San Antonio de Padua
ASUNCIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA
La Iglesia Ortodoxa búlgara celebra la Asunción de la Virgen María
http://bnr.bg/es/post/100726425/la-iglesia-ortodoxa-bulgara-celebra-la-asuncion-de-la-virgen-maria
La Iglesia Ortodoxa búlgara celebra la Asunción de la Virgen María
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Exordio.
La dignidad de la Virgen
gloriosa
1.‑ “Como un vaso de oro macizo
adornado con toda clase de piedras preciosas, como un olivo que se expande y
como un ciprés que se eleva hacia lo alto” (Sir 50, 10‑11).
Dice Jeremías: “Solio (trono)
de la gloria, exaltado desde el comienzo, lugar de nuestra santificación,
esperanza de Israel” (17, 12‑13). El solio, como un sólido asiento, es llamado
así del verbo “sentarse”. Solio (trono) de gloria fue la bienaventurada María,
que en todo fue sólida e íntegra. En ella tomó asiento la gloria del Padre, o
sea, el Hijo sabio o, más bien, la misma Sabiduría, cuando de ella asumió la
carne.
Dice el Salmo: “Para que la
gloria habite en nuestra tierra” (84, 10). De veras, la gloria de las alturas,
o sea, de los ángeles, habitó en tierra, o sea, en nuestra carne. La
bienaventurada María fue solio de la gloria, o sea, de Jesucristo, quien es la
gloria de las alturas, o sea, de los ángeles. Dice el Eclesiástico: “Firmamento
de la altura es su belleza, esplendor del cielo en una visión de gloria” (43,
1).
Jesucristo es “el firmamento
(sostén) de la altura”, o sea, de la sublimidad angélica, que El mismo afianzó,
mientras el ángel apóstata con sus secuaces se precipitaba. Se lee en Job:
“¿Tú, quizás, fabricaste con El los cielos, que son solidísimos como fundidos”,
o fundados, “en el bronce?” (37, 18). Como si dijera: “¿No fue, quizás, la
sabiduría del Padre que fabricó los cielos, o sea, la naturaleza angélica?”. En
efecto,” en el principio Dios creó el cielo” (Gen 1, 1). Y por cielo se entiende
tanto el continente como el contenido. “Después que los ángeles que pecaron
fueron arrastrados con las cadenas al infierno (2 Pe 2, 4), los ángeles buenos,
que permanecieron unidos al Sumo Bien, fueron confirmados en la estabilidad
como en el bronce.
En la durabilidad del bronce
está figurada la eterna estabilidad de los ángeles. Jesucristo, “firmamento de
la sublimidad angélica”, es también su belleza. A aquellos a los que consolida
con la potencia de su divinidad, los sacia con la belleza de su humanidad. Hay
también el esplendor del cielo, o sea, de todas las almas que habitan en los
cielos; y ese esplendor consiste en la visión de la gloria. Mientras contemplan
cara a cara la gloria del Padre, ellos también resplandecen de la misma gloria.
¡Miren, pues! ¡Qué grande es la dignidad de la gloriosa Virgen, que mereció ser
Madre de aquel que es “el firmamento” y “la belleza de los ángeles”, y el
esplendor de todos los santos!
2.‑ Digamos, pues: “Solio de la
gloria de la altura, desde el principio”; o sea, desde la creación del mundo,
la dichosa María fue predestinada a ser la madre de Dios con potencia, según el
Espíritu de santificación (Rom 1, 4). Por ende añade: “Lugar de nuestra
santificación y esperanza de Israel”. La santa virgen fue lugar de nuestra
santificación, o sea, del Hijo de Dios que nos santificó. El mismo dice en
Isaías: “El abeto y el boj y el pino vendrán juntos para adornar el lugar de mi
santificación; y yo glorificaré el lugar donde se posan mis pies” (60, 13).
El abeto se llama así, porque
más que los demás árboles va hacia lo alto (asonancia entre abies, abeto, y ab‑eo,
voy, subo), y simboliza a los que contemplan las cosas celestiales. El boj no
se yergue a lo alto ni tiene fruto, pero tiene un verde perenne; y simboliza a
los neo‑creyentes que conservan la fe de un perenne verdor. El pino es llamado
así por la forma aguda de sus hojas. Los antiguos llamaban “agudo” al pino. Y
simboliza a los penitentes que, conscientes de sus pecados, con la agudeza de
la contrición punzan el corazón, para hacer brotar la sangre de las lágrimas.
Todos ellos, o sea, los
contemplativos, los fieles y los penitentes, en esta solemnidad vienen a
adornar (honrar) con la devoción, con la alabanza y con la predicación a la
bienaventurada María, que fue el lugar de la santificación de Jesucristo, en la
que El mismo se santificó. Dice Juan: “Por ellos yo me santifico a mí mismo”,
de una santificación creada, “para que ellos también sean santificados en la
verdad” (17, 1 9), en mí, que en mí mismo, el Verbo, me santifico a mí mismo
como hombre, o sea, por medio de mí, el Verbo, me colmo de todos los bienes.
“Y glorificaré el lugar de mis
pies”. Los pies del Señor significan su humanidad. Por esto Moisés dice.‑ “Los
que se acercan a sus pies, acogerán su doctrina” (Dt 33, 3). Nadie puede
acercarse a los pies del Señor, si antes, como manda el Éxodo, “no desata sus
sandalias” (3, 5); o sea, no se quita las obras muertas de sus pies, o sea, de
los afectos de su mente. Acércate, pues, con los pies desnudos, y acogerás su
doctrina. Dice Isaías: “¿A quién enseñará la ciencia y a quién le hará
comprender lo que oye? A los niños destetados, que acaban de dejar el pecho”
(28, 9). El que se aleja de la leche de la mundana concupiscencia y se separa
de las mamas de la gula y de la lujuria, merecerá ser amaestrado en la ciencia
divina en la vida presente y oír en la vida futura: “¡Vengan, benditos de mi
Padre!”.
El lugar de los pies del Señor
fue la feliz María, de la que asumió la humanidad; y hoy glorificó este
“lugar”, porque la exaltó por encima de los coros de los ángeles. Por esto
comprendes claramente que la bienaventurada Virgen fue elevada al cielo también
con el cuerpo, que fue el “lugar” de los pies del Señor. Se lee en el Salmo:
“Levántate, Señor, y entra en el lugar de tu reposo: tú y el arca de tu
santificación” (131, 8). Se levantó el Señor, cuando subió a la derecha del
Padre. Se levantó también el arca de su santificación, cuando en este día la
Virgen Madre fue asumida a la gloria celestial.
En el Génesis está escrito que
el arca se detuvo sobre los montes de Armenia. Armenia se interpreta “monte
separado”, y simboliza la naturaleza angélica, que se llama “monte” en relación
con los ángeles que fueron confirmados (en gracia), y “separado” en relación
con los que fueron precipitados (en el infierno). El arca del verdadero Noé,
que “nos hizo descansar de nuestras fatigas, en la tierra maldecida por el
Señor” (Gen 5, 29), se detuvo en este día sobre los montes de la Armenia, o
sea, por encima de los coros de los ángeles.
Para alabanza de la misma
Virgen, que es la expectación de Israel, o sea, del pueblo cristiano, y para
mayor lustre de una festividad tan grande, vamos a exponer la cita predicha:
“Como vaso de oro macizo, adornado con toda clase de piedras preciosas, como
olivo que se expande y como ciprés que sube a lo alto” (Sir, SO, 10‑ 11).
3.Presta atención a estos tres
elementos: el vaso, el olivo y el ciprés.
La bienaventurada María fue “un
vaso” por la humildad, “de oro” por la pobreza, “macizo” por la virginidad,
“adornado con toda clase de piedras preciosas” por los carismas y privilegios.
La concavidad del vaso lo hace adecuado para recibir lo que se le vierte; y por
ende simboliza la humildad, que acoge la gracia de las infusiones celestiales.
En cambio, el orgullo inhibe tales infusiones.
El Señor, en el Éxodo, ordenó
que en el altar se cavara una fosa, en la que se guardaran las cenizas del sacrificio
(27, 4). En la fosa de la humildad se guarda la ceniza, o sea, el recuerdo de
nuestra mortalidad. Y del penitente dice Jeremías: “Pondrá su boca en la
sepultura” (Lam 3, 29); o sea, hablará de la sepultura que seguirá a su muerte.
Se dice en el Génesis que “Abraham sepultó a Sara en una doble caverna, que
miraba hacia Mambré” (23, 19). La doble caverna es la humildad del corazón y
del cuerpo, en la que el justo debe sepultar su alma, fuera del tumulto de las
cosas seglares. Y esta humildad debe mirar hacia Mambré, que se interpreta
“transparencia”, e indica el esplendor de la vida eterna y no de la gloria
temporal. Hacia ella miró la humildad de la bienaventurada virgen; y por esto
mereció “ser mirada” (Lc 1, 48).
Y como la humildad se conserva
con la pobreza, por eso se dice vaso “de oro”. Y con razón la pobreza es
llamada “oro”, porque vuelve ricos y esplendentes a los que la poseen. Donde
hay la verdadera pobreza, allí hay lo que es suficiente; en cambio, donde hay
abundancia, allí hay indigencia. Por esto dice el filósofo Walther: “Raramente
hay un daño que no venga de la abundancia”. Y Séneca: “No considero pobre aquel
a quien basta lo poco que le sobra”.
Dice Bernardo: “En el cielo
había abundancia de todas las cosas; sólo faltaba la pobreza. En cambio, la
pobreza abundaba en la tierra; pero el hombre no conocía su valor. Vino, pues,
el Hijo de Dios a buscarla, para hacerla preciosa con su aprecio”. De este oro
se dice en el Génesis que “en la tierra de Hevilá nace el oro, y el oro de esa
tierra es óptimo” (2, 11‑12). Hevilá se interpreta “parturienta”; y es figura
de la dichosa Virgen, que dio a luz al Hijo de Dios y lo envolvió con los
pañales de la áurea pobreza.
¡Oh espléndido oro de la
pobreza! El que no te posee, aunque tuviera todo lo demás, ¡nada posee! Las
cosas temporales hinchan; e, hinchando, vacían. En la pobreza hay la alegría, y
en las riquezas la tristeza y la lamentación. Dice Salomón: “Más vale un
mendrugo seco con alegría que un novillo cebado con discordia, o una casa llena
de reses faenadas”, o con las riquezas acumuladas con violencia a daño de los
pobres. Y de nuevo: “La mente tranquila es como un perenne banquete. Más vale
poco con el temor del Señor que grandes tesoros que no sacian”. Y también: “Más
vale habitar en un país desierto ‑o sea, en la pobreza‑ que con una mujer
pendenciera y de mal genio”, o sea, en la abundancia de las cosas materiales. Y
en fin: “Más vale habitar en un rincón de la terraza”, o sea, en la humildad de
la pobreza, “que compartir la casa con una mujer peleadora” (Prov 17, 1; 15, 15‑16;
21, 19; 21, 9).
Y porque la humildad y la
pobreza de la bienaventurada María fueron adornadas con la integridad de la
virginidad, por eso el texto sagrado añade: “Vaso de oro macizo”. La feliz
Virgen fue “maciza” por la virginidad, y por eso pudo contener la Sabiduría. En
cambio, dice Salomón, “el corazón del necio es como un vaso rajado, que no
puede contener la sabiduría” (Sir 21, 17). Este vaso fue hoy adornado con toda
clase de piedras preciosas, o sea, con todo privilegio de dones celestiales.
juntó en sí los méritos de todos los santos aquella, que engendró al Creador y
al Redentor de todos.
Acerca de este vaso, adornado
con toda clase de piedras preciosas, tenemos una concordancia en el libro de
Ester, donde se dice que “cuando le tocó el turno de presentarse delante del
rey, Ester no buscó adornos femeninos y no pidió nada fuera de lo que le
indicaba Hegué, el custodio de las vírgenes. Ella era muy agraciada y de
increíble belleza; y aparecía amable y graciosa a los ojos de todos. Fue
llevada a la cámara del rey Asuero. Y el rey la amó más que a todas las demás
mujeres y puso sobre su cabeza la diadema real” (2, 15‑17). Ester se interpreta
“escondida”, Hegué “solemne” y Asuero “bienaventuranza”.
Ester es figura de la santa
Virgen María que permaneció escondida y cerrada por todas partes; y el ángel
mismo la halló en un escondrijo.
Hegué, custodio de las
vírgenes, es figura de Jesucristo. Conviene que a las vírgenes sea asignado tal
custodio, que es solemne y es eunuco: solemne y festivo, para no contristar a
los pusilánimes; y eunuco, para no ofender la integridad de las vírgenes, sino
para custodiarla. Y está bien que estas dos cualidades estén juntas, porque a
menudo sucede que el afecto se desvanece con la excesiva alegría, o que el
casto afecto se acompañe a una exagerada severidad.
Cristo tuvo en sumo grado ambas
cualidades, y por eso resulta el más perfecto custodio de las vírgenes. Como
Hegué, salió alegremente al encuentro de las mujeres, diciéndoles: “¡Salud a
ustedes!” (Mt 28, 9). Pero hizo esto sólo después de la resurrección, cuando su
cuerpo ya era inmortal. Antes, fue tan reservado que no se lee que haya
saludado a mujeres. “También los apóstoles, como dice Juan, se maravillaron que
hablara con una mujer” (4, 27).
Este Custodio (Cristo) adornó a
nuestra Ester, o sea, a la bienaventurada Virgen tanto más ricamente en cuanto
ella para nada buscó adornos femeninos. Tampoco quiso tenerse a sí misma ni a
algún otro como “adornador”, sino que totalmente se confió a la voluntad del
Custodio, quien la adornó de modo tan sublime, que hoy ella es exaltada por
encima de los ángeles.
Esta nuestra Ester fue muy
agraciada, cuando la saludó el ángel; fue de increíble belleza, cuando
sobrevino el Espíritu Santo; y fue amable y graciosa a los ojos de todos,
cuando concibió al Hijo de Dios.
Después de haber concebido al
Hijo de Dios, su rostro llegó a ser tan esplendente por el fulgor de la gracia,
que ni el mismo José podía fijar la mirada en ella. Y no debemos asombrarnos. Si
los hijos de Israel no podían fijar sus ojos en el rostro de Moisés, por el
esplendor de ese rostro, aunque fuera efímero (2Cor 3, 7); dice también el
Éxodo: “Aarón y los israelitas, al ver tan radiante el rostro de Moisés,
después de haber conversado con el Señor, tuvieron miedo de acercarse a él”
(34, 29‑30); tanto menos José se atrevía a acercarse y a fijar la mirada en el
rostro de la Virgen gloriosa, esplendente por los rayos del verdadero Sol, que
llevaba en el seno. En efecto, el verdadero Sol estaba como cubierto por una
nube, y a través de los ojos y del rostro de su Madre despedía rayos de áureo
fulgor.
Este rostro está embellecido
con todas las gracias y es estupendo a los ojos de los ángeles. Ellos desean
fijar su mirada en ese rostro, porque brilla como el sol, cuando resplandece en
todo su fulgor. Y la feliz Virgen es amable y graciosa a todo el mundo; y por
eso fue digna de acoger al Salvador.
Esta nuestra Ester, hoy, es
llevada por las manos de los ángeles hasta la cámara del rey Asuero, o sea,
hasta el etéreo tálamo, en el cual sobre un trono de estrellas está sentado el
Rey de los reyes, la bienaventuranza de los ángeles, Jesucristo, que amó a la
Virgen gloriosa más que a todas las mujeres y de la que tomó carne humana. Y
ella, delante de El, halló gracia y misericordia por encima de todas las
mujeres.
¡Oh incomparable dignidad de
María! ¡Oh inefable sublimidad de la gracia! ¡Oh inescrutable abismo de
misericordia! ¿Cuándo, pues, a un ángel o a un hombre les fueron dadas o les
serán dadas una gracia tan grande y una misericordia tan sublime, cuantas le
fueron dadas a la bienaventurada Virgen, a quien Dios Padre quiso que fuera la
madre de su propio Hijo, igual a sí mismo y engendrado antes de todos los
siglos? Grandísimas serían la gracia y la dignidad, si alguna pobrecilla mujer
tuviera un hijo con el emperador. A todas luces, superior a toda gracia fue la
de la bienaventurada María, que tuvo un Hijo en común con Dios Padre; y por
ende hoy mereció ser coronada en el cielo.
Y se añade: “Y puso sobre su
cabeza la corona del reino”. Dice Salomón en el Cantar de los Cantares: “Hijas
de Jerusalén, salgan y contemplen al rey Salomón con la diadema, con la que lo
coronó su madre, en el día de sus bodas” (3, 11). La dichosa María coronó al
Hijo de Dios con la diadema de la carne humana en el día de sus desposorios, o
sea, en el día de la concepción del Hijo, por la cual la naturaleza divina,
como un esposo, se unió a la naturaleza humana, como una esposa, en el tálamo
de la misma Virgen. Por eso su Hijo en este día coronó a la Madre con la
diadema de la gloria celestial.
¡Salgan, pues, y contemplen a
la Madre de Salomón con la diadema con la cual la coronó su Hijo en el día de
su Asunción! Con toda razón, pues, se dice: “Como un vaso de oro macizo, adornado
con toda clase de piedras preciosas”.
4.‑ “Como un olivo que se
expande”. El olivo es el árbol, la aceituna el fruto y el jugo el aceite. El
olivo, ante todo, produce una flor perfumada, de la que se forma la aceituna,
que antes es verde, después es rojiza y en fin llega a la madurez.
La bienaventurada Ana fue como
el olivo, del que brotó la cándida flor de incomparable perfume, o sea, la
bienaventurada María, que fue “verde” en la concepción y en la natividad del
Hijo de Dios. Se dice “verde” (viridis) en cuanto conserva la fuerza (vím). La
bienaventurada Virgen permaneció “verde” en la concepción y en la natividad del
Salvador y conservó la fuerza de la virginidad. Permaneció virgen antes del
parto y en el parto; fue roja en la pasión del Hijo, cuando “la espada traspasó
su alma” (Lc 2, 35); y llegó a la madurez hoy en la solemnidad de su asunción,
germinando, o sea, floreciendo con alegría, en la bienaventuranza de la gloria
celestial.
Por eso, compartiendo su
alegría, cantamos en el introito de la misa de hoy: “Alegrémonos todos en el
Señor En la misa se lee el evangelio: “Jesús entró en una aldea” (Lc 10,
38). Aldea se dice en latín castéllum, castillo, o castrum, fortificación, y
suena casi como casto, o que allí fue cercenada la libido. El enemigo, cuando
asalta con ímpetu la fortificación desde el exterior, impide que los habitantes
se entreguen a la molicie o sean contaminados por la lujuria. La vehemencia de
la batalla contra la fortificación elimina el estímulo de la libido.
Observa que el castillo consta
de un muro que lo circunda y de una torre en el centro. El castillo es la
bienaventurada María, que brilló con el esplendor de una castidad perfecta; y
por eso en ella entró el Señor. La muralla que la defendía, rodeando la torre,
fue la virginidad. Y la torre que defendía la muralla, fue su Y la torre se
llama así, porque es (en latín) teres, o sea, enhiesta y alta. La humildad de
la bienaventurada María fue enhiesta y alta: “enhiesta”, porque sólo miró a
aquel que a su vez “miró su humildad”; y “alta”, porque, cuando ella pronunció
las palabras de la humildad: “He aquí la esclava del Señor”, fue elegida reina
del cielo.
La Virgen María fue a la vez
“Marta” y “María”. Fue “Marta”, cuando envolvió al niño Jesús en pañales,
cuando lo recostó en el pesebre, cuando lo amamantó con su pecho lleno de
cielo, cuando con El huyó a Egipto y cuando con El regresó a la patria; y fue
“María”, cuando, como dice Lucas, “conservaba todas estas cosas y las meditaba
en su corazón” (Lc 10, 38 ...; y 2, 19).
5.‑ “Como ciprés que sube a lo
alto”. La bienaventurada María, como un ciprés, hoy se elevó más en alto que
todos los ángeles.
A este propósito tenemos una
concordancia en Ezequiel: “Sobre el firmamento, que estaba por encima de las
cabezas de los cuatro seres vivientes, apareció algo como una piedra de zafiro,
con figura de trono; y encima de esta especie de trono, en lo más alto, una
figura con semblanza de hombre” (1, 26).
En los cuatro seres vivientes
están representados todos los santos, adornados con las cuatro virtudes e
instruidos en la doctrina de los cuatro evangelios. En el firmamento están
indicados los ejércitos angélicos, confirmados por la potencia del Omnipotente.
En el trono está figurada la bienaventurada Virgen María, en la cual el Señor
se humilló, cuando de ella recibió la carne humana. El Hijo del hombre es
Jesucristo, Hijo de Dios y del hombre.
En la gloria celestial, que
está por encima de la cabeza de los cuatro seres vivientes, o sea, de todos los
santos, hay el firmamento, o sea, los ángeles y por encima de los ángeles, el
trono, o sea, la bienaventurada Virgen; y por encima del trono, el Hijo del
hombre, Jesucristo. Sobre el “trono”, consulta el sermón del V domingo después
de Pentecostés, sobre el evangelio: “La multitud se amontonaba alrededor de
Jesús Por la piedra de zafiro, consulta el sermón de la Anunciación: “Yo
soy como el rocío”.
Te suplicamos, Señora nuestra e
ínclita Madre de Dios, exaltada por encima de los coros de los ángeles, que
llenes el vaso de nuestro corazón con la gracia celestial; que nos hagas
resplandecer con el oro de la sabiduría; que nos sostengas con la potencia de
tu intercesión; que nos adornes con las preciosas piedras de tus virtudes y que
derrames sobre nosotros, oh aceituna bendita, el aceite de tu misericordia, con
el que cubras la multitud de nuestros pecados; y así merezcamos ser elevados a
las alturas de la gloria celestial y vivir eternamente dichosos con los
bienaventurados.
Dígnese concedérnoslo
Jesucristo, tu Hijo, que en este día te exaltó por encima de los coros de los
ángeles, te coronó con la diadema del reino y te colocó en el trono del eterno
esplendor. A El sean honor y gloria por los siglos eternos.
Y toda la iglesia responda:
¡Amén! ¡Aleluya!
Para saber más: