martes, 12 de diciembre de 2017

Beato Antonio Chévrier. Diciembre, día 12


Beato Antonio Chévrier




Santos Franciscanos para cada día

Fray Giulano Ferrini OFM

Fr. José Guillermo Ramírez OFM


Edizioni Porciuncula
1ª edición julio 2000
Reimpresión 2001
Diciembre, día 12


Beato Antonio Chévrier.
Sacerdote de la Orden Franciscana Seglar (1826‑1879).
Fundador de la Sociedad de los Sacerdotes del Prado.
Beatificado por Juan Pablo II el 4 de octubre de 1986.

Nació en Lión el 16 de abril de 1826 de una familia modesta. A los diecisiete años el joven Antonio sintió la llamada al ministerio sacerdotal. En el primer año de los estudios teológicos pensó seriamente ingresar en el Instituto de Misiones extranjeras de París. No logró realizar su deseo, pero el anhelo misionero permaneció en él y se manifestó concretamente en el momento de su ordenación sacerdotal, en 1850, cuando aceptó gustoso el nombramiento rechazado por otros, de vicario en la parroquia de San Andrés, en pleno barrio obrero, en medio de los pobres. Allí ejerció un apostolado fructuoso por su caridad inagotable.

La noche de Navidad de 1856, delante del pesebre, recibió la revelación de la divina pobreza y el amor de Navidad, y desde entonces, como perfecto imitador de San Francisco de Asís, vivió una vida cada vez más pobre. Alentado por el santo Cura de Ars aceptó en 1857 el oficio de director espiritual de la “Ciudad del Niño Jesús”, una obra fundada en Lión para niños pobres, que se proponía sobre todo la preparación de los niños para la primera comunión y la acogida de niños abandonados. En 1859 decidió fundar una obra suya en favor de los muchachos marginados. Con la ayuda de Fray Pedro Louat y de Sor Amelia y Sor María compró un gran salón de baile, situado cerca de la parroquia de San Andrés en Lión, que se llamaba “Prado” y que fue el centro de sus obras asistenciales.

A la obra para los muchachos añadió pronto una escuela para clérigos de la cual salieron los sacerdotes que formaron la “Sociedad de los Sacerdotes del Prado”. Antonio Chévrier está ciertamente entre los primeros en tomar conciencia de la apostasía de las masas y del riesgo que corría el sacerdote permaneciendo lejos de los pobres. Por eso quiso “sacerdotes pobres entre los pobres”, verdaderos testigos de Cristo buen samaritano y, como él, solícitos sobre todo de la salvación de los hermanos.

Como los grandes apóstoles de la juventud, Antonio meditaba a menudo las palabras de Jesús (Mc 10,14): “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo prohibáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios”. “Si no os convertís y no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18,3). “El que acoge a uno de estos mis pequeños, a mí me acoge!”.

En Lión, después de un año de agudos dolores a causa de una úlcera, se durmió en la paz de los santos el 2 de octubre de 1879, a los 53 años. Fue beatificado por Juan Pablo II durante su peregrinación apostólica a Lión el 4 de octubre de 1986, fiesta de nuestro Seráfico Padre, a quien tanto amó Chevrier.

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«Directorio Franciscano»
2 de octubre


BEATO ANTONIO CHEVRIER (1826-1879)
Textos de L'Osservatore Romano

La espiritualidad del P. Chevrier, sacerdote de la diócesis de Lión, que perteneció a la Tercera Orden Franciscana y fundó el Instituto del Prado, es muy afín a la de San Francisco de Asís en el amor a la pobreza, la fraternidad y la minoridad, el servicio a los más pobres y desamparados de la sociedad, como se refleja en la preciosa homilía de Juan Pablo II.

Datos biográficos del Beato Antonio Chevrier

El P. Antoine Chevrier nació en 1826 de una familia humilde. Entró en el seminario de Lión y fue ordenado sacerdote en 1850. Inmediatamente fue destinado como vicario de Saint-André de la Guillotière, barriada de Lión. En Navidad de 1856, año de las catastróficas inundaciones de Lión, el P. Chevrier sintió la llamada a compartir la situación de los desheredados. En 1857 se hizo capellán de la «Ciudad del Niño Jesús», fundada por el seglar Camille Rambaud, ministerio que ejerce en la mayor pobreza junto con diversos colaboradores. En 1860 alquila un salón de baile de mala fama, llamado del Prado, donde establece la «Providencia del Prado», alojamiento para niños y adolescentes pobres, que reciben asistencia material y educación cristiana. En 1867 es nombrado párroco de Moulin-à-Vent, a 3 kilómetros de Prado, pero sigue viviendo en Prado. Exonerado de la parroquia en 1871, se ocupa de la formación de sacerdotes pobres, que se dedicarán a evangelizar a los pobres. Los cuatro primeros que terminaron sus estudios en Roma, recibieron la ordenación sacerdotal en 1877, regresaron a Prado y formaron el primer núcleo del futuro Instituto. El P. Chevrier murió en Prado el 2 de octubre de 1879. Pocos meses antes había presentado su dimisión y el P. Duret había pasado a ser el nuevo superior del Prado. Actualmente la familia del Prado está constituida por sacerdotes (más de mil en 1986), religiosas, hermanos y seglares.

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De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (Lión, 4-X-1986)

1. «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,25).
Estas palabras las pronunció por primera vez Jesús de Nazaret, hijo de Israel, descendiente de David, Hijo de Dios; ellas constituyeron un giro fundamental en la historia de la revelación de Dios al hombre, en la historia de la religión, en la historia espiritual de la humanidad.

Fue entonces cuando Jesús reveló a Dios como Padre y se reveló a Sí mismo como Hijo, de la misma naturaleza que el Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Mt 11,27).

Sí, el Hijo, que pronunció estas palabras con un profundo «estremecimiento de gozo bajo la acción del Espíritu Santo» (cf. Lc 10,21), reveló a través de ellas al Padre a los pequeños. Pues el Padre se complace en ellos.

2. Hoy la Iglesia universal celebra la fiesta de San Francisco de Asís: también él puso su alegría en seguir a Cristo en la mayor pobreza y humildad; en el siglo XIII, San Francisco hizo que sus contemporáneos redescubrieran el Evangelio. El padre Chevrier fue un ferviente admirador del pobrecillo de Asís; perteneció a la Tercera Orden Franciscana. En la habitación donde murió, puede verse una imagencita de San Francisco, e igualmente una imagencita de San Juan María Vianney, al que fue a consultar en Ars en 1857, cuando, joven sacerdote, se interrogaba sobre el camino de pobreza que el misterio de Belén le sugería.

Estos tres Santos tienen en común el ser «pequeños», «pobres», «dulces y humildes de corazón», en los que el Padre del cielo encontró su gozo pleno, a los que Cristo reveló el misterio insondable de Dios, dándoles a conocer al Padre, como sólo el Hijo lo conoce y, al mismo tiempo, dándoles a conocer a Él mismo, el Hijo, como sólo el Padre lo conoce.

Con Jesús proclamamos, pues, también nosotros la alabanza de Dios por estas tres admirables figuras de Santos. Ellos estuvieron animados por el mismo amor apasionado de Dios y vivieron en un desprendimiento parecido, pero con un carisma propio. San Francisco de Asís, diácono, con sus compañeros, despertó el amor de Cristo en el corazón del pueblo de las ciudades italianas. El Cura de Ars, solo con Dios en su iglesia rural, despertó la conciencia de sus parroquianos y de innumerables personas ofreciéndoles el perdón de Dios. El padre Chevrier, sacerdote secular en ambiente urbano, fue, con sus compañeros, el apóstol de los barrios obreros más pobres de las afueras de Lión, en el momento en que nacía la gran industria. Y fue esta preocupación misionera la que lo estimuló a adoptar también él un estilo de vida radicalmente evangélico, a buscar la santidad.

Miremos hoy especialmente a Antonio Chevrier; él es uno de estos «pequeños» que no puede ser comparado con los «sabios» y «prudentes» de su siglo y de los otros siglos. Constituye una categoría aparte, tiene una grandeza plenamente evangélica. Su grandeza se manifiesta precisamente en lo que se podría llamar su pequeñez o su pobreza. Viviendo humildemente, con los medios más pobres, fue un testigo del misterio escondido en Dios, testigo del amor que Dios lleva a las gentes «pequeñas» que se parecen a Él. Él fue su servidor, su apóstol.

Para ellos, fue el «sacerdote según el Evangelio», para retomar el primer título de la colección de sus exhortaciones sobre «el verdadero discípulo de Jesucristo». Para los numerosos sacerdotes aquí presentes, comenzando por los del Prado que él fundó, es un guía incomparable. Pero todo los laicos cristianos que forman esta asamblea encontrarán también en él una gran luz, porque él enseña a cada bautizado cómo anunciar la Buena Noticia a los pobres, y cómo hacer presente a Jesucristo a través de su propia existencia.

3. Apóstol, esto es lo que quiso ser el padre Chevrier cuando se preparaba al sacerdocio. «Jesucristo es el Enviado del Padre; el sacerdote es el enviado de Jesucristo». Los pobres mismos avivaron en el padre Chevrier el deseo de evangelizarlos. Pero fue Jesucristo quien lo «captó». La meditación ante el belén en la Navidad de 1856 lo transformó de una manera especial. Desde entonces tratará siempre de conocerle mejor, de ser su discípulo, de conformarse a Él, para mejor anunciarlo a los pobres. Él revive especialmente la experiencia del Apóstol Pablo, cuyo testimonio acabáis de oír: «Pero lo que tenía por ganancia lo considero ahora por Cristo como pérdida, y aun todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3,7-8). ¡Qué radicalismo en estas palabras! He aquí lo que caracteriza al apóstol. En Cristo, «participando en sus sufrimientos» y «experimentando la fuerza de su resurrección», él encuentra la «justicia divina ofrecida a la humanidad pecadora, ofrecida a cada hombre como don de la justificación y de la reconciliación con el Dios infinitamente santo».

El apóstol es, pues, un hombre «captado por Cristo Jesús».

El apóstol tiene la confianza absoluta de que, «conformándose a Cristo en su muerte, podrá llegar él también a resucitar de entre los muertos» (cf. Flp 3,11).

Él es también el hombre de una esperanza escatológica que se traduce en la esperanza de cada día, en un programa de vida cotidiana, a través del ministerio de salvación que él ejerce para los demás.

El padre Chevrier trata de alcanzar con todas sus fuerzas este conocimiento de Jesucristo, para mejor captar a Cristo, como él había sido captado por Él. Medita sin cesar el Evangelio; escribe miles de páginas de comentarios para ayudar a sus amigos a ser ellos mismos verdaderos discípulos. Él mismo trata de reproducir la vida de Cristo en su propia vida. «Nosotros debemos representar a Jesucristo pobre en su pesebre, Jesucristo sufriente en su pasión, Jesucristo que se deja comer en la santa Eucaristía» (Le veritable disciple [=V.D.], Lión 1968, pág. 101). Y más aún: «El conocimiento de Jesucristo es la clave de todo. Conocer a Dios y a su Cristo eso lo es todo para el hombre, todo para el sacerdote, todo para el santo» (Carta a sus seminaristas, 1875). He aquí la oración que culmina su meditación: «¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo! ¡Qué bello sois! ¡Qué grande eres!... Haz que yo te conozca y te ame, Tú eres mi Señor, y mi solo y único Maestro» (V.D., pág. 108). Tal conocimiento es una gracia del Espíritu Santo.

Desde ese momento el padre Chevrier está completamente disponible para la obra de Cristo: «Conocer a Jesucristo, trabajar por Jesucristo, morir por Jesucristo» (Cartas, pág. 89). «Señor, si tenéis necesidad de un pobre..., de un loco, aquí estoy..., para hacer vuestra voluntad. Estoy contigo. Tuus sum ego» (V.D., pág. 122).

4. El Salmo de esta liturgia traduce bien los sentimientos del Apóstol que se deja impregnar de Jesucristo: «No he tenido encerrada tu justicia en mi corazón..., salten de gozo y alégrense en Ti todos los que te buscan» (Sal 39,11.17). «Señor Jesús, tu amor me ha captado: anunciaré tu Nombre a mis hermanos» (Antífona cantada del Salmo).

El padre Chevrier se dejó absorber plenamente por el servicio a los demás. Sus hermanos son ante todo los pobres, aquellos que el Señor le ha hecho encontrar en el barrio inundado de La Guillotière en 1856, los «sin techo». Son los niños de la ciudad del Niño Jesús que le ha hecho conocer Camille Rambaud, un laico. Son aquellos que él ha recogido, junto con otros de más edad, en la sala del Prado, no escolarizados y no educados en la fe, incapaces de seguir, por otra parte, la preparación a la primera comunión. Ellos habían sido quizá abandonados, a menudo menospreciados, explotados; ellos se convertían, decía él, «en máquinas de trabajo hechas para enriquecer a sus amos» (Sermones, Ms. III, pág. 12). Ellos son también miserables de toda clase, marginados, que son conscientes de «no tener nada, no saber nada, no valer nada». Los enfermos, los pecadores, son también parte de estos pobres.

¿Por qué el padre Chevrier se siente especialmente atraído por aquellos que, según el Evangelio, reciben el nombre de «los pobres»? Él tiene una viva conciencia de sus miserias humanas, y él ve al mismo tiempo la fosa que los separa de la Iglesia. Él siente por ellos el amor y la ternura de Cristo Jesús. A través de él, es Cristo mismo quien parece decir a sus contemporáneos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). El padre Chevrier sabe que Jesús ha dado como primer signo del reino de Dios esto: «La Buena Noticia es anunciada a los pobres» (cf. Lc 3,18; Mt 11,15). Él mismo ha constatado que los pobres que reciben el Evangelio renuevan muy a menudo en los otros la inteligencia y el amor de este Evangelio. Verdaderamente, el Señor le ha dado un carisma especial para hacerse próximo a los pobres, y, a través de él, Cristo ha hecho entender de nuevo sus bienaventuranzas a esta ciudad de Lión y a la Francia del siglo XIX; por medio de este Beato, Cristo nos vuelve a decir hoy: «Bienaventurados los pobres de espíritu..., bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia..., bienaventurados los misericordiosos» (Mt 5,3.6.7).

Cierto, todos los ambientes han de ser evangelizados, han de ser evangelizados los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes. Nadie ha de ser objeto de incomprensión, de negligencia, menos aún de menosprecio por parte de la Iglesia. Todos son, en cierto sentido, los pobres de Dios. Pero en las condiciones en que vivió el padre Chevrier, el servicio a los pobres era un testimonio necesario, y lo continúa siendo hoy allí donde se encuentra la pobreza. Él es uno de los muchos apóstoles que, en el curso de la historia, han realizado lo que nosotros llamamos la opción preferencial por los pobres.

El padre Chevrier los mira evangélicamente, los respeta y los ama en la fe. Él encuentra a Cristo en los pobres y, al mismo tiempo, a los pobres en Cristo. No los idealiza, conoce sus límites y sus debilidades; sabe además que a menudo están faltos de amor y de justicia. Él tiene sentido de la dignidad de todo hombre, rico o pobre. Él quiere el bien de cada uno de ellos, su salvación: el amor quiere salvar. Su respeto le lleva a hacerse igual a los pobres, a vivir en medio de ellos, como Cristo; a trabajar a veces como ellos; a morir con ellos. Espera que de ese modo los pobres comprenderán que no están abandonados de Dios, que les ama como un Padre (cf. V.D., pág. 63). En cuanto a él, vive esta experiencia: «En la pobreza el sacerdote encuentra su fuerza, su poder, su libertad» (V.D., pág, 519). El sueño del padre Chevrier es formar sacerdotes pobres para llegar a los pobres.

5. Hoy le pedimos al Beato Antonio Chevrier que aprendamos cada día más el respeto y el interés evangélico por los pobres. Queridos hermanos y hermanas: Vosotros sabéis que existen estos pobres en nuestro mundo actual. Son todos aquellos que tienen falta de pan, pero también de empleo, de responsabilidades, de consideración de su dignidad, aquellos también que tienen falta de Dios. Ya no es sólo el mundo obrero el afectado, sino otros muchos ambientes. En una civilización de consumismo a ultranza, existen paradójicamente los «nuevos pobres» que no tienen el «mínimo social». Hay multitud de ellos que sufren el paro, jóvenes que no encuentran empleo o personas de edad madura que lo han perdido. Sé que muchos de vosotros, en el seno de movimientos de jóvenes en particular, se preocupan con interés de aportarles una ayuda eficaz.

Pensamos también en los extranjeros, en los trabajadores inmigrados, muy numerosos en esta región, y que en este tiempo de crisis económica se sienten más amenazados a causa de su estatuto precario. Si bien el problema de su integración continúa siendo complejo, en consideración del bien común del país, la Iglesia no se resignará a todo aquello que suponga una falta de respeto hacia sus personas y sus raíces culturales, o una falta de equidad ante sus necesidades y las de sus familias que tienen necesidad de vivir con ellos. Los cristianos ocuparán el primer lugar de aquellos que luchen para que sus hermanos originarios de otros países disfruten de las legítimas garantías, y para que las mentalidades se abran de una manera más acogedora al extranjero. Estarán atentos a sus dificultades y ayudarán a los emigrantes a hacerse cargo de sí mismos. Sí..., la Iglesia se hará también en este campo la voz de los que no tienen voz. Ella se esforzará en ser la imagen y la levadura de una comunidad más fraternal. [...]

6. Sí, es preciso contribuir a liberar al hombre de tantas esclavitudes, sin mezclar en nuestra lucha solidaria la violencia, el odio, la toma de posición ideológica de clase que conducirían a males peores que los que se quieren eliminar. La esperanza no habita verdaderamente en el corazón del hombre más que cuando hace la experiencia del Salvador. La Palabra de Dios es entonces una fuerza de liberación del mal, comprendido el pecado. Anunciar el Evangelio es el más alto servicio rendido a los hombres.

El padre Chevrier quiso liberar a los pobres de la ignorancia religiosa. En Prado, trató a la vez de procurar a los jóvenes la instrucción, lo que hoy se llamaría la alfabetización, y la enseñanza de la fe para permitirles participar en la Eucaristía. Y para esta tarea él suscitó y formó un buen equipo de hombres y mujeres. «Todo mi deseo es preparar buenos catequistas en la Iglesia y formar una asociación de sacerdotes que trabajen para este fin» (Carta a sus seminaristas, 1877). Ellos irían por todas partes «para mostrar a Jesucristo», como testigos que prediquen a través de su catequesis -sencilla y cuidadosamente preparada-, pero también a través de su vida. Él mismo consagró a ello gran parte de su tiempo, con medios pobres pero adaptados, comentando concretamente cada palabra del Evangelio, y también el Rosario y el Vía Crucis. Él decía: «Catequizar a los hombres, ésta es la gran misión del sacerdote de hoy» (Cartas, pág. 70).

Los pobres tienen derecho, en efecto, a la totalidad del Evangelio; la Iglesia respeta las conciencias de aquellos que no comparten su fe, pero tiene la misión de testimoniar el amor de Dios hacia ellos.

Hoy el contexto religioso ya no es el de la época del padre Chevrier. Nuestro tiempo está marcado por la duda, el escepticismo, la increencia, e incluso por el ateísmo, y una reivindicación maximalista de libertad. Pero la necesidad de proponer clara y ardientemente la fe -la totalidad de la fe- se hace sentir cada vez más. La ignorancia religiosa se extiende de manera desconcertante. Sé que muchos catequistas han tomado conciencia de ello y consagran generosamente su tiempo y sus talentos a poner remedio a este problema. La llamada del padre Antonio Chevrier nos debe estimular a todos y mantenernos en esta misión. ¿Acaso no escucháis su exclamación: «¡Qué hermoso es saber hablar de Dios!» (Carta, 1873)? [...]

8. Y tú, padre Antoine Chevrier, guíanos en el camino del Evangelio. ¡Bienaventurado eres tú! Tu figura se eleva y resplandece en la claridad de las ocho bienaventuranzas de Jesús. Esta ciudad de Lión te llamará bienaventurado, ella que, desde el día de tu muerte, te rodeó ya de veneración. Del mismo modo la Iglesia venera en ti al «pequeño» -exaltado por Jesús más que los sabios y los prudentes-, al sacerdote, al apóstol, al servidor de los pobres. Como Pablo, tomado por Cristo, tú has vivido olvidando lo que quedaba detrás de ti, en tensión total hacia delante. Sí, tú te has vuelto totalmente hacia el Futuro, hacia el gran futuro de todos los hombres en Dios. Tú has corrido hacia la meta para ganar el premio que Dios nos llama a recibir allá arriba, en Cristo Jesús. ¡Este es el precio del amor! ¡Esto es el Amor!


[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 12-X-1986]

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