martes, 16 de mayo de 2017

San Antonio de Padua: 5. El mundo te puede distraer y engañar


SAN ANTONIO DE PADUA
Escritos Selectos
Selección y traducción de Fray Contardo Miglioranza O.F.M.C.
Apostolado Mariano. Sevilla
Parte Primera
Vivencias espirituales

[Martes, 16 de mayo de 2017]

5. El mundo te puede distraer y engañar

¿No sabes que los que recibimos el bautismo de Cristo, fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo para compartir su muerte. De esa manera, como Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la Gloria del Padre, así también nosotros debemos caminar en una vida nueva. Si nos unimos a Cristo con una muerte semejante a la suya, también así nos uniremos a Él en su resurrección. (Rom 6,3-5).

He aquí expresada la justificación en cinco puntos.

Observa que del costado de Cristo salieron sangre y agua: el agua del bautismo y la Sangre de la Redención; el agua en razón del cuerpo, porque las muchas aguas simbolizan a muchos pueblos (Ap 17,15); la sangre en razón del alma, porque la sangre es la vida (Dt 12,23). Por eso debemos darnos completamente a Dios, porque nos redimió totalmente para poseernos enteramente.
Los que recibimos el bautismo de Cristo, o sean en la fe de Jesucristo, fuimos purificados en su muerte, o sea, en su sangre. Por esto el Apocalipsis (1,5) nos dice: Cristo nos amó y nos lavó de nuestros pecados en su sangre.
Observa que la sangre sacada del costado de una paloma quita del ojo una mancha de sangre. Por lo tanto, nosotros, según lo que somos, y según lo que podemos debemos honrar y reverenciar a Aquel que con su Sangre quitó del ojo de nuestra alma la mancha de sangre. Cristo es nuestra paloma sin hiel, el cual, en lugar del canto, emite gemidos y sollozos, y quiso que le abrieran el costado para purificar de los ojos de los ciegos la mancha de sangre y abrir a los desterrados las puertas del paraíso.
Pero nosotros también debemos brindar nuestra colaboración. Mediante el bautismo, fuimos sepultados para compartir su muerte, o sea, para hacer morir nuestros vicios. Como Cristo, soportando el dolor de la cruz y teniendo los miembros desgarrados y clavados, halló paz en el sepulcro, desapareciendo de los ojos humanos, así debemos hacer nosotros también. Debemos sostener la cruz de la penitencia y clavar nuestros miembros mediante la continencia. De esa manera no volveremos más a los pecados, podremos lograr una paz perfecta y no tendremos más ni la visión ni la memoria de nuestro pasado.
También al prójimo debemos ofrecer amor. Como Cristo, resucitando de los muertos, se apareció a los discípulos y cambió en gozo su tristeza, así nosotros, resucitando de las obras muertas para gloria del Padre, podemos gozar juntos con el prójimo y caminar juntos en una vida nueva.
¿Y qué es la vida nueva? Es el amor al prójimo. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros (Jn 13,34), Al venir las cosas nuevas, tirarán las viejas (Lv 26,10), que son la ira, la envidia y el resto que enumera el Apóstol Pablo en la carta a los Gálatas (5,20-21).

***

Debemos despreciar las cosas mundanas y odiar el pecado. Si nos unimos a Cristo… Si del huerto de árboles frutales, donde los falsos jueces hallaron a Susana (Dn 13, 5-7), nos trasplantamos al huerto donde Cristo fue sepultado, entones sí despreciaremos al mundo.
Y como desprecio del mundo nace el odio al pecado, el apóstol añade con una muerte semejante a la suya. Donde hay semejanza con la muerte de Cristo, allí hay odio al pecado. Apremia la esposa en el Cantar (8,14): Huye, amado mío. Como gacela o cervatillo, sobre los montes de los aromas. He ahí el desprecio del mundo. Se lee en Juan (6,15): Sabiendo Jesús que querían arrebatarlo para proclamarlo rey, se retiró al monte, Él solo. En cambio, cuando lo buscaban para darle muerte, Él mismo salió al encuentro de los que le buscaban (Jn 18,4).

En el Éxodo (2,15) se narra que el faraón procuraba matar a Moisés: entonces éste se alejó del faraón y se estableció en el país de Madián, donde se sentó junto a un pozo.
Huye también tú, amado mío, porque el diablo procura matarte, y habita en tierra de Madián, que significa «juicio». Y siéntate también tú junto al pozo de la humildad, del que podrás sacar agua que brota hasta la vida eterna (Jn 4,14). Huye, pues, amado mío.
Puedes leer en el Génesis (27,42,44) lo que dijo Rebeca a Jacob: ¡Cuidado! Tu hermano Esaú amenaza con matarte. Ahora, hijo mío, escucha mi voz «Levántate, huye a Jarán donde está mi hermano Labán y permanece con él»
Esaú, el peludo, es un símbolo del mundo, lleno de muchos vicios y que amenaza matarte, hijo. Entonces huye hacia Labán, que significa «blancura» y representa a Jerusalén, que blanqueará tu alma, más que la nieve, de tus pecados. Él se halla en Jarán, que significa «excelsa», y allí habitará con Él, porque el Señor habita en lo alto (Salmo 112,5). Huye, pues, amado mío.



Procura asemejarte a la gacela y al cervatillo. La gacela busca las cosas arduas, tiene vista aguda y tiende a lo alto. Los cervatillos, hijos de los ciervos, son dóciles y se esconden a una señal de la madre. Los dos animales sin símbolos de Jesucristo, Dios y hombre. En la gacela se representa su divinidad, que todo los ve; en el cervatillo, su humanidad que, a la señal de su  Madre, aplazó hasta los treinta años la obra que había comenzado desde los doce. Y vino con Ella a Nazaret y le estuvo sujeto (Lc 2,51).
Este cervatillo es hijo de los ciervos, o sea, de los antiguos padres, de los que tomó carne humana.
Procura, amado mío, asemejarte, puedas subir al monte de los aromas. Es lo que dice el Apóstol: Si nos unimos a Cristo con una muerte semejante a la suya, nos uniremos a Él en su resurrección. Los montes perfumados son las virtudes excelsas; quien las tenga, gozará de la resurrección con Cristo.
Te suplicamos, oh, Señor Jesús, que nos hagas abundar en muchas obras buenas. Concédenos poder despreciar las cosas mundanas, llevar en nosotros la semejanza de su muerte y subir a los montes perfumados, para gozar un día contigo de la alegría de su resurrección. Ayúdanos tú, que eres bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén!

(VI Domingo después de Pentecostés: I,519-521)


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