sábado, 31 de marzo de 2018

«Fue muerto en la carne, pero vivificado en el Espíritu» (1Pedro 3, 18-22)


Trabajo Salvador de Cristo 

18 Porque también Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevaros a Dios. Fue muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu. 19 En él se fue a predicar también a los espíritus cautivos, 20 en otro tiempo incrédulos, cuando en tiempos de Noé les esperaba Dios pacientemente, mientras se construía el arca. En ella, unos pocos —ocho personas— fueron salvados a través del agua. 21 Esto era figura del bautismo, que ahora os salva, no por quitar la suciedad del cuerpo, sino por pedir firmemente a Dios una conciencia buena, por la resurrección de Jesucristo, 22 que, después de haber subido al cielo, está sentado a la diestra de Dios, con los ángeles, las potestades y las virtudes sometidos a Él. (1 P 3,18-22)

En el pasaje es posible que se encuentren elementos de un Credo de la primitiva catequesis cristiana del Bautismo. Se expresa con claridad el núcleo de la fe en Jesucristo, tal como desde el principio la predicaron los Apóstoles y pasó al Símbolo Apostólico: murió, descendió a los infiernos, resucitó y ascendió a los cielos.

El v. 19 recoge la fe de la Iglesia en el descenso de Cristo a los infiernos, manifestación de la universalidad de la salvación: «Cristo muerto, en su alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 637). La expresión «espíritus cautivos» ha sido interpretada de diversos modos: estos espíritus pueden simbolizar a las almas de los justos del Antiguo Testamento, retenidos en el seno de Abrahán. Así lo interpretan algunos Padres de la Iglesia. Pero también pueden ser los ángeles caídos que habían sido retenidos en las profundidades tenebrosas. De esta manera se subrayaría la victoria de Cristo sobre el demonio. Las aguas del diluvio son figura de las del Bautismo: como Noé y su familia se salvaron en el Arca a través de las aguas, ahora los hombres se salvan a través del Bautismo, por el que son incorporados a la Iglesia de Cristo (vv. 20-22).



En el Catecismo de la Iglesia Católica:
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1 S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el “seno de Abraham” (cf. Lc 16, 22-26). “Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos” (Catecismo Romano, 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados (cf. Concilio de Roma, año 745: DS, 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. Benedicto XII, Libelo Cum dudum: DS, 1011; Clemente VI, c. Super quibusdam: ibíd., 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Concilio de Toledo IV, año 625: DS, 485; cf. también Mt 27, 52-53).

Jesús descendió a los infiernos, como nos enseña la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia Católica, también Adán y Eva, nuestros primeros padres habían estado esperando.
·        «Los espíritus cautivos ciertamente no la vieron, pero oyeron el eco de su voz» (San Clemente de Alejandría, exégesis de la primera carta de Pedro). [La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia, Nuevo Testamento, 11]
Dice también Tertuliano (sobre el alma, 55,2) , que predicó a los Patriarcas, hacerlos copartícipes de su resurrección.

Los espíritus cautivos algunos hablaban de Jesucristo, otros necesitaban superar esa incredulidad, pero los que mantuvieron completamente incrédulos permanecieron precisamente en el infierno, el primer juicio para ellos. 
Los que obraron el mal, Caín, Judas y muchos otros, como decía Jesús sobre Judas, más le hubiera valido a ese hombre no haber nacido (Mt 26,24), pues terrible es la eternidad de los tormentos del infierno. En el Reino de los cielos tampoco hay lugar para los cismáticos ni apostatas, ni los herejes; no hay lugar para Martin Lutero y sus seguidores.

·        Salvar a todos los que creerían. Soluciona aquí aquella objeción que planteaban algunos objetores: si la encarnación era útil, ¿Por qué no se encarnó mucho tiempo antes? En efecto, vino a los espíritus encarcelados y les predicó para liberar a los que estarían dispuestos a creer, si en su tiempo hubiera aparecido en la tierra encarnado. Estos reconocieron completamente al que se les aparecía en las regiones subterráneas y se alegraron con su venida. Con su alma vino y predicó a los que estaban en el hades, como un alma se da a entender a las almas. Al verlo los guardianes del hades se llenaron de espanto, las puertas de bronce se hicieron añicos y los cerrojos de hierro se rompieron. Y el Unigénito conforme al sentido de la economía de la salvación, hablaba con autoridad a las almas, diciendo: «a los presos, Salid, y a los que están en tinieblas Mostraos» (Is 49,9). Es decir, predicó a los que estaban en el Hades para librar a cuantos habían de creer si encarnado hubiera venido durante la vida de ellos, pues le reconocieron cabalmente incluso en el Hades. En efecto, la mayor parte de la economía de la salvación supera a la naturaleza y la tradición: pues mediante su venida en carne ha hablado Cristo a todos los que estaban en la tierra y solo aprovecharon los que creyeron, así también mediante su bajada al Hades libró de las ataduras de la muerte a los que creyeron y le reconocieron. Las almas de los que vivieron en la idolatría y en impío libertinaje, como si estuvieran cegadas por las pasiones carnales, no pudieron contemplar el esplendor de la teofanía ni reconocer de buena fe al que estaba liberando a todos» (Cirilo de Alejandría, fragmentos sobre las Cartas Católica. PG 74, 1013-1016. La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia, Nuevo Testamento, 11, pág. 157. Ed. Ciudad Nueva)


El Magisterio de la Iglesia Católica, que como siempre está al servicio de la Palabra de Dios, nos enseña que el infierno no ha sido destruido. 

Vemos claramente, que los pecados de impurezas arrastra al alma a una ceguera tan profunda que no ve la necesidad de convertirse al Señor, más aún, y me he encontrado con personas, que sin renunciar a sus impurezas, la justifican y se imaginan que será salvados de esa manera. 

Los profanadores, sacrílegos, los que provocan escándalos dentro de las iglesias, como las "feministas" desnudas aparecen por allí. Ellas no ven la necesitad del arrepentimiento, y siguen pecando.

Los adúlteros, los sodomitas, todo tipo de libertinos y escandalosos, tampoco aceptan la misericordia de Dios, las rechazan continuamente. Algunos de ellos, -dicen- que quieren llegar al cielo, pero sin renunciar a su conducta permanente de pecados mortales.

El infierno es eterno, para los que terminan en pecado mortal, para los que no han aprovechado el tiempo para la oración y la penitencia, y lo han dedicado a otras cosas ajenas al mandato divino.
Nosotros creemos en Cristo nuestro Salvador, reflexionando, que se ha mostrado de distintas formas, desde los Patriarcas en el Antiguo Testamento, en su tiempo en la vida en este mundo, muchos no le creyeron, como en el Antiguo Testamento, tampoco creían a los profetas que hablaban de parte de Dios, y fueron perseguidos y asesinados. Cuando su permanencia en este mundo, no todos creían en sus palabras de vida eterna, y los que se perderían se alejaron de Él. Quien esta con Cristo es necesario obedecerle y amarle. Lo que nos ayuda a conocer a Jesús, a la vida de Gracia, es no someternos a nuestras tentaciones.

Se nos hace presente en el Espíritu con que Dios guarda y protege a la Iglesia Católica, para que no sea contaminada por manchas de pecados, que ciertos administradores malvados tienen. Pero no llegan a contagiar a la Iglesia, sino a aquellos que no hacen vida de fe ni de oración. Los cristianos mundanos tienen tambien el tiempo de tomarse muy en serio el camino de la salvación si es que quiere salvarse.

Algunos éramos mundanos, ansiábamos las cosas terrenales, pero cuando el Señor nos llama nos alegramos, y vamos tras Él. Ahora detestamos las cosas terrenales que son inútiles para nuestra fe, porque comprendemos que el camino espiritual es más necesario. 


Ninguno de nosotros, como personas, que hemos venido a este mundo, ninguno hemos sido creados para la impureza, para los vicios y pecados de la carne.

Sino para amar y adorar a Dios, pues Dios nos ha creado para la vida eterna. Por tanto, es el mejor camino, los mandamientos divinos son caminos de salvación eterna. 


Jesús murió en la carne, pero su Espíritu, llegado el momento, que no murió, que no conoció la muerte, su Cuerpo Sacro, fue resucitado. 

Jesús había experimentado solo en su cuerpo la muerte, y para darnos vida. Un día tambien nosotros, vamos a morir, pero nuestro espíritu, nuestra alma debe permanecer constante en el Señor, pues Él nos resucitará en el último día. Si el Señor ve necesario que nosotros estemos un tiempo en el Purgatorio, lo vamos a estar. Pero el Purgatorio aunque no es el infierno, es también terrible; pero temporal.

Por el contrario, el infierno no se acabará en la eternidad, no existe un tiempo corto, aunque sea infinidad de años, seguirá todavía. No acaba, pues es ahí donde el pecado, las impurezas arrojan a las almas, los sacrilegios, las murmuraciones, las críticas, los juicios temerarios, las amenazas, las palabras mal sonantes, y toda rebeldía contra la Justicia de Dios, lleva a las almas perversas a ese lugar tan espantoso. 

jueves, 1 de marzo de 2018

Benedicto XVI: Santa Misa en la cena del Señor (Jueves Santo 21 de abril de 2011)




HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 21 de abril de 201
1






«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22,15). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas? Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo, no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario también como fe está muerta.

Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas» y «eulogesas» -«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria. Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres. Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora para los dones, en los que él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de todos los tiempos. Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que, según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17, 20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con él son esenciales. Esta unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios: «El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 16s). La Iglesia nace con la Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada comunidad está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las palabras: «una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro». Esto no es un añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad, se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un criterio concreto.

San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la oración de Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado sobre las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. «Tú, cuando te hayas convertido…»: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de convertirse continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo, delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le parecía un pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo como él es, y no como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos dificultad en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo. También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento queremos pedirle que nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.

Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de la santa Eucaristía. Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos, de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.

«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros». Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.




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Reflexión: 

Nosotros también necesitamos unirnos a la oración de Jesús, para que el demonio no pueda dominarnos, que no nos engañe.

Cuando no estamos unidos, cada cual se dispersa por su lado y hacia donde quiere, pero no todos, por desgracia tienen su corazón ni la mirada puestas en el Señor, sino en sí mismo, en lo que el mundo les ofrece, y se separan de la oración de Jesús. 

  • «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31s)

Si nuestro pastor que tenemos en la tierra, ya no nos confirma en la fe. Nosotros debemos rezar unos por otros, y con intensidad con gran empeño, por la caridad, el amor que Jesús nos tiene, también hemos a los otros tenerlo, pero siempre, siempre desde Cristo.

No podemos olvidarnos de Benedicto XVI, siempre estuvo muy atento a los intereses de Jesús, no aceptó el relativismo, y damos gracias a Dios por ello. 


Si Jesús, que había animado a Pedro, a retornar, a convertirse, para confirmar a sus hermanos en la fe. El resto de los cristianos, que no llegamos a ser sacerdotes, en su santo ministerio, por la fe, debemos animarnos: "Mira, hermano, hermana, no te eches atrás, mira a Jesús, clavado en la cruz, por ti y por mí. Es inmenso su amor por cada uno de nosotros, no debemos hacerle sufrir".

Jesús sintió un abandono por parte de los suyos. Mirando a lo que hicieron otros santos, cuanto más amaban a Jesús, también experimentaron esa soledad, ese abandono, por parte de su familia, de la orden, de su propia casa. Los enemigos de uno será los de su propia familia.

Pero nosotros debemos permanecer a los pies de Jesús, ya no estamos solos, ya no estamos abandonados, porque Cristo crucificado ha venido a salvarnos. 

Cuando estamos en comunión con Jesús, la soberbia no nos domina, y expulsamos toda soberbia que todavía pueda corromper nuestra vida. 

La oración del Padre Nuestro, algunos lo hemos comprendido, pero desdichada es el alma que recitándolo, todavía se mantiene lejos de la Voluntad de Dios. 

  • La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y comunión de cada uno con el Señor

Cuando recibimos con auténtico fervor a Jesús en la Sagrada Comunión, damos pasos de gigantes, recibir a Jesús de rodillas y en la boca. Hay muchas personas que hablan de eso, "Yo recibo a Jesús de rodilla y en la boca", pero hacen la guerra contra otros que no lo hacen.

Es importante la humildad, nuestra vida interior, la paz, el amor fraternal que nos debemos unos a otros, esto agrada a Cristo. 

El fervor que debemos mantener en la Santa Misa, sin distracciones, poniendo atención al sacrificio del Señor. Sin consentir las vanas imaginaciones, que en cuánto nos damos cuenta de ese ruido, aumentamos nuestra atención al Señor, y el mal será expulsado de nosotros. 

  • ¡Cuánta angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en Él (cf. Jn 17, 20)


Insistiendo en la oración unos por otros. El tentador no tiene por qué dominar nuestro corazón, ya tiene dueño y debemos convencernos que es Jesucristo. Nuestro corazón debe ser la casa del Señor. Si es así, el mundo, la malicia, el orgullo, la soberbia, la prepotencia, la vanidad, las envidias, y toda clase de mal, ha de permanecer fuera de nosotros. Y que nuestra atención debe ser hacia Cristo, y el bien de nuestros hermanos por medio de nuestras oraciones, sufrimientos. Hagamos lo mismo que hizo Jesús.


No nos puede faltar nuestra devoción a la Santísima Madre de Dios, porque sin ella es imposible acercarnos a Jesús. La Madre de Dios es la Llena de gracia, cuando nos consagramos a Ella, y por ella a Jesús, el mal intencionado de las tinieblas, no puede hacernos ningún daño.

La Oración de Jesús sirve para nosotros que hemos llegado a creer en Él, pero debemos vivir en la realidad de que Dios existe. Pues el tentador consigue que muchos pobres cristianos, viven, creen en Dios, pero no practican la fe, viven como si Dios no existiera, y caen en murmuraciones unos contra otros, las críticas, las calumnias, las difamaciones. ¡Cuánta amargura debe tener tal corazón que es injusto con el prójimo, que desprecia a sus hermanos! 

Insistiendo en la devoción a la Santísima Virgen María, podemos hacer que nuestro corazón sane, que se repare, que las injusticias que podamos tener desaparezcan para siempre, y vigilando en todo momento para no recaer en las injusticias. 

San Antonio de Padua, «La Palabra tiene fuerza cuando va acompañado de las buenas obras»

Muchas personas devotas de la Familia Franciscana, encuentran su alegría, al menos en pertenecer en la TOF: [Tercera Orden Franciscana] ...