del Santo Padre Benedicto XVI
«Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36)
Amadísimos hermanos y hermanas:
La
Cuaresma es el tiempo privilegiado de la peregrinación interior hacia Aquél que
es la fuente de la misericordia. Es una peregrinación en la que Él mismo nos
acompaña a través del desierto de nuestra pobreza, sosteniéndonos en el camino
hacia la alegría intensa de la Pascua. Incluso en el «valle oscuro» del que
habla el salmista (Sal 23,4), mientras el tentador nos mueve a
desesperarnos o a confiar de manera ilusoria en nuestras propias fuerzas, Dios
nos guarda y nos sostiene. Efectivamente, hoy el Señor escucha también el grito
de las multitudes hambrientas de alegría, de paz y de amor. Como en todas las
épocas, se sienten abandonadas. Sin embargo, en la desolación de la miseria, de
la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan sin distinción a
ancianos, adultos y niños, Dios no
permite que predomine la oscuridad del horror. En efecto, como escribió mi
amado predecesor Juan Pablo II, hay un «límite impuesto al mal por el bien
divino», y es la misericordia (Memoria e identidad, 29 ss.). En este
sentido he querido poner al inicio de este Mensaje la cita evangélica según la
cual «Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas» (Mt 9,36). A
este respecto deseo reflexionar sobre una cuestión muy debatida en la
actualidad: el problema del desarrollo. La «mirada» conmovida de Cristo se
detiene también hoy sobre los hombres y los pueblos, puesto que por el
«proyecto» divino todos están llamados a la salvación. Jesús, ante las insidias
que se oponen a este proyecto, se compadece de las multitudes: las defiende de
los lobos, aun a costa de su vida. Con su mirada, Jesús abraza a las multitudes
y a cada uno, y los entrega al Padre, ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de
expiación.
La
Iglesia, iluminada por esta verdad pascual, es consciente de que, para promover
un desarrollo integral, es necesario que nuestra «mirada» sobre el hombre se
asemeje a la de Cristo. En efecto, de ningún modo es posible dar respuesta a
las necesidades materiales y sociales de los hombres sin colmar, sobre todo,
las profundas necesidades de su corazón. Esto debe subrayarse con mayor fuerza
en nuestra época de grandes transformaciones, en la que percibimos de manera cada
vez más viva y urgente nuestra responsabilidad ante los pobres del mundo. Ya mi
venerado predecesor, el Papa Pablo VI, identificaba los efectos del
subdesarrollo como un deterioro de humanidad. En este sentido, en la encíclica Populorum
progressio
denunciaba «las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital
y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo... las
estructuras opresoras que provienen del abuso del tener o del abuso del poder,
de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las
transacciones» (n. 21). Como antídoto contra estos males, Pablo VI no sólo
sugería «el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la
orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la
voluntad de la paz», sino también «el reconocimiento, por parte del hombre, de
los valores supremos y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin» (ib.).
En esta línea, el Papa no dudaba en proponer «especialmente, la fe, don de
Dios, acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad de la caridad
de Cristo» (ib.). Por tanto, la «mirada» de Cristo sobre la muchedumbre
nos mueve a afirmar los verdaderos contenidos de ese «humanismo pleno» que,
según el mismo Pablo VI, consiste en el «desarrollo integral de todo el hombre
y de todos los hombres» (ib., n. 42). Por eso, la primera
contribución que la Iglesia ofrece al desarrollo del hombre y de los pueblos no
se basa en medios materiales ni en soluciones técnicas, sino en el anuncio de
la verdad de Cristo, que forma las conciencias y muestra la auténtica dignidad
de la persona y del trabajo, promoviendo la creación de una cultura que responda
verdaderamente a todos los interrogantes del hombre.
Ante
los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad, la
indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo aparecen como un contraste
intolerable frente a la «mirada» de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto
con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma,
son una ocasión propicia para conformarnos con esa «mirada». Los ejemplos de
los santos y las numerosas experiencias misioneras que caracterizan la historia
de la Iglesia son indicaciones valiosas para sostener del mejor modo posible el
desarrollo. Hoy, en el contexto de la interdependencia global, se puede
constatar que ningún proyecto económico, social o político puede sustituir el
don de uno mismo a los demás en el que se expresa la caridad. Quien actúa según
esta lógica evangélica vive la fe como amistad con el Dios encarnado y, como
Él, se preocupa por las necesidades materiales y espirituales del prójimo. Lo
mira como un misterio inconmensurable, digno de infinito cuidado y atención.
Sabe que quien no da a Dios, da demasiado poco; como decía a menudo la beata
Teresa de Calcuta: «la primera pobreza de los pueblos es no conocer a Cristo».
Por esto es preciso ayudar a descubrir a Dios en el rostro misericordioso de
Cristo: sin esta perspectiva, no se construye una civilización sobre bases
sólidas.
Gracias
a hombres y mujeres obedientes al Espíritu Santo, han surgido en la Iglesia muchas obras de caridad,
dedicadas a promover el desarrollo: hospitales, universidades, escuelas de
formación profesional, pequeñas empresas. Son iniciativas que han demostrado,
mucho antes que otras actuaciones de la sociedad civil, la sincera preocupación
hacia el hombre por parte de personas movidas por el mensaje evangélico. Estas
obras indican un camino para guiar aún hoy el mundo hacia una globalización que
ponga en el centro el verdadero bien del hombre y, así, lleve a la paz
auténtica. Con la misma compasión de Jesús por las muchedumbres, la Iglesia
siente también hoy que su tarea propia consiste en pedir a quien tiene
responsabilidades políticas y ejerce el poder económico y financiero que
promueva un desarrollo basado en el respeto de la dignidad de todo hombre. Una
prueba importante de este esfuerzo será la efectiva libertad religiosa,
entendida no sólo como posibilidad de anunciar y celebrar a Cristo, sino
también de contribuir a la edificación de un mundo animado por la caridad. En
este esfuerzo se inscribe también la consideración efectiva del papel central que
los auténticos valores religiosos desempeñan en la vida del hombre, como
respuesta a sus interrogantes más profundos y como motivación ética respecto a
sus responsabilidades personales y sociales. Basándose en estos criterios, los
cristianos deben aprender a valorar también con sabiduría los programas de sus
gobernantes.
No
podemos ocultar que muchos que profesaban ser discípulos de Jesús han cometido
errores a lo largo de la historia. Con frecuencia, ante problemas graves, han
pensado que primero se debía mejorar la tierra y después pensar en el cielo. La
tentación ha sido considerar que, ante necesidades urgentes, en primer lugar se
debía actuar cambiando las estructuras externas. Para algunos, la consecuencia
de esto ha sido la transformación del cristianismo en moralismo, la sustitución
del creer por el hacer. Por eso, mi predecesor de venerada memoria, Juan Pablo
II, observó con razón: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo a
una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un
mundo fuertemente secularizado, se ha dado una “gradual secularización de la
salvación”, debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de
un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio,
nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral» (Enc. Redemptoris missio, 11).
Teniendo
en cuenta la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre, la
Cuaresma nos quiere guiar precisamente a esta salvación integral. Al dirigirnos
al divino Maestro, al convertirnos a Él, al experimentar su misericordia
gracias al sacramento de la Reconciliación, descubriremos una «mirada» que nos
escruta en lo más hondo y puede reanimar a las multitudes y a cada uno de
nosotros. Devuelve la confianza a cuantos no se cierran en el escepticismo,
abriendo ante ellos la perspectiva de la salvación eterna. Por tanto, aunque
parezca que domine el odio, el Señor no permite que falte nunca el testimonio
luminoso de su amor. A María, «fuente viva de esperanza» (Dante Alighieri, Paraíso,
XXXIII, 12), le encomiendo nuestro camino cuaresmal, para que nos lleve a su
Hijo. A ella le encomiendo, en particular, las muchedumbres que aún hoy,
probadas por la pobreza, invocan su ayuda, apoyo y comprensión. Con estos
sentimientos, imparto a todos de corazón una especial Bendición Apostólica.
Vaticano,
29 de septiembre de 2005.
BENEDICTUS PP. XVI
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.