y de la juventud, en el respeto recíproco, la tolerancia, el espíritu de servicio, a todos los niveles, tanto personal como a nivel de Autoridad Pública. Esto facilitará sobremanera la superación de muchos problemas.
5. También me dirijo a vosotros, amados hermanos y hermanas refugiados y exiliados, que vivís unidos en la fe en Dios, en la mutua caridad y en la esperanza inquebrantable. Todo el mundo conoce vuestras vicisitudes. La Iglesia os acompaña mediante la ayuda que sus miembros se esfuerzan en prodigar, aun a sabiendas de que es insuficiente. Para aliviar vuestros sufrimientos es necesaria también la contribución de vuestra buena voluntad y de vuestra inteligencia.
Vosotros sois ricos en espíritu cívico, en cultura, en tradiciones, en valores humanos y espirituales, de donde podéis tomar la capacidad y la fuerza para comenzar una nueva vida. Ejercitaos también vosotros, dentro de los límites de vuestras posibilidades, en la asistencia y en la ayuda recíproca en los lugares donde estáis temporalmente acogidos.
Nosotros los católicos os acompañaremos y os sostendremos en vuestro camino, reconociendo en cada uno de vosotros el rostro de Cristo exiliado y peregrino, recordando cuanto Él dijo: «Cuantas veces habéis hecho esto a uno solo de estos pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40).
6. Al comienzo de esta Cuaresma invoco la abundancia de gracia y de luz que se irradia del misterio de la Pasión y Resurrección redentoras de Cristo, a fin de que cada una de las personas y de las comunidades eclesiales y religiosas de toda la Iglesia, encuentren la inspiración y energías necesarias para las obras de concreta solidaridad en favor de los hermanos y hermanas refugiados y exiliados; y así éstos, confortados por la fraterna ayuda y el interés de los demás, encuentren fuerza y esperanza para proseguir en su fatigoso camino.
Que mi Bendición sea prenda de copiosos dones del Señor sobre cuantos acojan este mi apremiante llamado.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
1991
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
La Encíclica Rerum novarum de Leon XIII, cuyo centenario se está conmemorando, ha abierto un nuevo capítulo en la doctrina social de la Iglesia. Una constante de esta enseñanza es la firme invitación al compromiso solidario, encaminado a superar la pobreza y el subdesarrollo en que viven millones de seres humanos.
Aunque los bienes de la creación estén destinados a todos, hoy una gran parte de la humanidad está sufriendo todavía el peso intolerable de la miseria. En esta situación son necesarias una caridad y una solidaridad concretas, como lo he afirmado en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalando cuán urgente sea dedicarse al bien de los demás y estar dispuestos a olvidarse de sí mismos – según el evangelio – para servir a los demás en vez de explotarlos en beneficio propio.
1. En este tiempo de Cuaresma volvemos a dirigirnos a Dios rico en misericordia, fuente de todo buen para pedirle que cure nuestro egoísmo, nos dé un corazón nuevo y un espíritu nuevo.
La Cuaresma y el tiempo pascual nos sitúan ante la actitud de total identificación de Nuestro Señor Jesucristo con los pobres. El Hijo de Dios, que se hizo pobre por amor nuestro, se identifica con aquellos que sufren, lo cual está expresado claramente en sus propias palabras: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
2. En el culmen de la Cuaresma, la liturgia del Jueves Santo nos recuerda la institución de la Eucaristía, memorial de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Es aquí, en el sacramento en el que la Iglesia celebra la profundidad de su propia fe, donde debemos tomar conciencia de la condición de Cristo pobre, sufriente, perseguido. Jesucristo, que tanto nos ha amado hasta dar su propia vida por nosotros y que se nos da en la Eucaristía como alimento de vida eterna, es el mismo que nos invita a reconocerlo en la persona y en la vida de aquellos pobres con los cuales El ha manifestado su plena solidaridad.
San Juan Crisóstomo ha expresado magistralmente esta identificación al afirmar: «Si queréis honrar el Cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honráis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda al ignorar aquel otro Cristo que, fuera de los muros de la Iglesia, padece frío y desnudez» (cf. Hom in Matthaeum, n. 50, 3-4, PG 58).
3. En este tiempo de Cuaresma, es importante reflexionar sobre la parábola del rico epulón y de Lázaro. Todos los hombres están llamados a participar de los bienes de la vida, sin embargo tantos yacen todavía fuera a la puerta, como Lázaro, mientras «los perros vienen y les lamen sus llagas» (cf. Lc 16, 21).
Si ignorásemos la gran multitud de personas que no sólo están privadas de lo estrictamente necesario para vivir (alimento, casa, asistencia sanitaria), sino que ni siquiera tienen la esperanza de un futuro mejor, vendríamos a ser como el rico epulón que finge no haber visto al pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31).
Debemos pues tener presente ante nuestros ojos la pobreza estremecedora que aflige a tantas partes del mundo; y por esto, con esta intención, repito el llamado que – en nombre de Jesucristo y en nombre de la humanidad – he dirigido a todos los hombres durante mi última visita al Sahel: «¿Cómo juzgará la historia a una generación que cuenta con todos los medios necesarios para alimentar a la población del planeta y que rechaza el hacerlo por una ceguera fratricida? ... ¡Qué gran desierto sería un mundo en el que la miseria no encontrara la respuesta de un amor que da la vida!» (L’Osservatore Romano, 31 de enero de 1990, p. 6, n. 4).
Dirigiendo nuestra mirada a Jesucristo, el Buen Samaritano, no podemos olvidar que –desde la pobreza del pesebre hasta el total desprendimiento en la Cruz– Él se hizo uno con los últimos. Nos enseñó el desapego de las riquezas, la confianza en Dios, la disponibilidad a compartir. Nos exhorta a ver a nuestros hermanos y hermanas, que están el la miseria y el sufrimiento, con el espíritu de quien –pobre– se reconoce totalmente dependiente de Dios y que tiene necesidad absoluta de Él. El modo como nos comportemos será la verdadera y auténtica medida de nuestro amor a Él, fuente de vida y de amor, y signo de nuestra fidelidad al evangelio. Que la Cuaresma acreciente en todos esta conciencia y este compromiso de caridad, para que no pase en vano sino que nos conduzca, verdaderamente renovados, hacia el gozo de la Pascua.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1992
“Llamados a compartir la mesa de la creación”
Queridos hermanos y hermanas:
La creación es para todos. Sí: al acercarse el tiempo de Cuaresma, tiempo en que el Señor Jesucristo nos hace un especial llamado a la conversión, quiero dirigirme a cada uno de vosotros para invitaros a reflexionar sobre esta verdad y a realizar obras concretas que manifiesten la sinceridad del corazón.
Este mismo Señor, cuya máxima prueba de amor celebramos en la Pascua, estaba con el Padre desde el principio preparando la maravillosa mesa de la creación a la cual quiso invitar a todos sin excepción (cf. Jn 1, 3). La Iglesia ha comprendido esta verdad manifestada desde los comienzos de la Revelación y la ha asumido como un ideal de vida propuesto a los hombres (cf. Act 2, 44-45; 4, 32-35). En tiempos más recientes ha predicado una y otra vez, como un tema central de su Magisterio social, el destino universal de los bienes de la creación, tanto materiales como espirituales. Asumiendo esa larga tradición, la Encíclica Centesimus annus, publicada con ocasión del centenario de la Rerum novarum de mi predecesor León XIII, ha querido promover la reflexión sobre este destino universal de los bienes, que es anterior a cualquier forma concreta de propiedad privada y debe iluminar su verdadero sentido.
Sin embargo, es doloroso constatar cómo, a pesar de que estas verdades, claramente formuladas, hayan sido tantas veces repetidas, la tierra con todos sus bienes –que hemos comparado con un gran banquete al cual han sido invitados todos los hombres y mujeres que han existido y que existirán– en muchos aspectos, está todavía, por desgracia, en manos de unas minorías. Los bienes de la tierra son maravillosos, tanto aquellos que nos vienen directamente de la generosa mano del Creador, como los que son el fruto de la acción del hombre, llamado a colaborar en esa creación con su ingenio y su trabajo. Mas aún, la participación en esos bienes es necesaria para que cada ser humano pueda llegar a su plenitud. Por ello resulta aún más doloroso constatar cuántos millones quedan excluidos de la mesa de la creación.
Por eso, os invito de manera especial a centrar vuestra atención en este año conmemorativo del quinto centenario de la Evangelización del continente americano, que en modo alguno ha de limitarse a un mero recuerdo histórico. Nuestra visión del pasado tiene que ser completada por una mirada a nuestro alrededor y hacia el futuro (cf. Centesimus annus, 3), tratando de discernir la misteriosa presencia de Dios en la historia, desde la cual nos interpela y nos llama a darle respuestas concretas. Cinco siglos de presencia del Evangelio en aquel Continente no han logrado aún una equitativa distribución de los bienes de la tierra; y ello es particularmente doloroso cuando se piensa en los más pobres entre los pobres: los grupos indígenas y junto con ellos muchos campesinos, heridos en su dignidad por ser mantenidos incluso al margen del ejercicio de los más elementales derechos, que también forman parte de los bienes destinados a todos. La situación de estos hermanos nuestros clama la justicia del Señor. Por consiguiente, se ha de promover una generosa y audaz reforma de las estructuras económicas y de las políticas agrarias, que aseguren el bienestar y las condiciones necesarias para un legítimo ejercicio de los derechos humanos de los grupos indígenas y de las grandes masas de campesinos que con tanta frecuencia se han visto injustamente tratados.
Para éstos y para todos los desposeídos del mundo –pues todos somos hijos de Dios, hermanos unos de otros y destinatarios de los bienes de la creación– debemos esforzarnos con todo empeño y sin dilaciones para que ocupen el puesto que les corresponde en la mesa común de la creación. En el tiempo de Cuaresma y también durante las campañas de solidaridad –campañas de Adviento y semanas en favor de los más desposeídos– la conciencia clara de que la voluntad del Creador es poner los bienes de la creación al servicio de todos, debe inspirar el trabajo por una auténtica promoción integral de todo el hombre y de todos los hombres.
En actitud orante y comprometida hemos de escuchar atentamente aquellas palabras: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3, 20). Sí, es el mismo Señor quien llama dulcemente al corazón de cada uno, sin forzarnos, esperando pacientemente que le abramos la puerta para que Él pueda entrar y sentarse a la mesa con nosotros. Pero, además, nunca debemos olvidar que –según el mensaje central del Evangelio– Jesús llama desde cada hermano, y nuestra respuesta personal servirá de criterio para ponernos a Su derecha con los bienaventurados, o a Su izquierda con los desdichados: « Tuve hambre... tuve sed... era forastero... estaba desnudo... enfermo... en la cárcel» (cf. Mt 25, 34 ss.).
Pidiendo fervientemente al Señor que ilumine los esfuerzos de todos en favor de los más pobres y necesitados, os bendigo de todo corazón, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Vaticano, 29 de junio de 1991
MENSAJE DEL PAPA
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1993
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1993
«Tengo sed» (Jn 19, 28)
Queridos hermanos y hermanas:
1. En este tiempo santo de Cuaresma, la Iglesia emprende una vez más el camino que conduce hacia la Pascua. Guiada por Jesús y siguiendo sus pasos, ella nos invita a la travesía del desierto.
La historia de la Salvación ha dado al desierto una profunda significación religiosa. Bajo la guía de Moisés, y más tarde, con la ayuda de otros profetas, el Pueblo elegido logró, en medio de privaciones y sufrimientos, vivir la experiencia de la fiel presencia de Dios y de su misericordia; se alimentó con el pan bajado del cielo y apagó la sed con el agua que brotó de la roca; el Pueblo de Dios creció en la fe y en la esperanza de la venida del Mesías redentor.
Es también en el desierto donde Juan el Bautista predicó y las multitudes acudieron a él para recibir, en las aguas del Jordán, el bautismo de penitencia: el desierto fue un lugar de conversión a fin de recibir a Aquel que viene para vencer la desolación y a muerte unidas al pecado. Jesús, el Mesías de los pobres que él colma de bienes (cf. Lc 1, 53), inauguró su misión tomando la condición del hambriento y del sediento.
Queridos hermanos y hermanas, os invito, durante esta Cuaresma, a meditar la Palabra de vida dejada por Cristo a su Iglesia para que ilumine el camino de cada uno de sus miembros.
Reconoced la voz de Jesús que os habla, especialmente en este tiempo de Cuaresma, en la Iglesia, en las celebraciones litúrgicas, en las exhortaciones de vuestros pastores. Escuchad la voz de Jesús que, fatigado y sediento, dice a la Samaritana junto al pozo de Jacob: «Dame de beber» (Jn 4, 7). Contemplad a Jesús clavado en la cruz, agonizante, y escuchad su voz apenas perceptible: «Tengo sed» (Jn 19, 28). Hoy Cristo repite su petición y revive los tormentos de su agonía en nuestros hermanos los más pobres.
Invitándonos con las prácticas cuaresmales, a avanzar por las vías del amor y la esperanza trazadas por Cristo, la Iglesia nos ayuda a comprender que la vida cristiana comporta el desprendimiento de los bienes superfluos; nos ayuda a aceptar una pobreza que nos libera y predispone a descubrir la presencia de Dios; y a dar acogida a nuestros hermanos con una solidaridad cada vez más activa en una comunión cada vez más amplia.
Recordemos la sentencia del Señor: «Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo mío, os aseguro que no perderá su recompensa» (Mt 10, 42). Y poned vuestro corazón y vuestra esperanza en aquellas otras palabras: «Venid, benditos de mi Padre... porque tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25, 34-35).
2. Durante la Cuaresma de 1993, para poner en práctica y en forma concreta la solidaridad y la caridad fraterna unidas a la búsqueda espiritual de este tiempo fuerte del año litúrgico, pido a los miembros de la Iglesia dar una particular atención a tantos hombres y mujeres que están sufriendo por la dramática desertificación de sus tierras y a aquellos que, en muchas regiones del mundo, carecen de este bien elemental pero indispensable para la vida, que es el agua.
Nos preocupa ver cómo avanza hoy el desierto y cubre tierras que hasta ayer eran prósperas y fértiles. No podemos olvidar que, en muchos casos, es el mismo hombre el causante de la esterilización de tierras que se han vuelto desérticas así como de la contaminación de aguas que eran sanas. Cuando no se respetan los bienes de la tierra, cuando se abusa, se está obrando de manera injusta y hasta criminal, por las consecuencias de miseria y muerte que conlleva para muchos hermanos y hermanas nuestros.
Nos angustia profundamente ver cómo pueblos enteros, millones de seres humanos, están sumidos en la indigencia, padecen el hambre y enfermedades por falta de agua potable. De hecho, el hambre y muchas enfermedades están íntimamente relacionadas con la sequía y la contaminación de las aguas. Allí donde escasean las lluvias y las fuentes de agua se secan, se debilita y disminuye la vida hasta extinguirse. Vastas regiones del África padecen este flagelo; y también se percibe el mismo fenómeno en ciertas regiones de América Latina y Australia.
Además, es de todos conocido que el desarrollo industrial anárquico y el empleo de tecnologías que rompen el equilibrio de la naturaleza han causado graves daños al medio ambiente provocando graves catástrofes. Corremos el peligro de dejar como herencia a las generaciones futuras el drama de la sed y de la desertificación en muchas partes del mundo.
Os invito encarecidamente a apoyar con generosidad las instituciones, las organizaciones y las obras sociales empeñadas en ayudar a las poblaciones que padecen las penurias de la sed y sufren las inclemencias de una desertificación creciente. Os exhorto igualmente a colaborar con los investigadores que se esfuerzan en analizar científicamente todos los factores de la desertificación y en descubrir los medios para combatirlos.
Pueda la activa generosidad de los hijos e hijas de la Iglesia, y también la de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, acelerar el cumplimiento de la profecía de Isaías: «Pues serán iluminadas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa, se trocará la tierra abrasada en estanque, y el país árido en manantial de aguas» (35, 6-7).
De todo corazón, os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Dado en la Ciudad del Vaticano, el 18 de septiembre de 1992
MENSAJE DEL PAPA
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1994
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1994
«La familia está al servicio de la caridad,
la caridad está al servicio de la familia»
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. El tiempo de Cuaresma es un tiempo favorable que el Señor nos da, para renovar nuestra decisión de convertirnos y de fortalecer en nosotros la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de introducirnos en la Alianza querida por Dios y gozar de un tiempo de gracia y reconciliación.
«La familia está al servicio de la caridad, la caridad está al servicio de la familia». Con este lema, que ha sido elegido para el año 1994, deseo invitar a todos los cristianos a transformar su existencia y a modificar sus comportamientos para llegar a ser fermento y para hacer crecer en el seno de la familia humana la caridad y la solidaridad, valores esenciales de la vida social y de la vida cristiana.
2. Ante todo, las familias han de tomar conciencia de su misión en la Iglesia y en el mundo. En la oración personal y comunitaria reciben el Espíritu Santo, que obra en ellas y a través de ellas cosas nuevas, y abre el corazón de los fieles a una dimensión universal. Recibiendo de la fuente del amor, cada uno se prepara para transmitir este amor mediante su vida y sus obras. La oración nos une con Cristo y transforma a todos los hombres en hermanos.
La familia es el lugar privilegiado para la educación y el ejercicio de la vida fraterna, de la caridad y la solidaridad, cuyas expresiones son múltiples. En las relaciones familiares se debe tomar con interés, acoger y respetar a los demás, los cuales han de poder encontrar el lugar que les corresponde en la familia. La vida en común es, además, una invitación a compartir, que permite salir del egoísmo. Aprendiendo a compartir y a darse se descubre la alegría inmensa que proporciona la comunión de bienes. Los padres, con delicadeza, tendrán buen cuidado de despertar en sus hijos, mediante el ejemplo y las enseñanzas, el sentido de la solidaridad. Desde la infancia, cada uno está llamado también a hacer la experiencia de lo que significa la privación y el ayuno, para forjar así su carácter y dominar sus instintos, en particular el de la posesión exclusiva para uno mismo. Lo que se aprende en la vida de familia permanece luego durante toda la existencia.
3. En los momentos particularmente difíciles por los que atraviesa nuestro mundo, pedimos que las familias, a ejemplo de María que se apresuró a visitar a su prima Isabel, sepan hacerse cercanas a los hermanos que padecen necesidad y que les encomienden en sus oraciones. Como el Señor, que cuida de los hombres, que también nosotros podamos decir: «He visto la aflicción de mi pueblo, sus gritos han llegado hasta mí» (1 Sam 9, 16); nosotros no podemos permanecer sordos a sus llamadas, pues la pobreza de un número cada vez más creciente de hermanos nuestros destruye su dignidad de hombre y desfigura a la humanidad entera: es una injuria al deber de solidaridad y de justicia.
4. Hoy nuestra atención ha de dirigirse especialmente hacia los sufrimientos y las carencias familiares. En efecto, muchas familias se hallan sumidas en la pobreza y no disponen del mínimo vital para nutrirse y alimentar a los hijos, ni para que éstos puedan crecer física y psíquicamente de modo normal, y desarrollar una actividad escolar adecuada y con regularidad. Muchas familias no disponen de medios para una vivienda digna. El desempleo se hace sentir cada vez más y acrecienta en proporciones considerables la depauperización de sectores enteros de población. Muchas mujeres se encuentran solas para hacer frente a las necesidades de sus hijos y para educarlos, lo cual lleva frecuentemente a los jóvenes a vagar por las calles, a refugiarse en la droga, en el abuso de alcohol y en la violencia. Se constata en la actualidad un aumento de parejas y de familias que atraviesan problemas psicológicos y de relación interpersonal. Las dificultades sociales contribuyen a menudo a la disgregación del núcleo familiar. Con demasiada frecuencia, no es aceptado el niño que va a nacer. En ciertos países, los menores se ven sometidos a condiciones inhumanas o son explotados vergonzosamente. Las personas ancianas y los minusválidos, al no ser rentables económicamente, son relegadas a una soledad extrema, haciéndoles sentirse inútiles. Por ser de otras razas, culturas o religiones, hay familias que son expulsadas de la tierra donde viven.
5. Ante tales flagelos, que afectan al conjunto del planeta, no podemos callar ni permanecer pasivos, pues desgarran la familia, célula básica de la sociedad y de la Iglesia. Ante todo esto hemos de reaccionar. Los cristianos y los hombres de buena voluntad tienen el deber de sostener a las familias en dificultades, facilitándoles los medio espirituales y materiales para salir de las situaciones, frecuentemente trágicas, que acabamos de mencionar.
En este tiempo de Cuaresma invito, pues, ante todo, a compartir con las familias más pobres, de manera que ellas puedan asumir, particularmente en lo que se refiere a los hijos, las responsabilidades que les compete. No se les puede rechazar por ser diferentes, débiles o pobres. Por el contrario, la diversidad representa una riqueza para la edificación común. Cuando damos a los pobres, es a Cristo a quien estamos dando, pues ellos se «revisten con el rostro de nuestro Salvador» y «son los preferidos de Dios» (S. Gregorio de Nisa, Sobre el amor a los pobres). La fe exige compartir con nuestros semejantes. La solidaridad en lo material es una expresión esencial y prioritaria de la caridad fraterna; provee a cada uno los medios de subsistencia y cómo vivir su vida.
La tierra y sus riquezas pertenece a todos. «La fecundidad de toda la tierra ha de ser la fertilidad para todos» (S. Ambrosio de Milán, Nabot VII, 33). En las horas dolorosas del presente no es suficiente, sin duda, tomar de lo superfluo, sino que se han de transformar los comportamientos y los modos de consumo, con objeto de tomar de lo necesario, no conservando sino lo esencial para que todos puedan vivir con dignidad. Hagamos ayunar nuestros deseos de poseer –a veces inmoderados– con el fin de ofrecer a nuestro prójimo aquello de que carece radicalmente. El ayuno de los ricos ha de convertirse en alimento para los pobres (cf. S. León Magno, Homilía 20 sobre el ayuno).
6. Hago una llamada particular a las comunidades diocesanas y parroquiales sobre la necesidad de encontrar los medios prácticos para ayudar a las familias necesitadas. Sé que numerosos sínodos diocesanos se han puesto ya en camino en esta dirección. La pastoral familiar ha de tener también un papel de primer orden. Por otra parte, en los organismos civiles en los que participan, los cristianos han de hacer presente siempre esta prioridad, junto con el deber imperioso de ayudar a las familias más débiles. Me dirijo también a los dirigentes de las naciones para que, tanto en su país como a nivel mundial, se esfuercen por encontrar los medios para detener la espiral de la pobreza y del endeudamiento de los hogares. La Iglesia espera que, en las políticas económicas, los dirigentes y los responsables de empresas tomen conciencia de los cambios que se han de hacer y de sus obligaciones, para que las familias no dependan únicamente de las ayudas que se les concede, sino que el trabajo de sus miembros pueda proveer de los medios para su sustento.
7. La comunidad cristiana acoge con gozo la iniciativa de las Naciones Unidas de proclamar el 1994 como Año Internacional de la familia, y en el ámbito de sus posibilidades aporta decididamente su contribución específica.
¡No cerremos hoy nuestro corazón, sino que oigamos la voz del Señor y el grito de nuestro hermanos los hombres!
Que las obras de caridad, hechas durante esta Cuaresma por las familias y para las familias, proporcionen a cada uno la alegría profunda de abrir los corazones a Cristo resucitado, «primogénito de una multitud de hermanos (Rom 8, 29).
A cuantos respondan generosamente a esta llamada del Señor les imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Ciudad del Vaticano, 3 de septiembre de 1993.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1995
«El Espíritu del Señor...
me ha ungido... para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar... la vista a los ciegos» (Lc 4, 18)
me ha ungido... para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar... la vista a los ciegos» (Lc 4, 18)
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
1. En el tiempo de Cuaresma deseo reflexionar con todos vosotros sobre un mal oscuro que priva a un gran número de pobres de muchas posibilidades de progreso, de superación de la marginación y de una verdadera liberación. Estoy pensando en el analfabetismo. El Papa Pablo VI ya nos recordaba que «el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre de alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado» (Populorum progressio, 35).
Esta terrible plaga contribuye a mantener inmensas multitudes en condiciones de subdesarrollo, con todo lo que ello comporta de escandalosa miseria. Numerosos testimonios provenientes de los diversos continentes, así como lo que yo he podido constatar durante mis viajes apostólicos, confirman mi convicción de que allí donde existe el analfabetismo reinan más que en otras partes del mundo el hambre, las enfermedades, la mortalidad infantil y también la humillación, la explotación y los sufrimientos de todo tipo.
Un hombre que no sabe leer ni escribir encuentra grandes dificultades para participar en los modernos métodos de trabajo; está en cierto modo condenado a la ignorancia de sus derechos y deberes; es verdaderamente un pobre. Debemos tener conciencia de que centenares de millones de adultos son analfabetos; que decenas de millones de niños no pueden ir a la escuela porque no la tienen cerca o porque la pobreza les impide asistir. Se encuentran entorpecidos en el desarrollo de su vida e impedidos para ejercer sus derechos fundamentales. Son muchedumbres humanas que levantan sus brazos hacia nosotros y nos piden un gesto de fraternidad.
2. Nosotros sabemos que cuando las personas, las familias y las comunidades tienen acceso a la instrucción, a la educación y a los diversos niveles de formación, pueden progresar mejor en todos los aspectos. La alfabetización permite a la persona desarrollar sus posibilidades, multiplicar sus talentos, enriquecer sus relaciones. El Concilio Vaticano II afirma: «Es propio de la persona humana no poder acceder a la verdadera y plena humanidad más que a través de la cultura» (Gaudium et spes, 53.1). La formación intelectual es un elemento decisivo para desarrollar esta cultura humana que ayuda a ser más autónomo y más libre. Permite también formar mejor la conciencia de la persona y apercibirse mejor de sus responsabilidades a nivel moral y espiritual, pues la verdadera educación es a la vez espiritual, intelectual y moral.
Entre las cuestiones que suscitan inquietud en nuestra época a menudo se pone de relieve la evolución demográfica del mundo. En este terreno, se trata de fomentar la responsabilidad de las familias mismas. Los Cardenales reunidos en consistorio, en junio de 1994, declararon unánimemente que «la educación y el desarrollo son respuestas mucho más eficaces a las tendencias demográficas que la coacción y las formas artificiales de control demográfico» (Llamamiento de los Cardenales en favor de la familia, 14.6.1994). A este respecto, la institución misma de la familia está asegurada en la medida en que sus miembros pueden utilizar la comunicación escrita; así no sufrirían pasivamente unos programas que les fueran impuestos en detrimento de su libertad y del control responsable de su fecundidad, dado que son los protagonistas de su propio desarrollo.
3. Ante las graves situaciones de vida de nuestros hermanos y hermanas apartados de la cultura contemporánea, nuestro deber es manifestarles toda nuestra solidaridad. Las acciones encaminadas a favorecer el acceso a la lectura y a la escritura son una primera condición para ayudar al hermano pobre a que haga madurar su inteligencia y a que realice su propia vida de una manera más autónoma. La alfabetización y la escolarización son un deber y una inversión esenciales para el futuro de la humanidad, para «el desarrollo integral de cada hombre y de todos los hombres», como dijo el Papa Pablo VI (Populorum progressio, 42).
En la sociedad, cuanto más elevado sea el número de personas que se beneficien de una educación suficiente, mejor podrán lograr su propio destino. Por eso, la alfabetización facilita la colaboración entre las naciones y la paz en el mundo. La igual dignidad de las personas y de los pueblos exige que la comunidad internacional se movilice para vencer las desigualdades perjuiciales que ocasiona el analfabetismo de millones de seres humanos.
4. Deseo expresar mi reconocimiento a todas las personas y organizaciones comprometidas en la obra de solidariedad que es la alfabetización. Me dirijo particularmente a las fuerzas sociales y religiosas, a los que enseñan, a los escolares y a los estudiantes, a todas las personas de buena voluntad, y les invito a compartir aún más todavía sus bienes materiales y culturales: que intervengan en este sentido en favor de ellos, que apoyen la acción de los organismos empeñados especialmente en promover la alfabetización en las diferentes partes del mundo.
5. Así, la difusión de la evangelización se verá favorecida por el progreso de la alfabetización, en la medida en que se ayude a cada uno de nuestros hermanos y hermanas a comprender el mensaje cristiano y a prolongar la escucha de la Palabra de Dios por medio de la lectura. Facilitar al mayor número de personas el acceso directo a la Sagrada Escritura, cuando sea posible en su propia lengua, enriquecerá la reflexión y la meditación de todos los que buscan el sentido y la orientación de su propia vida.
Exhorto vivamente a los pastores de la Iglesia a preocuparse y fomentar este gran servicio a la humanidad. Pues se trata de añadir al anuncio de la Buena Nueva la transmisión de un saber que permite a nuestros hermanos y hermanas asimilar por sí mismos el alcance de este mensaje, probar toda su riqueza y convertirlo en una parte integrante de su cultura. En nuestra época, ¿no puede decirse que trabajar por la alfabetización es contribuir a construir la comunión sobre una auténtica y activa caridad fraterna?
6. Por la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, pido a Dios que escuche nuestra voz y que mueva los corazones, para que la santa Cuaresma de 1995 marque una nueva etapa en la conversión que Jesús nuestro Señor predicó, desde el principio de su misión mesiánica, para todas las naciones (cf. Mt 4, 12-17).
Con esta esperanza os imparto muy cordialmente la Bendición Apostólica.
Vaticano, 7 de septiembre de 1994.
MENSAJE DEL PAPA
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1996
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1996
«Dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16)
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. El Señor nos llama una vez más a seguirlo en el itinerario cuaresmal, camino propuesto anualmente a todos los fieles para que renueven su respuesta personal y comunitaria a la vocación bautismal y produzcan frutos de conversión. La Cuaresma es un camino de reflexión dinámico y creativo, que mueve a la penitencia para reforzar todo propósito de compromiso evangélico; un camino de amor, que abre el ánimo de los creyentes a los hermanos, proyectándolos hacia Dios. Jesús pide a sus discípulos vivir y difundir la caridad, el mandamiento nuevo, que representa el magistral resumen del Decálogo divino entregado a Moisés en el Monte Sinaí. En la vida de cada día se nos ofrece la posibilidad de encontrar hambrientos, sedientos, enfermos, marginados, emigrantes. Durante el tiempo cuaresmal estamos invitados a mirar con mayor atención a sus rostros sufrientes; rostros que testimonian el desafío de la pobreza de nuestro tiempo.
2. El Evangelio evidencia que el Redentor manifiesta singular compasión por cuantos están en dificultad; les habla del Reino de Dios y sana en el cuerpo y en el espíritu a cuantos tienen necesidad de curas. Luego dice a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ellos se dan cuenta que no tienen mas que cinco panes y dos peces. También nosotros hoy, como entonces los Apóstoles en Betsaida, disponemos de medios ciertamente insuficientes para atender con eficacia a los cerca de ochocientos millones de personas hambrientas o desnutridas, que en los umbrales del año dos mil luchan todavía por su supervivencia.
¿Qué hacer entonces? ¿Dejar las cosas como están, resignándonos a la impotencia? Este es el interrogante sobre el cual quiero llamar la atención en el inicio de la Cuaresma, de todo fiel y de la entera comunidad eclesial. La muchedumbre de hambrientos, constituida por niños, mujeres, ancianos, emigrantes, prófugos y desocupados eleva hacia nosotros su grito de dolor. Nos imploran, esperando ser escuchados. ¿Cómo no hacer atentos nuestros oídos y vigilantes nuestros corazones, comenzando a poner a disposición aquellos cinco panes y aquellos dos peces que Dios ha depositado en nuestras manos? Todos podemos hacer algo por ellos, llevando a cada uno la propia aportación. Ciertamente esto exige renuncias, que suponen una interior y profunda conversión. Es necesario, sin duda, revisar los comportamientos consumistas, combatir el hedonismo, oponerse a la indiferencia y a eludir las responsabilidades.
3. El hambre es un drama enorme que aflige a la humanidad: se hace aún más urgente tomar conciencia de ello y ofrecer un apoyo convencido y generoso a las diversas Organizaciones y Movimientos, surgidos para aliviar los sufrimientos de quien corre el riesgo de morir por falta de alimento, privilegiando a cuantos no son atendidos por programas gubernativos o internacionales. Es necesario sostener la lucha contra el hambre tanto en los Países menos avanzados como en las Naciones altamente industrializadas, donde va aumentando desgraciadamente la diferencia que separa a los ricos de los pobres.
La tierra está dotada de los recursos necesarios para dar de comer a toda la humanidad. Hay que saberlos usar con inteligencia, respetando el ambiente y los ritmos de la naturaleza, garantizando la equidad y la justicia en los intercambios comerciales y una distribución de las riquezas que tenga en cuenta el deber de la solidaridad. Alguno podría objetar que esta es una grande e irrealizable utopía. Sin embargo, la enseñanza y la acción social de la Iglesia demuestran lo contrario: allí donde los hombres se convierten al Evangelio, tal proyecto de participación y solidaridad se hace una extraordinaria realidad.
4. De hecho, mientras por un lado vemos destruir grandes cantidades de productos necesarios para la vida del hombre, por otro, descubrimos con amargura largas filas de personas que esperan su turno ante mesas para los pobres o en torno a los convoyes de las Organizaciones humanitarias destinados a distribuir ayudas de todo tipo. También en las modernas metrópolis, en el momento de cierre de los mercados de los barrios, no es infrecuente vislumbrar a gente desconocida que se inclina para recoger del suelo los desechos de las mercancías allí abandonados.
Ante estas escenas, síntomas de profundas contradicciones, ¿cómo no experimentar en el ánimo un sentimiento de íntima rebelión? ¿Cómo no sentirse afectados por un espontáneo impulso de caridad cristiana? Sin embargo, la auténtica solidaridad no se improvisa; sólo mediante un paciente y responsable trabajo de formación llevado a cabo desde la infancia, aquella se transforma en un hábito mental de la persona y abraza a los diversos campos de actividad y responsabilidad. Se necesita un proceso general de sensibilización capaz de implicar a toda la sociedad. A este proceso, la Iglesia católica, en cordial colaboración con las otras confesiones religiosas, pretende ofrecer su propia aportación cualificante. Se trata de un esfuerzo fundamental de promoción del hombre y de condivisión fraterna, que además tiene que ver comprometidos a los mismos pobres, en base a sus posibilidades.
5. Amadísimos hermanos y hermanas, mientras os confío estas reflexiones cuaresmales, para que las desarrolléis individual y comunitariamente bajo la guía de vuestros pastores, os exhorto a realizar significativos y concretos gestos, capaces de multiplicar aquellos pocos panes y peces de los que disponemos. Así se contribuirá válidamente a afrontar las diversas clases de hambre y éste será un modo auténtico de vivir el providencial período de la Cuaresma, tiempo de conversión y reconciliación.
Que para estos propósitos de compromiso os sirva de apoyo y ayuda la Bendición Apostólica, que imparto con afecto a cada uno de vosotros, pidiendo al Señor la gracia de guiarnos generosamente, mediante la oración y la penitencia, hacia las celebraciones de la Pascua.
Castelgandolfo, 8 de septiembre, Natividad de María Santísima del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1997
Hermanos y Hermanas:
1. El tiempo de la Cuaresma rememora los 40 años que Israel pasó en el desierto mientras se encaminaba hacia la tierra prometida. En aquel período el pueblo experimentó lo que era vivir en una tienda, sin domicilio fijo y con una total falta de seguridad. Muchas veces estuvo tentado de volver a Egipto, donde al menos tenía asegurado el pan, aunque fuera la comida de los esclavos. En la precariedad del desierto fue Dios mismo quien suministraba el agua y el alimento a su pueblo, protegiéndolo así de los peligros. De este modo, la experiencia de la dependencia total de Dios se convirtió para los hebreos en camino de liberación de la esclavitud y de la idolatría de las cosas materiales.
El tiempo cuaresmal pretende ayudar a los creyentes a revivir, mediante el compromiso de purificación personal, este mismo itinerario espiritual, tomando conciencia de la pobreza y de la precariedad de la existencia, y redescubriendo la intervención providencial del Señor que llama a tener los ojos abiertos ante las penurias de los hermanos más necesitados. Así, la Cuaresma es también el tiempo de la solidaridad ante las situaciones precarias en las que se encuentran personas y pueblos de tantos lugares del mundo.
2. Para la Cuaresma de 1997, primer año de preparación al Gran Jubileo del Año 2000, quisiera reflexionar sobre la condición dramática de los que viven sin casa. Propongo como tema de meditación las siguientes palabras del Evangelio de san Mateo: Venid, benditos de mi Padre, porque estaba sin casa y me alojasteis (cf. 25,34-35). La casa es el lugar de la comunión familiar, el hogar doméstico donde del amor entre marido y mujer nacen los hijos y aprenden las costumbres de la vida y los valores morales y espirituales fundamentales, que harán de ellos los ciudadanos y cristianos del mañana. En la casa, el anciano y el enfermo encuentran una atmósfera de cercanía y de afecto que ayuda a soportar los días del sufrimiento y del desgaste físico.
Sin embargo, ¡cuántos son, por desgracia, los que viven lejos del clima de calor humano y de acogida propio del hogar! Pienso en los refugiados, en los prófugos, en las víctimas de las guerras y de las catástrofes naturales, así como en las personas sometidas a la llamada emigración económica. Y ¿qué decir de las familias desahuciadas o de las que no logran encontrar una vivienda, del ingente número de ancianos a los cuales las pensiones sociales no les permiten obtener un alojamiento digno a un precio justo? Son situaciones penosas que generan a veces otras auténticas calamidades como el alcoholismo, la violencia, la prostitución o la droga. En concomitancia con el desarrollo de la Conferencia Mundial sobre los Asentamientos Urbanos, Habitat II, que tuvo lugar en Estambul el pasado mes de junio, he llamado la atención de todos sobre estos graves problemas durante el Angelus dominical, y he insistido en su urgencia, reafirmando que el derecho a la vivienda no se debe reconocer únicamente al sujeto en cuanto individuo, sino también a la familia compuesta de varias personas. La familia, como célula fundamental de la sociedad, tiene pleno título a disponer de un alojamiento adecuado como ambiente de vida, para que le sea posible vivir una auténtica comunión doméstica. La Iglesia defiende este derecho fundamental y es consciente de que debe colaborar para que tal derecho sea efectivamente reconocido.
3. Son muchos los pasajes bíblicos que ponen de relieve el deber de socorrer las necesidades de los que carecen de casa.
Ya en el Antiguo Testamento, según la Torah, el forastero y, en general, quien no tiene un techo donde cobijarse, al estar expuesto a cualquier peligro, merece una atención especial por parte del creyente. Más aún, Dios no ceja de recomendar la hospitalidad y la generosidad con el extranjero (cf. Dt 24, 17-18; 10, 18-19; Nm 15,15 etc.), recordando la precariedad sufrida por Israel mismo. Jesús, además, se identifica con quien no tiene casa: "era forastero, y me acogisteis" (Mt 25, 35), enseñando que la caridad para con quien se encuentra en esta necesidad será premiada en el cielo. Los Apóstoles del Señor recomiendan la hospitalidad recíproca a las diversas comunidades fundadas por ellos como signo de comunión y de novedad de la vida en Cristo.
Del amor de Dios aprende el cristiano a socorrer al necesitado, compartiendo con él los propios bienes materiales y espirituales. Esta solicitud no representa sólo una ayuda material para quien está en dificultad, sino que es también una ocasión de crecimiento espiritual para el mismo que la practica, que así se ve alentado a despegarse de los bienes terrenos. En efecto, existe una dimensión más elevada, indicada por Cristo con su ejemplo: "El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8, 20). De este modo quería El expresar su total disponibilidad hacia el Padre celestial, cuya voluntad deseaba cumplir sin dejarse atar por la posesión de los bienes terrenos, pues existe el peligro constante de que en el corazón del hombre las realidades terrenas ocupen el lugar de Dios.
La Cuaresma es, pues, una ocasión providencial para llevar a cabo ese desapego espiritual de las riquezas para abrirse así a Dios, hacia el Cual el cristiano debe orientar toda la vida, consciente de no tener morada fija en este mundo, porque "somos ciudadanos del cielo" (Flp. 3, 20). En la celebración del misterio pascual, al final de la Cuaresma, se pone de relieve cómo el camino cuaresmal de purificación culmina con la entrega libre y amorosa de sí mismo al Padre. Este es el camino por el que el discípulo de Cristo aprende a salir de sí mismo y de sus intereses egoístas para encontrar a los hermanos con el amor.
5. La llamada evangélica a estar junto a Cristo "sin casa" es una invitación a todo bautizado a reconocer la propia realidad y a mirar a los hermanos con sentimientos de solidaridad concreta y hacerse cargo de sus dificultades. Mostrándose abiertos y generosos, los cristianos pueden servir, comunitaria e individualmente, a Cristo presente en el pobre y dar testimonio del amor del Padre. En este camino nos precede Cristo. Su presencia es fuerza y estímulo: El nos libera y nos hace testigos del Amor.
Queridos Hermanos y Hermanas: vayamos sin miedo con El hasta Jerusalén (cf. Lc 18,31), acogiendo su invitación a la conversión para adherirnos más profundamente a Dios, santo y misericordioso, sobre todo durante el tiempo de gracia que es la Cuaresma. Deseo que este tiempo lleve a todos a escuchar la llamada del Señor que invita a abrir el corazón hacia quienes se encuentran en necesidad. Invocando la celeste protección de María, especialmente sobre quienes carecen de casa, imparto a todos con afecto la Bendición Apostólica.
Vaticano, 25 de octubre de 1996.
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1998
¡Venid, benditos de mi Padre, porque era pobre y marginado, y me habéis acogido!
Queridos hermanos y hermanas:
1. La Cuaresma nos propone cada año el misterio de Cristo "conducido por el Espíritu en el desierto" (Lc 4,1). Con esta singular experiencia, Jesús dio testimonio de su entrega total a la voluntad del Padre. La Iglesia ofrece este tiempo litúrgico a los fieles para que se renueven interiormente, mediante la Palabra de Dios, y puedan manifestar en la vida el amor que Cristo infunde en el corazón de quien cree en Él.
Este año la Iglesia, preparándose al Gran Jubileo del 2000, contempla el misterio del Espíritu Santo. Por él se deja guiar "en el desierto", para experimentar con Jesús la fragilidad de la criatura, pero también la cercanía del Dios que nos salva. El profeta Oseas escribe: "yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón" (Os 2,16). La Cuaresma es, pues, un camino de conversión en el Espíritu Santo, para encontrar a Dios en nuestra vida. En efecto, el desierto es un lugar de aridez y de muerte, sinónimo de soledad, pero también de dependencia de Dios, de recogimiento y retorno a lo esencial. La experiencia de desierto significa para el cristiano sentir en primera persona la propia pequeñez ante Dios y, de este modo, hacerse más sensible a la presencia de los hermanos pobres.
2. Este año deseo proponer a la reflexión de todos los fieles las palabras, inspiradas en el Evangelio de Mateo: "Venid, benditos de mi Padre, porque era pobre y marginado y me habéis acogido" (cf. Mt 25,34-36).
La pobreza tiene diversos significados. El más inmediato es la falta de medios materiales suficientes. Esta pobreza, que para muchos de nuestros hermanos llega hasta la miseria, constituye un escándalo. Se manifiesta de múltiples formas y está en conexión con muchos y dolorosos fenómenos: la carencia del necesario sustento y de la asistencia sanitaria indispensable; la falta o la penuria de vivienda, con las consecuentes situaciones de promiscuidad; la marginación social para los más débiles y de los procesos productivos para los desocupados; la soledad de quien no tiene a nadie con quien contar; la condición de prófugo de la propia patria y de quien sufre la guerra o sus heridas; la desproporción en los salarios; la falta de una familia, con las graves secuelas que se pueden derivar, como la droga y la violencia. La privación de lo necesario para vivir humilla al hombre: es un drama ante el cual la conciencia de quien tiene la posibilidad de intervenir no puede permanecer indiferente.
Existe también otra pobreza, igualmente grave, que consiste en la carencia, no de medios materiales, sino de un alimento espiritual, de una respuesta a las cuestiones esenciales, de una esperanza para la propia existencia. Esta pobreza que afecta al espíritu provoca gravísimos sufrimientos. Tenemos ante nuestros ojos las consecuencias, frecuentemente trágicas, de una vida vacía de sentido. Tal forma de miseria se manifiesta sobre todo en los ambientes donde el hombre vive en el bienestar, materialmente satisfecho, pero espiritualmente desprovisto de orientación. Se confirma la palabra del Señor en el desierto: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4). En lo íntimo de su corazón, el ser humano pide sentido y pide amor.
A esta pobreza se responde con el anuncio, corroborado con los hechos, del Evangelio que salva, que lleva luz también a las tinieblas del dolor, porque comunica el amor y la misericordia de Dios. En última instancia lo que consume al hombre es el hambre de Dios: sin el consuelo que proviene de Él, el ser humano se encuentra abandonado a sí mismo, necesitado porque falto de la fuente de una vida auténtica.
Desde siempre la Iglesia combate todas las formas de pobreza, porque es Madre y se preocupa de que cada ser humano pueda vivir plenamente su dignidad de hijo de Dios. El tiempo de Cuaresma es especialmente indicado para recordar a los miembros de la Iglesia este compromiso suyo en favor de los hermanos.
3. La Sagrada Escritura contiene continuos llamamientos a la solicitud para con el pobre, porque en él se hace presente Dios mismo: "Quien se apiada del débil, presta a Yahveh, el cual le dará su recompensa" (Pr 19,17). La revelación del Nuevo Testamento nos enseña a no despreciar al menesteroso, porque Cristo se identifica con él. En las sociedades opulentas, y en un mundo cada vez más marcado por un materialismo práctico que invade todos los ámbitos de la vida, no podemos olvidar las enérgicas palabras con las que Cristo amonesta a los ricos (cfr. Mt 19,23-24; Lc 6,24-25; Lc 16, 19-31). No podemos olvidar, especialmente, que Él mismo "se hizo pobre" para que nosotros nos enriqueciéramos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). El Hijo de Dios "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo... y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fl 2,7-8). La asunción por Cristo de la realidad humana en todos los aspectos, incluidos el de la pobreza, el sufrimiento y la muerte, hace que en Él pueda reconocerse toda persona.
Haciéndose pobre, Cristo ha querido identificarse con cada pobre. Por este motivo, también el juicio final, cuya palabras inspiran el tema de este Mensaje, presenta a Cristo bendiciendo a quien ha reconocido su imagen en el indigente: "cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Por eso, el que verdaderamente ama a Dios, acoge al pobre. Sabe, en efecto, que Dios ha tomado esa condición y lo ha hecho para ser solidario hasta el extremo con los hombres. La acogida del pobre es signo de la autenticidad del amor a Cristo, como demuestra San Francisco que besa al leproso porque en él ha reconocido a Cristo que sufre.
4. Todo cristiano está llamado a compartir las penas y las dificultades del otro, en el cual Dios mismo se encuentra oculto. Pero el abrirse a las necesidades del hermano implica una acogida sincera, que sólo es posible con una actitud personal de pobreza de espíritu. En efecto, no hay únicamente una pobreza de signo negativo. Hay también una pobreza que es bendecida por Dios. El Evangelio la llama "dichosa" (cf. Mt 5,3). Gracias a ella el cristiano reconoce que la propia salvación proviene exclusivamente de Dios y, al mismo tiempo, se hace disponible para acoger y servir a los hermanos, a los que considera "superiores a sí mismo" (Fl 2,3). La pobreza espiritual es fruto del corazón nuevo que Dios nos da; en el tiempo de Cuaresma, este fruto debe madurar en actitudes concretas, tales como el espíritu de servicio, la disponibilidad para buscar el bien del otro, la voluntad de comunión con el hermano, el compromiso de combatir el orgullo que nos impide abrirnos al prójimo.
Este clima de acogida es tanto más necesario en nuestros días, en que se constatan diversas formas de rechazo del otro. Éstas se manifiestan de manera preocupante en el problema de los millones de refugiados y exiliados, en el fenómeno de la intolerancia racial, incluso respecto de personas cuya única "culpa" es la de buscar trabajo y mejores condiciones de vida fuera de su patria, en el miedo a cuanto es distinto y, por ello, considerado como una amenaza. La Palabra del Señor adquiere así nueva actualidad ante las necesidades de tantas personas que piden una vivienda, que luchan por un puesto de trabajo, que reclaman educación para sus hijos. Respecto a estas personas, la acogida sigue siendo un reto para la comunidad cristiana, que no puede dejar de sentirse comprometida en lograr que cada ser humano pueda encontrar condiciones de vida acordes con su dignidad de hijo de Dios.
Exhorto a cada cristiano, en este tiempo cuaresmal, a hacer visible su conversión personal con un signo concreto de amor hacia quien está en necesidad, reconociendo en él el rostro de Cristo que le repite, casi de tú a tú: "Era pobre, estaba marginado... y tú me has acogido".
5. Gracias a este compromiso, se volverá a encender la luz de la esperanza para muchas personas. Cuando, con Cristo, la Iglesia sirve al hombre en necesidad, abre los corazones para entrever, más allá del mal y el sufrimiento, más allá del pecado y la muerte, una nueva esperanza. En efecto, los males que nos afligen, la dimensión de los problemas, el número de aquellos que sufren, representan una frontera humanamente infranqueable. La Iglesia ofrece su ayuda, también material, para aliviar estas dificultades. Pero sabe que puede y debe dar mucho más: lo que se espera de ella es sobre todo una palabra de esperanza. Allí donde los medios materiales no son capaces de mitigar la miseria, como, por ejemplo, en el caso las enfermedades del cuerpo o del espíritu, la Iglesia anuncia al pobre la esperanza que viene de Cristo. En este tiempo de preparación a la Pascua, quiero repetir este anuncio. En el año que la Iglesia, como preparación al Jubileo del 2000, dedica a la virtud de la esperanza, repito a todos los hombres, pero especialmente a quien se siente más pobre, solo, afligido, marginado, las palabras de la Secuencia pascual: "¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!". Cristo ha vencido el mal que incita al hombre al embrutecimiento, al pecado que atenaza el corazón en el egoísmo y al temor de la muerte que lo amenaza.
En el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, nosotros vislumbramos una luz para cada hombre. Este mensaje cuaresmal es una invitación a abrir los ojos a la pobreza de muchos. Quiere indicar también un camino para encontrar en la Pascua al Cristo que, dándose como alimento, inspira confianza y esperanza en nuestros corazones. Espero, pues, que la Cuaresma de este año 1998 sea para cada cristiano una ocasión para hacerse pobre con el Hijo de Dios, para ser instrumento de su amor al servicio del hermano necesitado.
Vaticano, 9 de septiembre de 1997
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de 1999
El Señor preparará un banquete para todos los pueblos (cf. Is 25, 6)
Hermanos y hermanas en Cristo:
La Cuaresma que nos disponemos a celebrar es un nuevo don de Dios. Él quiere ayudarnos a redescubrir nuestra naturaleza de hijos, creados y renovados por medio de Cristo por el amor del Padre en el Espíritu Santo.
1. El Señor preparará un banquete para todos los pueblos. Estas palabras, que inspiran el presente mensaje cuaresmal, nos llevan a reflexionar en primer lugar sobre la solicitud providente del Padre celestial por todos los hombres. Ésta se manifiesta ya en el momento de la creación, cuando “vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1, 31), y se confirma después en la relación privilegiada con el pueblo de Israel, elegido por Dios como pueblo suyo para llevar adelante la obra de la salvación. Finalmente, esta solicitud providente alcanza su plenitud en Jesucristo: en Él la bendición de Abraham llega a los gentiles y recibimos la promesa del Espíritu Santo mediante la fe (cf. Ga 3, 14).
La Cuaresma es el tiempo propicio para expresar sincera gratitud al Señor por las maravillas que ha hecho en favor del hombre en todas las épocas de la historia y, de modo particular, en la redención, para la cual no perdonó ni a su propio Hijo (cf. Rm 8, 32).
El descubrimiento de la presencia salvadora de Dios en las vicisitudes humanas nos apremia a la conversión; nos hace sentir a todos como destinatarios de su predilección y nos impulsa a alabarlo y darle gloria. Repetimos con San Pablo: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor” (Ef 1, 3-4). Dios mismo nos invita a un itinerario de penitencia y purificación interior para renovar nuestra fe. Nos llama incansablemente hacia Él, y cada vez que experimentamos la derrota del pecado nos indica el camino de vuelta a su casa, donde encontramos de nuevo la singular atención que nos ha dispensado en Cristo. De este modo, de la experiencia del amor que el Padre nos manifiesta, nace en nosotros la gratitud.
2. El itinerario cuaresmal nos prepara a la celebración de la Pascua de Cristo, misterio de nuestra salvación. Un anticipo de este misterio es el banquete que el Señor celebra con sus discípulos el Jueves Santo, ofreciéndose a sí mismo en el signo del pan y del vino. Como he dicho en la Carta apostólica Dies Domini, en la celebración eucarística “se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado [...], y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura" (n. 39).
El banquete es signo de alegría porque manifiesta la intensa comunión de cuantos participan en él. La Eucaristía realiza así el banquete anunciado por el profeta Isaías para todos los pueblos (cf. Is 25, 6). Hay en ella una ineludible dimensión escatológica. Por la fe sabemos que el misterio pascual ya se ha realizado en Cristo; sin embargo, debe realizarse plenamente todavía en cada uno de nosotros. El Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos dio el don de la vida eterna, que tiene su comienzo aquí, pero que tendrá su cumplimiento definitivo en la Pascua eterna del cielo. Muchos de nuestros hermanos y hermanas son capaces de soportar su situación de miseria, abatimiento y enfermedad sólo porque tienen la certeza de ser llamados un día al banquete eterno del cielo. De este modo, la Cuaresma orienta la mirada, más allá del presente, más allá de la historia y del horizonte de este mundo, hacia la comunión perfecta y eterna con la Santísima Trinidad.
La bendición que recibimos en Cristo abate para nosotros el muro de la temporalidad y nos abre la puerta de la participación definitiva de la vida en Dios. “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19, 9). No podemos olvidar que nuestra vida encuentra en ese banquete - anticipado en el sacramento de la Eucaristía - su meta final. Cristo ha adquirido para nosotros no solamente una dignidad nueva en nuestra vida terrena, sino sobre todo la nueva dignidad de hijos de Dios, llamados a participar con Él en la vida eterna. La Cuaresma nos invita a vencer la tentación de considerar como definitivas las realidades de este mundo y a reconocer que “somos ciudadanos del cielo” (Flp 3, 20).
3. Al contemplar esta maravillosa llamada que el Padre nos hace en Cristo, descubrimos el amor que Él nos ha tenido. Este año de preparación al Gran Jubileo del 2000 quiere ayudarnos a hacernos conscientes de nuevo de que Dios es el Padre que en su Hijo predilecto nos comunica su propia vida. En la historia de la salvación que Él realiza con y por nosotros, aprendemos a vivir con nueva intensidad la caridad (cf. 1 Jn 4, 10ss), virtud teologal, que he recomendado profundizar durante el 1999 en la Carta apostólica Tertio millenio adveniente.
La experiencia del amor del Padre impulsa al cristiano a hacerse don viviente, en una lógica de servicio y de participación que lo abre a acoger a los hermanos. Innumerables son los campos en que la Iglesia ha testimoniado a través de los siglos, con la palabra y las obras, el amor de Dios. También hoy tenemos ante nosotros grandes espacios en los que ha de hacerse presente la caridad de Dios a través de la actuación de los cristianos. Las nuevas pobrezas y los grandes interrogantes que angustian a muchos esperan respuestas concretas y oportunas. Quien está solo o se encuentra marginado de la sociedad, quien tiene hambre, quien es víctima de la violencia o no tiene esperanza, ha de poder experimentar en la atención de la Iglesia la ternura del Padre celestial, que desde el principio del mundo ha pensado en cada hombre para colmarlo de su bendición.
4. La Cuaresma, vivida con los ojos puestos en el Padre, se convierte así en un tiempo singular de caridad, que se concretiza en las obras de misericordia corporales y espirituales. Pienso sobre todo en los excluidos del banquete del consumismo cotidiano. Hay muchos “Lázaros” que llaman a las puertas de la sociedad; son todos aquellos que no participan de las ventajas materiales producidas por el progreso. Existen situaciones de miseria permanente que han de sacudir la conciencia del cristiano y llamar su atención sobre el deber de afrontarlas con urgencia, tanto de manera personal como comunitaria.
No sólo cada persona tiene ocasiones para demostrar su disponibilidad a invitar a los pobres a participar del propio bienestar; sino también las instituciones internacionales, los gobiernos de los pueblos y los centros directivos de la economía mundial deben responsabilizarse de elaborar proyectos audaces para una más justa distribución de los bienes de la tierra, tanto en el ámbito de cada País como en las relaciones entre los pueblos.
5. Hermanos y hermanas, al comenzar el camino cuaresmal, os dirijo este Mensaje para animaros a la conversión, que conduce a un conocimiento cada vez más pleno del misterio de bien que Dios nos tiene reservado. Que María, Madre de la misericordia, aliente nuestros pasos. Ella fue la primera en conocer y acoger el designio de amor del Padre, creyó y es “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42). Obedeció en el sufrimiento y, por esto, fue la primera en participar de la gloria de los hijos de Dios.
Que María nos conforte con su presencia; que sea “signo de esperanza cierta” (Lumen gentium, 68) e interceda ante Dios, para que se renueve en nosotros la efusión de la misericordia divina.
Vaticano, 15 de octubre de 1998
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
2000
Yo
estaré con vosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20)
Hermanos y
hermanas:
1. La
celebración de la Cuaresma, tiempo de conversión y reconciliación, reviste en
este año un carácter muy especial, ya que tiene lugar dentro del Gran Jubileo
del 2000. En efecto, el tiempo cuaresmal representa el punto culminante del
camino de conversión y reconciliación que el Jubileo, año de gracia del Señor,
propone a todos los creyentes para renovar la propia adhesión a Cristo y
anunciar, con renovado ardor, su misterio de salvación en el nuevo milenio. La
Cuaresma ayuda a los cristianos a penetrar con mayor profundidad en este
“Misterio escondido desde siglos” (Ef 3,9); los lleva a confrontarse con
la Palabra del Dios vivo y les pide renunciar al propio egoísmo para acoger la
acción salvífica del Espíritu Santo.
2.
Estábamos muertos por el pecado (cf. Ef 2,5); así es como San Pablo
describe la situación del hombre sin Cristo. Por eso, el Hijo de Dios quiso
unirse a la naturaleza humana y, de este modo, rescatarla de la esclavitud del
pecado y de la muerte.
Es una
esclavitud que el hombre experimenta cotidianamente, descubriendo las raíces
profundas en su mismo corazón (cf. Mt 7,11). Se manifiesta en formas
dramáticas e inusitadas, como ha sucedido en el transcurso de las grandes
tragedias del siglo XX, que han incidido profundamente en la vida de tantas
comunidades y personas, víctimas de una violencia cruel. Las deportaciones
forzadas, la eliminación sistemática de pueblos y el desprecio de los derechos
fundamentales de la persona son las tragedias que, desgraciadamente, aún hoy
humillan a la humanidad. También en la vida cotidiana se manifiestan diversos
modos de engaño, odio, aniquilamiento del otro y mentira, de los que el hombre
es víctima y autor. La humanidad está marcada por el pecado. Esta condición
dramática nos recuerda el grito alarmado del Apóstol de los gentiles: “No hay
quien sea justo, ni siquiera uno solo” (Rm 3,10; cf. Sal 13,3).
3. Ante la
oscuridad del pecado y ante la imposibilidad de que el hombre se libere por sí
solo de él, aparece en todo su esplendor la obra salvífica de Cristo: “Todos
son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo
Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre”
(Rm 3,25). Cristo es el Cordero que ha tomado consigo el pecado del
mundo (cf. Jn 1,29). Ha compartido la existencia humana “hasta la muerte
y muerte de cruz” (Flp 2,8), para rescatar al hombre de la esclavitud
del mal y volverlo a integrar en su originaria dignidad de hijo de Dios. Éste
es el Misterio Pascual en el que hemos renacido; en él, como recuerda la
Secuencia pascual, “lucharon vida y muerte en singular batalla”. Los Padres de
la Iglesia afirman que en Jesucristo el diablo ataca a toda la humanidad y la
acecha con la muerte; pero que es liberada de ésta gracias a la fuerza
victoriosa de la resurrección. En el Señor resucitado es destruido el poder de
la muerte y se le ofrece al hombre la posibilidad, por medio de la fe, de
acceder a la comunión con Dios. El creyente recibe la vida misma de Dios por
medio de la acción del Espíritu Santo, “primicia para los creyentes” (Plegaria
Eucarística IV). Así, la redención realizada en la cruz renueva el universo
y opera la reconciliación entre Dios y el hombre y entre los hombres entre sí.
4. El
Jubileo es el tiempo de gracia en el que se nos invita a abrirnos de un modo
especial a la misericordia del Padre, que en el Hijo se ha acercado
humildemente al hombre, y a la reconciliación, gran don de Cristo. Este año
debe ser, por tanto, para los cristianos y para todo hombre de buena voluntad,
un momento privilegiado en el que se experimente la fuerza renovadora del amor
de Dios, que perdona y reconcilia. Dios ofrece su misericordia a todo el que la
quiera acoger, aunque esté lejano o sea receloso a ella. Al hombre de hoy,
cansado de la mediocridad y de las falsas ilusiones, se le ofrece así la
posibilidad de emprender el camino de una vida en plenitud. En este contexto,
la Cuaresma del Año Santo del 2000 constituye por excelencia “el tiempo
favorable, el día de salvación” (2 Co 6,2), la ocasión particularmente
propicia para reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5,20).
Durante el
Año Santo, la Iglesia ofrece varias oportunidades de reconciliación, tanto
personal como comunitaria. En todas las diócesis hay señalado algún lugar
especial donde los creyentes pueden acudir para experimentar, de un modo
particular, la presencia divina; de manera que, reconociendo el propio pecado a
la luz de Dios, puedan emprender un nuevo camino de vida con la gracia del
sacramento de la Reconciliación. Especial significado reviste la peregrinación
a Tierra Santa y a Roma, lugares privilegiados de encuentro con Dios por su
singular papel en la historia de la salvación. ¿Cómo no encaminarse, al menos
espiritualmente, hacia la Tierra que ha visto el paso del Señor hace ahora dos
mil años? Allí “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) y creció “en sabiduría,
en estatura y en gracia” (Lc 2,52); por allí “recorría todas las
ciudades y aldeas...proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda
enfermedad y toda dolencia” (Mt 9,35); en esas tierras llevó a
cumplimiento la misión que el Padre le había confiado (cf. Jn 19,30) y
derramó el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente (cf. Jn 20,22).
También yo
tengo la intención de peregrinar a la tierra del Señor, a las fuentes de
nuestra fe, para celebrar allí, precisamente durante la Cuaresma del 2000, el
Jubileo del segundo milenio de la Encarnación. Cuando llame al perdón y a la
reconciliación a los hijos de la Iglesia y a toda la humanidad, durante las
distintas etapas de mi peregrinación, os invito a todos los cristianos a
acompañarme con vuestra oración.
5. El
itinerario de la conversión lleva a la reconciliación con Dios y a vivir en
plenitud la vida nueva en Cristo: vida de fe, de esperanza y de caridad. Estas
tres virtudes, llamadas “teologales” porque se refieren directamente al
Misterio de Dios, han sido objeto de profundización durante el trienio de
preparación al Gran Jubileo. Ahora la celebración del Año Santo requiere que
todo cristiano testimonie y viva esas virtudes de un modo más consciente y
pleno.
La gracia
del Jubileo nos empuja sobre todo a renovar nuestra fe personal. Ésta consiste
en la adhesión al anuncio del Misterio Pascual, mediante el cual el creyente
reconoce que en Cristo muerto y resucitado le ha sido concedida la salvación, a
Él le entrega cotidianamente la propia vida y, con la certeza de que Dios lo
ama, acoge lo que el Señor quiere de él. Por tanto, la fe es el “sí” del hombre
a Dios, su “Amén”.
Modelo
ejemplar de creyente, tanto para los hebreos, como para los cristianos y
musulmanes, es Abraham, el cual, confiado en la promesa, sigue la voz de Dios
que lo llama por senderos desconocidos. La fe ayuda a descubrir los signos de
la presencia amorosa de Dios: en la creación, en las personas, en los
acontecimientos históricos y, sobre todo, en la obra y mensaje de Cristo;
empuja al hombre a mirar más allá de sí mismo, superando las apariencias para
llegar a esa transcendencia que abre a toda criatura al Misterio del amor de
Dios.
Con la
gracia del Jubileo el Señor nos invita también a reavivar nuestra esperanza. En
efecto, en Cristo el tiempo mismo ha sido redimido y se abre a una perspectiva
de felicidad inextinguible y de plena comunión con Dios. El tiempo del
cristiano está marcado por la espera de las bodas eternas, anticipadas
diariamente en el banquete eucarístico. Con la mirada dirigida a ese momento
final “el Espíritu y la Novia dicen: Ven” (Ap 22,17), alimentando así
esa esperanza que elimina del tiempo un sentido de mera repetitividad y le
confiere su auténtico significado. En efecto, con la virtud de la esperanza el
cristiano da testimonio de que, más allá de todo mal y límite, la historia
contiene en sí misma un germen de bien que el Señor hará germinar en plenitud.
Por tanto, el creyente mira al nuevo milenio sin miedo, afronta los desafíos y
las esperanzas del futuro con la certeza confiada que nace de la fe en la
promesa del Señor.
En
definitiva, con el Jubileo el Señor nos pide que revitalicemos nuestra caridad.
El Reino, que Cristo manifestará en su pleno esplendor al fin de los tiempos,
ya está presente ahí donde los hombres viven conforme a la voluntad de Dios. La
Iglesia está llamada a ser testimonio de esa comunión, paz y caridad que la
distinguen. En esta misión la comunidad cristiana sabe que la fe sin obras es
fe muerta (cf. St 2,17). De manera que, por medio de la caridad, el
cristiano hace visible el amor de Dios a los hombres revelado en Cristo y
manifiesta su presencia en el mundo “hasta el fin de los tiempos”. Así pues,
para el cristiano la caridad no es sólo un gesto o un ideal, sino que es, por
decirlo así, la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo.
Con
ocasión de la Cuaresma se invita a todos – ricos o pobres – a hacer presente el
amor de Cristo con obras generosas de caridad. En este año jubilar estamos
llamados a una caridad que, de un modo especial, manifieste el amor de Cristo a
aquellos hermanos que carecen de lo necesario para vivir, a los que son
víctimas del hambre, de la violencia y de la injusticia. Éste es el modo con el
que se actualizan las instancias de liberación y de fraternidad ya presentes en
la Sagrada Escritura y que la celebración del Año Santo vuelve a proponer. El
antiguo jubileo hebreo exigía liberar a los esclavos, perdonar las deudas y
socorrer a los pobres. Todas las nuevas formas de esclavitud y pobreza afectan
dramáticamente a multitud de personas, especialmente en los países del llamado
Tercer Mundo. Es un grito de dolor y desesperación que han de escuchar con
atención y disponibilidad todos los que emprendan el camino jubilar. ¿Cómo
podemos pedir la gracia del Jubileo si somos insensibles a las necesidades de
los pobres, si no nos comprometemos a garantizar a todos los medios necesarios
para que vivan dignamente?
Ojalá el
milenio que ahora inicia sea una época en la que finalmente la llamada de
tantos hombres, hermanos nuestros, que no poseen lo mínimo para vivir,
encuentre escucha y acogida fraterna. Espero que los cristianos se hagan
promotores de iniciativas concretas que aseguren una equitativa distribución de
los bienes y la promoción humana integral para cada individuo.
6. “Yo
estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. Estas palabras de Jesús nos
aseguran que no estamos solos cuando anunciamos y vivimos el evangelio de la
caridad. En esta Cuaresma del Año 2000 Él nos invita a volver al Padre, que nos
espera con los brazos abiertos para transformarnos en signos vivos y eficaces
de su amor misericordioso.
A María,
Madre de todos los que sufren y Madre de la divina misericordia, confiamos
nuestros propósitos e intenciones; que Ella sea la estrella que nos ilumine en
el camino del nuevo milenio.
Con estos
deseos, invoco sobre todos la bendición de Dios, Uno y Trino, principio y fin
de todas las cosas, a Él “hasta el fin del mundo” se eleva el himno de
bendición y alabanza: “Por Cristo, con Él y en él, a Ti, Dios Padre
Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los
siglos de los siglos. Amén”.
En Castel
Gandolfo, el 21 de septiembre de 1999
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
2001
“La
caridad no toma en cuenta el mal” (1
Cor 13,5)
1. “Mirad
que subimos a Jerusalén” (Mc 10, 33). Mediante estas palabras el Señor
invita a los discípulos a recorrer junto a Él el camino que partiendo de
Galilea conduce hasta el lugar donde se consumará su misión redentora. Este
camino a Jerusalén, que los Evangelistas presentan como la culminación del
itinerario terreno de Jesús, constituye el modelo de vida del cristiano,
comprometido a seguir al Maestro en la vía de la Cruz. Cristo, también, dirige
esta misma invitación de “subir a Jerusalén” a los hombres y mujeres de hoy. Y
lo hace con particular fuerza en este tiempo de Cuaresma, favorable para
convertirse y encontrar la plena comunión con Él, participando íntimamente en
el misterio de su muerte y resurrección. Por tanto, la Cuaresma representa para
los creyentes la ocasión propicia para una profunda revisión de vida. En el
mundo contemporáneo, junto a generosos testigos del Evangelio, no faltan
bautizados que, frente a la exigente llamada para emprender la “subida a
Jerusalén”, adoptan una posición de sorda resistencia y, a veces, también de
abierta rebelión. Son situaciones en las que la experiencia de la oración se
vive de manera bastante superficial, de modo que la palabra de Dios no incide
sobre la existencia. Muchos consideran insignificante el mismo Sacramento de la
Penitencia y la Celebración eucarística del domingo simplemente un deber que
hay que cumplir.
¿Cómo
acoger la llamada a la conversión que Jesús nos dirige también en esta
Cuaresma? ¿Cómo llevar a cabo un serio cambio de vida? Es necesario, ante todo,
abrir el corazón a los conmovedores mensajes de la liturgia. El periodo que
prepara la Pascua representa un providencial don del Señor y una preciosa
posibilidad de acercarse a Él, entrando en uno mismo y poniéndose a la escucha
de sus sugerencias interiores.
2.Hay
cristianos que creen poder prescindir de dicho constante esfuerzo espiritual,
porque no advierten la urgencia de confrontarse con la verdad del Evangelio.
Ellos intentan vaciar y convertir en inocuas, para que no turben su manera da
vivir, palabras como: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que
os odien” (Lc 6, 27). Tales palabras, para estas personas, resultan
difíciles de aceptar y de traducir en coherentes comportamientos de vida. De
hecho, son palabras que, si tomadas en serio, obligan a una radical conversión.
En cambio, cuando se está ofendido y herido, se está tentado a ceder a los
mecanismos psicológicos de la autocompasión y de la revancha, ignorando la
invitación de Jesús a amar al proprio enemigo. Sin embargo, los sucesos humanos
de cada día sacan a la luz, con gran evidencia, cómo el perdón y la
reconciliación son imprescindibles para llevar a cabo una real renovación
personal y social. Esto vale en las relaciones interpersonales, pero también en
las relaciones entre las comunidades y entre las naciones.
3. Los
numerosos y trágicos conflictos que atenazan a la humanidad, tal vez causados
también por malentendidas cuestiones religiosas, han hecho que profundos fosos
de odio y de violencia surgieran entre pueblos y pueblos. En algunas ocasiones,
esto se ha producido entre grupos y fracciones de una misma nación. De hecho, a
veces asistimos con doloroso sentido de impotencia, al reflorecer de conflictos
que creíamos definitivamente superados y se tiene la impresión que algunos
pueblos viven atrapados en una espiral de imparable violencia, que continuará a
cosechar víctimas y víctimas, sin una concreta perspectiva de solución. Y los
auspicios de paz, que se elevan de todas las partes del mundo, resultan
ineficaces: el compromiso necesario para encaminar la concordia deseada no
logra afianzarse.
Frente a
este inquietante escenario, los cristianos no pueden permanecer indiferentes.
Es por ello que en el Año jubilar, apenas concluido, me he hecho eco de la petición
de perdón de la Iglesia a Dios por los pecados de sus hijos. Somos conscientes
que, por desgracia, las culpas de los cristianos han ofuscado el rostro
inmaculado, pero confiando en el amor misericordioso de Dios que no tiene en
cuenta el mal al ver el arrepentimiento, sabemos también que podemos
continuamente retomar el camino llenos de esperanza. El amor de Dios encuentra
su más alta expresión justo cuando el hombre, pecador e ingrato, es readmitido
a la plena comunión con Él. Bajo esta óptica, la “purificación de la memoria”
es ante todo una renovada confesión de la misericordia divina, una confesión
que la Iglesia, en sus diferentes niveles, está llamada constantemente a hacer
propia con renovada convicción.
4. El
único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible
una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de
odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los
contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos
esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más
camino que éste: el perdón recibido y ofrecido. ¡Cuan ricas de saludables
enseñanzas resuenan las palabras del Señor: “Amad a vuestros enemigos y
rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial,
que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e
injustos!” (Mt 5, 44-45). Amar a quien nos ha ofendido desarma al
adversario y puede incluso transformar un campo de batalla en un lugar de
solidaria cooperación.
Éste es un
desafío que concierne a cada individuo, pero también a las comunidades, a los
pueblos y a la entera humanidad. Afecta, de manera especial, a las familias. No
es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Reconciliarse puede
resultar problemático cuando en el origen se encuentra una culpa propia. Si en
cambio la culpa es del otro, reconciliarse puede incluso ser visto como una
irrazonable humillación. Para dar semejante paso es necesario un camino
interior de conversión; se precisa el coraje de la humilde obediencia al
mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la
enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación (cfr. Mt
5, 23-24). El cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de
aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así.
Él espera que el discípulo le siga, cooperando de tal manera a la redención del
hermano.
En nuestro
tiempo, el perdón aparece principalmente como dimensión necesaria para una
auténtica renovación social y para la consolidación de la paz en el mundo. La
Iglesia, anunciando el perdón y el amor a los enemigos, es consciente de
introducir en el patrimonio espiritual de la entera humanidad una nueva forma
de relacionarse con los demás, una forma ciertamente fatigosa, pero rica en
esperanza. En esto, ella sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que
nunca abandona a quien, frente a las dificultades, recurre a Él.
5. “La
caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor13,5). En esta expresión de la
primera Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que el perdón es
una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad. El periodo
cuaresmal representa un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la
importancia de esta verdad. Mediante el Sacramento de la reconciliación, el
Padre nos concede en Cristo su perdón y esto nos empuja a vivir en la caridad,
considerando al otro no como un enemigo, sino como un hermano.
Que este
tiempo de penitencia y de reconciliación anime a los creyentes a pensar y a
obrar bajo la orientación de una caridad autentica, abierta a todas las
dimensiones del hombre. Esta actitud interior los conducirá a llevar los frutos
del Espíritu (cfr Gal 5, 22) y a ofrecer, con corazón nuevo, la ayuda
material a quien se encuentra en necesidad. Un corazón reconciliado con Dios y
con el prójimo es un corazón generoso. En los días sagrados de la Cuaresma la
"colecta" asume un valor significativo, porque no se trata de dar lo
que nos es superfluo para tranquilizar la propia conciencia, sino de hacerse
cargo con solidaria solicitud de la miseria presente en el mundo. Considerar el
rostro doliente y las condiciones de sufrimiento de muchos hermanos y hermanas
no puede no impulsar a compartir, al menos parte de los propios bienes, con
aquellos que se encuentran en dificultad. Y la ofrenda de Cuaresma resulta
todavía más rica de valor, si quien la cumple se ha librado del resentimiento y
de la indiferencia, obstáculos que alejan de la comunión con Dios y con los
hermanos.
El mundo
espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad.
Al respecto, las palabras del apóstol Juan son más que nunca iluminadoras: “Si
alguno que posee bienes de la tierra y ve a su hermano padecer necesidad y le
cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn 3,
17).
¡Hermanos
y Hermanas! San Juan Crisóstomo, comentando la enseñanza del Señor sobre el camino
a Jerusalén, recuerda que Cristo no oculta a los discípulos las luchas y los
sacrificios que les aguardan. Él mismo subraya cómo la renuncia al proprio “yo”
resulta difícil, pero no imposible cuando se puede contar con la ayuda que Dios
nos concede “mediante la comunión con la persona de Cristo” (PG 58,
619s).
He aquí
porque en esta Cuaresma deseo invitar a todos los creyentes a una ardiente y
confiada oración al Señor, para que conceda a cada uno hacer una renovada
experiencia de su misericordia. Sólo este don nos ayudará a acoger y a vivir de
manera siempre más jubilosa y generosa la caridad de Cristo, que “no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra de
la verdad” (1 Cor 13, 5-6).
Con estos
sentimientos invoco la protección de la Madre de la Misericordia sobre el
camino cuaresmal de la entera Comunidad de los creyentes y de corazón imparto a
cada uno la Bendición Apostólica.
Ciudad del
Vaticano, 7 de enero de 2001
JOANNES PAULUS II
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
2002
Queridos Hermanos y Hermanas,
1. Nos disponemos a recorrer de nuevo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las solemnes celebraciones del misterio central de la fe, el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Nos preparamos para vivir el tiempo apropiado que la Iglesia ofrece a los creyentes para meditar sobre la obra de la salvación realizada por el Señor en la Cruz. El designio salvífico del Padre celeste se ha cumplido en la entrega libre y total del Hijo unigénito a los hombres. “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”, dice Jesús (cf.Jn 10, 18), resaltando que Él sacrifica su propia vida, de manera voluntaria, por la salvación del mundo. Como confirmación de don tan grande de amor, el Redentor añade: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”(Jn 15, 13).
La Cuaresma, que es una ocasión providencial de conversión, nos ayuda a contemplar este estupendo misterio de amor. Es como un retorno a las raíces de la fe, porque meditando sobre el don de gracia inconmensurable que es la Redención, nos damos cuenta de que todo ha sido dado por amorosa iniciativa divina. Precisamente para meditar sobre este aspecto del misterio salvífico, he elegido como tema del Mensaje cuaresmal de este año las palabras del Señor: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis”(Mt 10, 8).
2. Dios nos ha dado libremente a su Hijo: ¿quién ha podido o puede merecer un privilegio semejante? San Pablo dice: “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios y son justificados por el don de su gracia” (Rm 3, 23-24). Dios nos ha amado con infinita misericordia, sin detenerse ante la condición de grave ruptura ocasionada por el pecado en la persona humana. Se ha inclinado con benevolencia sobre nuestra enfermedad, haciendo de ella la ocasión para una nueva y más maravillosa efusión de su amor. La Iglesia no deja de proclamar este misterio de infinita bondad, exaltando la libre elección divina y su deseo de no de condenar, sino de admitir de nuevo al hombre a la comunión consigo.
“Gratis lo recibisteis; dadlo gratis”. Que estas palabras del Evangelio resuenen en el corazón de toda comunidad cristiana en la peregrinación penitencial hacia la Pascua. Que la Cuaresma, llamando la atención sobre el misterio de la muerte y resurrección del Dios, lleve a todo cristiano a asombrarse profundamente ante la grandeza de semejante don. ¡Sí! Gratis hemos recibido. ¿Acaso no está toda nuestra existencia marcada por la benevolencia de Dios? Es un don el florecer de la vida y su prodigioso desarrollo. Precisamente por ser un don, la existencia no puede ser considerada una posesión o una propiedad privada, por más que las posibilidades que hoy tenemos de mejorar la calidad de vida podrían hacernos pensar que el hombre es su “dueño”. Efectivamente, las conquistas de la medicina y la biotecnología pueden en ocasione inducir al hombre a creerse creador de sí mismo y a caer en la tentación de manipular “el árbol de la vida” (Gn 3, 24).
Conviene recordar también a este propósito que no todo lo que es técnicamente posible es también moralmente lícito. Aunque resulte admirable el esfuerzo de la ciencia para asegurar una calidad de vida más conforme a la dignidad del hombre, eso nunca debe hacer olvidar que la vida humana es un don, y que sigue teniendo valor aún cuando esté sometida a sufrimientos o limitaciones. Es don que siempre se ha de acoger: recibido gratis y gratuitamente puesto al servicio de los demás.
3. La Cuaresma, proponiendo de nuevo el ejemplo de Cristo que se inmola por nosotros en el Calvario, nos ayuda de manera especial a entender que la vida ha sido redimida en Él. Por medio del Espíritu Santo, Él renueva nuestra vida y nos hace partícipes de esa misma vida divina que nos introduce en la intimidad de Dios y nos hace experimentar su amor por nosotros. Se trata de un regalo sublime, que el cristiano no puede dejar de proclamar con alegría. San Juan escribe en su Evangelio: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Esta vida, que se nos ha comunicado con el Bautismo, hemos de alimentarla continuamente con una respuesta fiel, individual y comunitaria, mediante la oración, la celebración de los Sacramentos y el testimonio evangélico.
En efecto, habiendo recibido gratis la vida, debemos, por nuestra parte, darla a los hermanos de manera gratuita. Así lo pide Jesús a los discípulos, al enviarles como testigos suyos en el mundo: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis”. Y el primer don que hemos de dar es el de una vida santa, que dé testimoniodel amor gratuito de Dios. Que el itinerario cuaresmal sea por todos los creyentes una llamada constante a profundizar en esta peculiar vocación nuestra. Como creyentes, hemos de abrirnos a una existencia que se distinga por la “gratuidad”, entregándonos a nosotros mismos, sin reservas, a Dios y al próximo.
4. “¿Qué tienes– advierte san Pablo – que no lo hayas recibido?(1 Co 4, 7). Amar a los hermanos, dedicarse a ellos, es una exigencia que proviene de esta constatación. Cuanto mayor es la necesidad de los otros, más urgente es para el creyente la tarea de serviles. ¿Acaso no permite Dios que haya condiciones de necesidad para que, ayudando a los demás, aprendamos a liberarnos de nuestro egoísmo y a vivir el auténtico amor evangélico? Las palabras de Jesús son muy claras: “si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?”(Mt 5, 46). El mundo valora las relaciones con los otros en función del interés y el provecho propio, dando lugar a una visión egocéntrica de la existencia, en la que demasiado a menudo no queda lugar para los pobres y los débiles. Por el contrario, toda persona, incluso la menos dotada, ha de ser acogida y amada por sí misma, más allá de sus cualidades y defectos. Más aún, cuanto mayor es la dificultad en que se encuentra, más ha de ser objeto de nuestro amor concreto. Éste es el amor del que la Iglesia da testimonio a través de innumerables instituciones, haciéndose cargo de enfermos, marginados, pobres y oprimidos. De este modo, los cristianos se convierten en apóstoles de esperanza y constructores de la civilización del amor.
Es muy significativo que Jesús pronuncie las palabras: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis”, precisamente antes de enviar a los apóstoles a difundir el Evangelio de la salvación, el primero y principal don que Él ha dado a la humanidad. Él quiere que su Reino, ya cercano (cf. Mt 10, 5ss), se propague mediante gestos de amor gratuito por parte de sus discípulos. Así hicieron los apóstoles en el comienzo del cristianismo, y quienes los encontraban, los reconocían como portadores de un mensaje más grande de ellos mismos. Como entonces, también hoy el bien realizado por los creyentes se convierte en un signo y, con frecuencia, en una invitación a creer. También cuando el cristiano se hace cargo de las necesidades del prójimo, como en el caso del buen samaritano, nunca se trata de una ayuda meramente material. Es también anuncio del Reino, que comunica el pleno sentido de la vida, de la esperanza, del amor.
5. ¡Queridos Hermanos y Hermanas! Que sea éste el estilo con el que nos preparamos a vivir la Cuaresma: la generosidad efectiva hacia los hermanos más pobres. Abriéndoles el corazón, nos hacemos cada vez más conscientes de que nuestra entrega a los demás es una respuesta a los numerosos dones que Dios continúa haciéndonos.Gratis lo hemos recibido, ¡démoslo gratis!
¿Qué momento más oportuno que el tiempo de Cuaresma para dar este testimonio de gratuidad que tanto necesita el mundo? El mismo amor que Dios nos tiene lleva en sí mismo la llamada a darnos, por nuestra parte, gratuitamente a los otros. Doy las gracias a todos los que -laicos, religiosos, sacerdotes- dan este testimonio de caridad en cada rincón del mundo. Que sea así para cada cristiano, en cualquier situación en que se encuentre.
Que María, la Virgen y Madre del buen Amor y de la Esperanza, sea guía y sustento en este itinerario cuaresmal. Aseguro a todos, con afecto, mis oraciones, a la vez que les imparto complacido, especialmente a los que trabajan cotidianamente en las múltiples fronteras de la caridad, una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 4 de octubre de 2001, fiesta de San Francisco de Asís.
JOANNES PAULUS II
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
2003
Queridos hermanos y hermanas:
1. La Cuaresma, tiempo" fuerte" de oración, ayuno y atención a los necesitados, ofrece a todo cristiano la posibilidad de prepararse a la Pascua haciendo un serio discernimiento de la propia vida, confrontándose de manera especial con la Palabra de Dios, que ilumina el itinerario cotidiano de los creyentes.
Este año, como guía para la reflexión cuaresmal, quisiera proponer aquella frase de los Hechos de los Apóstoles: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir” (20,35). No se trata de un simple llamamiento moral, ni de un mandato que llega al hombre desde fuera. La inclinación a dar está radicada en lo más hondo del corazón humano: toda persona siente el deseo de ponerse en contacto con los otros, y se realiza plenamente cuando se da libremente a los demás.
2. Nuestra época está influenciada, lamentablemente, por una mentalidad particularmente sensible a las tentaciones del egoísmo, siempre dispuesto a resurgir en el ánimo humano. Tanto en el ámbito social, como en el de los medios de comunicación, la persona está a menudo acosada por mensajes que insistente, abierta o solapadamente, exaltan la cultura de lo efímero y lo hedonístico. Aun cuando no falta una atención a los otros en las calamidades ambientales, las guerras u otras emergencias, generalmente no es fácil desarrollar una cultura de la solidaridad. El espíritu del mundo altera la tendencia interior a darse a los demás desinteresadamente, e impulsa a satisfacer los propios intereses particulares. Se incentiva cada vez más el deseo de acumular bienes. Sin duda, es natural y justo que cada uno, a través del empleo de sus cualidades personales y del propio trabajo, se esfuerce por conseguir aquello que necesita para vivir, pero el afán desmedido de posesión impide a la criatura humana abrirse al Creador y a sus semejantes. ¡Cómo son válidas en toda época las palabras de Pablo a Timoteo: “el afán de dinero es, en efecto, la raíz de todos los males, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores”, (1 Tm 6,10).
La explotación del hombre, la indiferencia por el sufrimiento ajeno, la violación de las normas morales, son sólo algunos de los frutos del ansia de lucro. Frente al triste espectáculo de la pobreza permanente que afecta a gran parte de la población mundial, ¿cómo no reconocer que la búsqueda de ganancias a toda costa y la falta de una activa y responsable atención al bien común llevan a concentrar en manos de unos pocos gran cantidad de recursos, mientras que el resto de la humanidad sufre la miseria y el abandono?
Apelando a los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad, quisiera reafirmar un principio en sí mismo obvio aunque frecuentemente incumplido: es necesario buscar no el bien de un círculo privilegiado de pocos, sino la mejoría de las condiciones de vida de todos. Sólo sobre este fundamento se podrá construir un orden internacional realmente marcado por la justicia y solidaridad, como es deseo de todos.
3. “Hay mayor felicidad en dar que en recibir”. El creyente experimenta una profunda satisfacción siguiendo la llamada interior de darse a los otros sin esperar nada.
El esfuerzo del cristiano por promover la justicia, su compromiso de defender a los más débiles, su acción humanitaria para procurar el pan a quién carece de él, por curar a los enfermos y prestar ayuda en las diversas emergencias y necesidades, se alimenta del particular e inagotable tesoro de amor que es la entrega total de Jesús al Padre. El creyente se siente impulsado a seguir las huellas de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre que, en la perfecta adhesión a la voluntad del Padre, se despojó y humilló a sí mismo, (cf. Flp 2,6 ss), entregándose a nosotros con un amor desinteresado y total, hasta morir en la cruz. Desde el Calvario se difunde de modo elocuente el mensaje del amor trinitario a los seres humanos de toda época y lugar.
San Agustín observa que sólo Dios, el Sumo Bien, es capaz de vencer las miserias del mundo. Por tanto, de la misericordia y el amor al prójimo debe brotar una relación viva con Dios y hacer constante referencia a Él, ya que nuestra alegría reside en estar cerca de Cristo (cf. De civitate Dei, Lib. 10, cap. 6; CCL 39, 1351 ss).
4. El Hijo de Dios nos ha amado primero, “siendo nosotros todavía pecadores”, (Rm 5,8), sin pretender nada, sin imponernos ninguna condición a priori. Frente a esta constatación, ¿cómo no ver en la Cuaresma la ocasión propicia para hacer opciones decididas de altruismo y generosidad? Como medios para combatir el desmedido apego al dinero, este tiempo propone la práctica eficaz del ayuno y la limosna. Privarse no sólo de lo superfluo, sino también de algo más, para distribuirlo a quien vive en necesidad, contribuye a la negación de sí mismo, sin la cual no hay auténtica praxis de vida cristiana. Nutriéndose con una oración incesante, el bautizado demuestra, además, la prioridad efectiva que Dios tiene en la propia vida.
Es el amor de Dios infundido en nuestros corazones el que tiene que inspirar y transformar nuestro ser y nuestro obrar. El cristiano no debe hacerse la ilusión de buscar el verdadero bien de los hermanos, si no vive la caridad de Cristo. Aunque lograra mejorar factores sociales o políticos importantes, cualquier resultado sería efímero sin la caridad. La misma posibilidad de darse a los demás es un don y procede de la gracia de Dios. Cómo san Pablo enseña,“Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece”(Flp 2,13).
5. Al hombre de hoy, a menudo insatisfecho por una existencia vacía y fugaz, y en búsqueda de la alegría y el amor auténticos, Cristo le propone su propio ejemplo, invitándolo a seguirlo. Pide a quién le escucha que desgaste su vida por los hermanos. De tal dedicación surge la realización plena de sí mismo y el gozo, como lo demuestra el ejemplo elocuente de aquellos hombres y mujeres que, dejando sus seguridades, no han titubeado en poner en juego la propia vida como misioneros en muchas partes del mundo. Lo atestigua la decisión de aquellos jóvenes que, animados por la fe, han abrazado la vocación sacerdotal o religiosa para ponerse al servicio de la “salvación de Dios”. Lo verifica el creciente número de voluntarios, que con inmediata disponibilidad se dedican a los pobres, a los ancianos, a los enfermos y a cuantos viven en situación de necesidad.
Recientemente se ha asistido a una loable competición de solidaridad con las víctimas de los aluviones en Europa, del terremoto en América Latina y en Italia, de las epidemias en África, de las erupciones volcánicas en Filipinas, sin olvidar otras zonas del mundo ensangrentadas por el odio o la guerra.
En estas circunstancias los medios de comunicación social desarrollan un significativo servicio, haciendo más directa la participación y más viva la disponibilidad para ayudar a quién se encuentra en el sufrimiento y la dificultad. A veces no es el imperativo cristiano del amor lo que motiva la intervención en favor de los demás, sino una compasión natural. Pero quien asiste al necesitado goza siempre de la benevolencia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles se lee que la discípula Tabita se salvó porque hizo bien al prójimo (cf. 9,36 ss). El centurión Cornelio alcanzó la vida eterna por su generosidad (cf. ibíd 10,1-31).
Para los “alejados”, el servicio a los pobres puede ser un camino providencial para encontrarse con Cristo, porque el Señor recompensa con creces cada don hecho al prójimo (cf. Mt 25,40).
Deseo de corazón que la Cuaresma sea para los creyentes un período propicio para difundir y testimoniar el Evangelio de la caridad en todo lugar, ya que la vocación a la caridad representa el corazón de toda auténtica evangelización. Para ello invoco la intercesión de María, Madre de la Iglesia. Que Ella nos acompañe en el itinerario cuaresmal. Con estos sentimientos bendigo a todos con afecto.
Vaticano, 7 de enero de 2003
JOANNES PAULUS II
Mensaje del Papa
Juan Pablo II
Para la Cuaresma de
2004
Queridos hermanos y hermanas:
1. Con el sugestivo rito de la imposición de la Ceniza, inicia el tiempo de la Cuaresma, durante el cual la liturgia renueva en los creyentes el llamamiento a una conversión radical, confiando en la misericordia divina.
El tema de este año - “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5) - ofrece la oportunidad de reflexionar sobre la condición de los niños, que también hoy en día el Señor llama a estar a su lado y los presenta como ejemplo a todos aquellos que quieren ser sus discípulos. Las palabras de Jesús son una exhortación a examinar cómo son tratados los niños en nuestras familias, en la sociedad civil y en la Iglesia. Asimismo, son un estímulo para descubrir la sencillez y la confianza que el creyente debe desarrollar, imitando al Hijo de Dios, el cual ha compartido la misma suerte de los pequeños y de los pobres. A este propósito, Santa Clara de Asís solía decir que Jesús, “pobre fue acostado en un pesebre, pobre vivió en el siglo y desnudo permaneció en el patíbulo” (Testamento, Fuentes Franciscanas, n. 2841).
Jesús amó a los niños y fueron sus predilectos “por su sencillez, su alegría de vivir, su espontaneidad y su fe llena de asombro” (Ángelus, 18.12.1994). Ésta es la razón por la cual el Señor quiere que la comunidad les abra el corazón y los acoja como si fueran Él mismo: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5). Junto a los niños, el Señor sitúa a los “hermanos más pequeños”, esto es, los pobres, los necesitados, los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados. Acogerlos y amarlos, o bien tratarlos con indiferencia y rechazarlos, es como si se hiciera lo mismo con Él, ya que Él se hace presente de manera singular en ellos.
2. El Evangelio narra la infancia de Jesús en la humilde casa de Nazareth, en la que, sujeto a sus padres, “progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52). Al hacerse niño, quiso compartir la experiencia humana. “Se despojó de sí mismo – escribe el Apóstol San Pablo –, tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,7-8). Cuando a la edad de doce años se quedó en el templo de Jerusalén, mientras sus padres le buscaban angustiados, les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2,49). Ciertamente, toda su existencia estuvo marcada por una fiel y filial sumisión al Padre celestial. “Mi alimento – decía – es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).
En los años de su vida pública, repitió con insistencia que solamente aquellos que se hubiesen hecho como niños podrían entrar en el Reino de los Cielos (cf. Mt 18,3; Mc 10,15; Lc 18,17; Jn 3,3). En sus palabras, el niño se convierte en la imagen elocuente del discípulo llamado a seguir al Maestro divino con la docilidad de un niño: “Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18,4).
“Convertirse” en pequeños y “acoger” a los pequeños son dos aspectos de una única enseñanza, que el Señor renueva a sus discípulos en nuestro tiempo. Sólo aquél que se hace “pequeño” es capaz de acoger con amor a los hermanos más “pequeños”.
3. Muchos son los creyentes que buscan seguir con fidelidad estas enseñanzas del Señor. Quisiera recordar a los padres que no dudan en tener una familia numerosa, a las madres y padres que en vez de considerar prioritaria la búsqueda del éxito profesional y la carrera, se preocupan por transmitir a los hijos aquellos valores humanos y religiosos que dan el verdadero sentido a la existencia.
Pienso con grata admiración en todos los que se hacen cargo de la formación de la infancia en dificultad, y alivian los sufrimientos de los niños y de sus familiares causados por los conflictos y la violencia, por la falta de alimentos y de agua, por la emigración forzada y por tantas injusticias existentes en el mundo.
Junto a toda esta generosidad, debemos señalar también el egoísmo de quienes no “acogen” a los niños. Hay menores profundamente heridos por la violencia de los adultos: abusos sexuales, instigación a la prostitución, al tráfico y uso de drogas, niños obligados a trabajar, enrolados para combatir, inocentes marcados para siempre por la disgregación familiar, niños pequeños víctimas del infame tráfico de órganos y personas. ¿Y qué decir de la tragedia del SIDA, con sus terribles repercusiones en África? De hecho, se habla de millones de personas azotadas por este flagelo, y de éstas, tantísimas contagiadas desde el nacimiento. La humanidad no puede cerrar los ojos ante un drama tan alarmante.
4. ¿Qué mal han cometido estos niños para merecer tanta desdicha? Desde una perspectiva humana no es sencillo, es más, resulta imposible responder a esta pregunta inquietante. Solamente la fe nos ayuda a penetrar en este profundo abismo de dolor.
Haciéndose “obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8), Jesús ha asumido el sufrimiento humano y lo ha iluminado con la luz esplendorosa de la resurrección. Con su muerte, ha vencido para siempre la muerte.
Durante la Cuaresma nos preparamos a revivir el Misterio Pascual, que inunda de esperanza toda nuestra vida, incluso en sus aspectos más complejos y dolorosos. La Semana Santa nos presentará nuevamente este misterio de la salvación a través de los sugestivos ritos del Triduo Pascual.
Queridos hermanos y hermanas, iniciemos con confianza el itinerario cuaresmal, animados por una más intensa oración, penitencia y atención a los necesitados. Que la Cuaresma sea ocasión útil para dedicar mayores cuidados a los niños en el propio ambiente familiar y social: ellos son el futuro de la humanidad.
5. Con la sencillez típica de los niños nos dirigimos a Dios llamándolo, como Jesús nos ha enseñado, “Abbá”, Padre, en la oración del Padrenuestro
¡Padre nuestro! Repitamos con frecuencia a lo largo de la Cuaresma esta oración; repitámosla con profunda devoción. Llamando a Dios Padre nuestro, nos daremos cuenta de que somos hijos suyos y nos sentiremos hermanos entre nosotros. De esta manera, nos resultará más fácil abrir el corazón a los pequeños, siguiendo la invitación de Jesús: “El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5).
Con estos deseos, invoco sobre cada uno de vosotros la bendición de Dios por intercesión de María, Madre del Verbo de Dios hecho hombre y Madre de toda la humanidad.
Vaticano, 8 de diciembre de 2003
JOANNES PAULUS PP II
Mensaje del Santo Padre
Juan Pablo II
Para la Cuaresma 2005
¡Queridos Hermanos y Hermanas!
1. Cada año, la Cuaresma nos propone un tiempo propicio para intensificar la oración y la penitencia y para abrir el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina. Ella nos invita a recorrer un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el gran misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, ante todo mediante la escucha asidua de la Palabra de Dios y la práctica más intensa de la mortificación, gracias a la cual podemos ayudar con mayor generosidad al prójimo necesitado.
Es mi deseo proponer este año a vuestra atención, amados Hermanos y Hermanas, un tema de gran actualidad, ilustrado apropiadamente por estos versículos del libro del Deuteronomio: “En Él está tu vida, así como la prolongación de tus días” (Dt 30,20). Son palabras que Moisés dirige al pueblo invitándolo a estrechar la alianza con el Señor en el país de Moab, “Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él” (Dt 30, 19-20). La fidelidad a esta alianza divina, constituye para Israel una garantía de futuro, “mientras habites en la tierra que el Señor juró dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob” (Dt 30,20). Llegar a la edad madura es, en la visual bíblica, signo de la bendición y de la benevolencia del Altísimo. La longevidad se presenta de este modo, como un especial don divino.
Desearía que durante la Cuaresma pudiéramos reflexionar sobre este tema. Ello nos ayudará a alcanzar una mayor comprensión de la función que las personas ancianas están llamadas a ejercer en la sociedad y en la Iglesia, y, de este modo, disponer también nuestro espíritu a la afectuosa acogida que a éstos se debe. En la sociedad moderna, gracias a la contribución de la ciencia y de la medicina, estamos asistiendo a una prolongación de la vida humana y a un consiguiente incremento del número de las personas ancianas. Todo ello solicita una atención más específica al mundo de la llamada "tercera edad”, con el fin de ayudar a estas personas a vivir sus grandes potencialidades con mayor plenitud, poniéndolas al servicio de toda la comunidad. El cuidado de las personas ancianas, sobre todo cuando atraviesan momentos difíciles, debe estar en el centro de interés de todos los fieles, especialmente de las comunidades eclesiales de las sociedades occidentales, donde dicha realidad se encuentra presente en modo particular.
2. La vida del hombre es un don precioso que hay que amar y defender en cada fase. El mandamiento "No matarás", exige siempre el respeto y la promoción de la vida, desde su principio hasta su ocaso natural. Es un mandamiento que no pierde su vigencia ante la presencia de las enfermedades, y cuando el debilitamiento de las fuerzas reduce la autonomía del ser humano. Si el envejecimiento, con sus inevitables condicionamientos, es acogido serenamente a la luz de la fe, puede convertirse en una ocasión maravillosa para comprender y vivir el misterio de la Cruz, que da un sentido completo a la existencia humana.
Es en esta perspectiva que el anciano necesita ser comprendido y ayudado. Deseo expresar mi estima a cuantos trabajan con denuedo por afrontar estas exigencias y os exhorto a todos, amadísimos hermanos y hermanas, a aprovechar esta Cuaresma para ofrecer también vuestra generosa contribución personal. Vuestra ayuda permitirá a muchos ancianos que no se sientan un peso para la comunidad o, incluso, para sus propias familias, y evitará que vivan en una situación de soledad, que los expone fácilmente a la tentación de encerrarse en sí mismos y al desánimo.
Hay que hacer crecer en la opinión pública la conciencia de que los ancianos constituyen, en todo caso, un gran valor que debe ser debidamente apreciado y acogido. Deben ser incrementadas, por tanto, las ayudas económicas y las iniciativas legislativas que eviten su exclusión de la vida social. Es justo señalar que, en las últimas décadas, la sociedad está prestando mayor atención a sus exigencias, y que la medicina ha desarrollado terapias paliativas que, con una visión integral del ser humano, resultan particularmente beneficiosas para los enfermos.
3. El mayor tiempo a disposición en esta fase de la existencia, brinda a las personas ancianas la oportunidad de afrontar interrogantes existenciales, que quizás habían sido descuidados anteriormente por la prioridad que se otorgaba a cuestiones consideradas más apremiantes. La conciencia de la cercanía de la meta final, induce al anciano a concentrarse en lo esencial, en aquello que el paso de los años no destruye.
Es precisamente por esta condición, que el anciano puede desarrollar una gran función en la sociedad. Si es cierto que el hombre vive de la herencia de quien le ha precedido, y su futuro depende de manera determinante de cómo le han sido transmitidos los valores de la cultura del pueblo al que pertenece, la sabiduría y la experiencia de los ancianos pueden iluminar el camino del hombre en la vía del progreso hacia una forma de civilización cada vez más plena.
¡Qué importante es descubrir este recíproco enriquecimiento entre las distintas generaciones! La Cuaresma, con su fuerte llamada a la conversión y a la solidaridad, nos ayuda este año a reflexionar sobre estos importantes temas que atañen a todos. ¿Qué sucedería si el Pueblo de Dios cediera a una cierta mentalidad actual que considera casi inútiles a estos hermanos nuestros, cuando merman sus capacidades por los achaques de la edad o de la enfermedad? ¡Qué diferentes serán nuestras comunidades si, a partir de la familia, trataremos de mantenernos siempre con actitud abierta y acogedora hacia ellos!
4. Queridos Hermanos y Hermanas, durante la Cuaresma, ayudados por la Palabra de Dios, meditemos cuán importante es que cada comunidad acompañe con comprensión y con cariño a aquellos hermanos y hermanas que envejecen. Además, todos debemos acostumbrarnos a pensar con confianza en el misterio de la muerte, para que el encuentro definitivo con Dios acontezca en un clima de paz interior, en la certeza que nos acogerá Aquel "que me ha tejido en el vientre de mi madre" (Sal 139,13b), y nos ha creado "a su imagen y semejanza" (Gn l, 26).
María, nuestra guía en el itinerario cuaresmal, conduzca a todos los creyentes, especialmente a las personas ancianas, a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo muerto y resucitado, razón última de nuestra existencia. Ella, la fiel sierva de su divino Hijo, junto a Santa Ana y a San Joaquín, intercedan por cada uno de nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte."
Con afecto os imparto mi Bendición.
Vaticano, 8 de septiembre de 2004
IOANNES PAULUS PP II
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