A mayor gloria y alabanza de Nuestro Señor Jesucristo
Sábado, 20 de mayo de 2017
Liturgia
de las Horas, propio de la Familia Franciscana,
Editorial
Espigas. Murcia. 2014
San
Bernardino de Siena
20 de
mayo
San Bernardino de Siena nace en Massa Maritima
(Grosseto. Italia) el 8 de setiembre del año 1380, hijo de Albertollo degli
Albizeschi y Raniera degli Avveduti. Huérfano de padres a los 6 años, ingresa
en la Orden Franciscana a los 22 años. Estudia y profundiza a Jacopone de Todi
y a Pedro Juan Olivi. Es ordenado sacerdote el 8 de setiembre del año 1404. En
la Orden promueve la Observancia, erigiendo fraternidades con el espíritu y la
letra de la vida de penitencia y pobreza de San Francisco. Destaca San
Bernardino por su predicación. Recorre toda Italia anunciando la devoción al
Santísimo Nombre de Jesús: «Gran fundamento de la fe es el nombre de Jesús por
el que somos hechos hijos de Dios». Son famosas sus predicaciones en la Plaza
del Campo de Siena, luchando por la paz social y política y la justicia
económica. Establece nuevas relaciones entre güelfos y gibelinos, promueve
colegios, hospitales, casas para acoger a los pobres y abandonados. Predica las
relaciones fraternas desde la bondad de Dios y con la austeridad, sencillez y
gozo franciscano. Muere el 20 de mayo de 1444, a los 64 años de edad, en
Áquila. Escribió un libro de Sermones y otro llamado Prédicas en italiano. El
papa Nicolás V lo canoniza el 24 de mayo de 1450.
* * *
* * *
El
nombre de Jesús, esplendor de los predicadores
De
la Liturgia de las Horas, según el Rito Romano.
De los Sermones de San
Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de
Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)
El nombre de Jesús es la luz de
los predicadores, pues es su resplandor el que hace anunciar y oír su palabra.
¿Por qué crees que se extendió tan rápidamente y con tanta fuerza la fe por el
mundo entero, sino por la predicación del nombre de Jesús? ¿No ha sido por esta
luz y por el gusto de este nombre como nos
llamó Dios a su luz
maravillosa? Iluminados todos y viendo ya la luz en esta luz, puede
decirnos el Apóstol: En otro tiempo
erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz.
Es preciso
predicar este nombre para que resplandezca y no quede oculto. Pero no debe ser predicado con el corazón impuro
o la boca manchada, sino que hay que guardarlo y exponerlo en un vaso
elegido.
Por esto dice el Señor,
refiriéndose al Apóstol: Ese hombre es un vaso elegido por mí para dar a
conocer mi nombre a pueblos, reyes, y a los israelitas. Un vaso –dice– elegido
por mí, como aquellos vasos elegidos en que se expone a la venta una bebida de
agradable sabor, que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de
ella; para dar a conocer –dice– mi Nombre.
Pues igual que con el fuego se
limpian los campos, se consumen los hierbajos, las zarzas y las espinas
inútiles, e igual también que cuando sale el sol y, disipadas las tinieblas,
huyen los ladrones, los atracadores y los que andan errantes por la noche, así
también cuando hablaba Pablo a la gente era como el fragor de un trueno, o como
un incendio crepitante, o como el sol que de pronto brilla con más claridad, y
consumía la incredulidad, lucía la verdad y desaparecía el error como la cera
que se derrite en el fuego.
Pablo hablaba del nombre de
Jesús en sus cartas, en sus milagros y ejemplos. Alababa y bendecía el nombre
de Jesús.
El Apóstol llevaba este nombre,
como una luz, a pueblos, reyes y a los israelitas, y con él iluminaba las
naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche está avanzada, el
día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con
las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a
todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo
lugar a Jesús, y éste crucificado.
Por eso la Iglesia, esposa de Cristo,
basándose en su testimonio, salta de júbilo con el Profeta, diciendo: Dios mío, me instruiste
desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir,
siempre. El Profeta le honra igualmente en este sentido: Cantad al Señor, bendecid
su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, Jesús, el
Salvador que él ha enviado.
Responsorio:
R/ Alabaré siempre tu
Nombre, * Lo ensalzaré con acciones de gracias-
V/ Me alegro y exulto
contigo y toco en honor de tu Nombre, oh, Altísimo Lo ensalzaré con acciones de
gracias.
Oración. Señor Dios, que infundiste en el corazón de San
Bernardino de Siena un amor admirable al nombre de Jesús, concédenos, por su
intercesión y sus méritos, vivir siempre impulsados por el espíritu de tu amor.
Por nuestro Señor Jesucristo.
Conclusión: El Señor
nos bendiga y nos guarde: nos muestre su faz y tenga misericordia de nosotros y
nos dé la paz. El Señor nos bendiga [en el Nombre del Padre, y del Hijo y del
Espíritu Santo] Amén.
* * *
San Bernardino de Siena
Bibliografías
extensas
Año
Cristiano
Biblioteca
de Autores Cristianos (BAC). 2004. Madrid
Tomo
V, mes de mayo
Págs
444-451
San Bernardino de Siena fue uno
de aquellos predicadores de penitencia que en el siglo XV recorrieron gran
parte de Italia y contribuyeron eficazmente a la reforma y mejoramiento de las
costumbres. Su celo ardiente y apostólico y su oratoria popular y apasionada
han quedado como ejemplos vivientes del celo y de la predicación evangélica y
aun del estilo de aquellos predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y otros.
Nacido en 1380 en Massa, cerca
de Siena, de la noble familia de los Albiceschi, recibió Bernardino en Siena
una educación completa en las ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito
de San Francisco; en 1404 recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue
destinado a la predicación.
Pero transcurren unos doce
años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le ayudaban a desempeñar con
éxito este importante ministerio. Mas como, por otra parte, se distinguía por
sus eximias virtudes religiosas, aparece el año 1417 como guardián en el
convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues, de una manera inesperada, que
tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere que recibió la orden divina,
transmitida por un novicio: «Hermano Bernardino, ve a predicar a Lombardía».
El hecho es que, desde 1418,
aparece San Bernardino en Milán y comienza aquella carrera de grandes misiones
o predicaciones populares, cuya característica era un intenso amor a
Jesucristo, que llegaba al interior de sus oyentes y arrancaba lágrimas de
penitencia. Este amor a Jesucristo lo sintetizaba en el anagrama del nombre de
Jesús, tal como, precisamente desde entonces, se ha ido popularizando cada vez
más: I H S. Llevábalo a guisa de banderín y procuraba fuera grabado en todas
las formas posibles, en estampas de propaganda, en grandes carteles y, sobre
todo, en los testeros de las iglesias, casas consistoriales y domicilios
particulares de las poblaciones donde misionaba. Aquello debía servirles de
recuerdo perenne de las verdades predicadas y de las decisiones tomadas. De
ello pueden verse, aun en nuestros días, multitud de ejemplos en los
territorios donde él predicó.
Efectivamente, en 1418 predica
la Cuaresma en la iglesia principal de Milán, donde el último de los Visconti
daba el triste ejemplo de una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se
revela un orador popular de cualidades extraordinarias. El pueblo se siente
transformado por el fuego de su predicación. Vuelve al año siguiente y se
repiten los mismos resultados de grandes conversiones y reforma de costumbres.
De 1419 a 1423 recorre las poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia.
Unas veces predica en la misa, otras durante el día; unas veces organiza una
misión, otras es un sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la
transformación de las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su
actividad reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza
taumatúrgica. Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a
conducirle al otro lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie
sorprende tan estupendo milagro, pues todos son testigos de su ascetismo
extraordinario y del abrasado amor de Dios que respira en su predicación.
Pero el fruto de su apostolado
no se limita a la transformación de costumbres y reforma de vastos territorios.
En Venecia, donde predica en 1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un
hospital para infecciosos. Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos
relatan los cronistas del tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando
hace retornar a la vida a un hombre muerto en un accidente. La fama de su
santidad y de la fuerza arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca
oídas. A partir del año 1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores
iglesias para contener las grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra
ardiente de un santo. En Vicenza habla en la plaza pública a una multitud de
veinte mil personas. En Venecia desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria
y acude la población entera a las plazas públicas para escucharle. Los grandes
carteles, en que ostenta el anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De
allí pasa a Ferrara, donde consigue
tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en masa al lujo y a las
diversiones pecaminosas.
Parece imposible que su
naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un trabajo tan agotador, sobre todo
si se tiene presente que lo acompaña con una vida extremadamente austera. Su
aspecto exterior, tal como nos lo transmitieron los más afamados pintores del
cuatrocientos, es el prototipo del ascetismo más exagerado, que contribuye
eficazmente a la eficacia de su obra apostólica. Predica la Cuaresma en
Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el romano pontífice Martín V
(1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo
pintar el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y el
mercader que se compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al fin,
terminan todos por entusiasmarse con el invento, que trae consigo una
transformación completa de la ciudad. Siguiendo la llamada de los florentinos,
predica en Florencia durante el verano de 1424, y esta ciudad, prototipo de la
elegancia y del lujo más exagerados, termina la misión organizando grandes
hogueras, a las que las damas de la más elegante sociedad arrojan los objetos
más preciados de sus vanidades. Más aún. Como recuerdo de tan importantes
acontecimientos se hace pintar el anagrama de Jesús y se coloca en la fachada
de la iglesia de la Santa Cruz.
En medio de esta carrera de
predicación en grande estilo de San Bernardino no podía faltar su turno a su
ciudad natal, Siena. En efecto, después de predicar la Cuaresma en Prato, en
1425, llega a Siena a fines de abril, y allí derrocha tesoros de su más
ardiente palabra apostólica durante cincuenta días. Entre sus oyentes se
encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II
(1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama de Jesús en el
testero del Palazzo público. En
Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva todas las maravillas de su
predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde predica la Cuaresma y ataca
duramente la usura, una de las plagas del tiempo.
Esta campaña de 1418-1427,
extraordinariamente fecunda en frutos de conversiones, renovación de costumbres
y reforma fundamental de vida, constituye la primera etapa de la gran obra
reformadora realizada por San Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las
características de la predicación de este gran orador cristiano debemos poner a
la cabeza de todas su eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a
las multitudes y arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo
que se refiere a la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como
ejemplos los esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en sus obras,
por ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha publicado en
nuestros días. Porque su palabra viva y ardiente era completamente diversa de
estos esbozos eruditos, a manera de tratados teológicos. De la verdadera
elocuencia de su lenguaje popular y vivo nos dan una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus
oyentes copió en su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente
publicados. Aquí es todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el
auditorio. El orador, sin perder de vista el objeto primordial de su discurso,
sigue la inspiración del momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su
discurso con frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes
exclamaciones y apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y
divino, que lleva la convicción a las almas y arranca de sus oyentes lágrimas
de compunción y propósitos de reforma.
Es admirable la maestría de
esta oratoria, eminentemente popular y profundamente teológica y cristiana.
Conserva siempre la dignidad de la cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le
es posible, a los oyentes que le escuchan y a las circunstancias del tiempo;
fustiga las divisiones de partidos y los vicios más típicos de la época, sobre
todo la usura, la sensualidad, el despilfarro, la vanidad, el espíritu
pendenciero; pero siempre en una forma tan digna y elevada que aparecen su
espíritu verdaderamente apostólico y las entrañas de misericordia de Dios,
siempre dispuesto a acoger en sus brazos a los que de veras se arrepienten de
sus vicios y pecados. En particular se observa que, a diferencia de Jerónimo
Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda significación
política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra ninguna clase de
autoridades, eclesiásticas y aun civiles.
Esto, no obstante, el año 1427,
cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue citado y tuvo que presentarse en
Roma ante el Papa Martín V. Habíase elevado una acusación contra él por la
novedad que ofrecía su predicación sobre el nombre de Jesús y la propaganda que
hacía de las estampas, tabletas e inscripciones de su anagrama. Al llegar a
Roma se le prohibió subir al púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta
que se examinara y decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde
resignación y con la confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de
resistencia. Pero entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo
predilecto, San Juan de Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma
que el Papa se convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía
ninguna dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte eficaz
para fomentar la devoción del pueblo. La respuesta a los acusadores se dio
públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma durante
ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce sermones.
Puesta así de relieve la
santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente la popularidad y reputación
de su compaisano, los sienenses suplicaron al Papa que nombrara obispo de Siena
a San Bernardino. El Papa accedió a tan justificados ruegos, pero el Santo se
resistió. En cambio, entonces precisamente dio él comienzo a la segunda etapa
de su vida apostólica. Desde agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa
campaña en Siena, desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los
cuarenta y cinco sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un
copista y publicados en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia
popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y aun mística de su predicación.
Luego siguió un amplio
recorrido por la Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su
criterio y experiencia, la eximia santidad de su vida y la aureola de
reputación que lo acompañaba, todas estas circunstancias juntas producían un
efecto sin precedentes. Nada se resiste a su arrolladora elocuencia. Así, con
su palabra de fuego, consigue fácilmente detener a los sienenses en su ya
iniciada guerra contra Florencia. Precisamente en esta ocasión el emperador
Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la más íntima amistad, y en
abril de 1433 le lleva consigo a Roma.
Desde 1433 se inicia la última
etapa de la vida de San Bernardino. Retirado al convento de Capriola, se dedica
tres años al trabajo de redacción de sus obras.
En 1436 dedícase de nuevo dos
años a la predicación. En 1438 es nombrado vicario general de los conventos de
la observancia, y en inteligencia con Eugenio IV (1431-1447), que tan
decididamente la favorecía, trabaja desde entonces en fomentarla por todas
partes. Es significativa, en este sentido, la carta dirigida el 31 de julio de
1440 a todos sus súbditos. Con la anuencia de Eugenio IV toma como ayudante en
esta obra de reforma regular a San Juan de Capistrano, su más insigne
discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la eximia santidad de su vida.
En esta forma visita las provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un nuevo
campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.
Finalmente, en 1442, admite el
Papa su renuncia a este cargo. Parece que podía entonces dedicarse al descanso.
Pero su espíritu apostólico no se lo permite. Agotado por las fatigas de tantos
años de predicación y por una vida de continuas austeridades y la observancia
más estricta de la disciplina religiosa, siente reanimarse su espíritu
entregándose de nuevo a la predicación. Así lo vemos en Milán, en el otoño de
1442, donde combate la herejía de un tal Amadeo; predica en Padua en 1443 una
serie de sesenta sermones, que, copiados literalmente por uno de sus oyentes,
constituyen una de las mejores joyas de la elocuencia sagrada; tiene que
negarse a predicar en Ferrara, y aparece luego en Vicenza. A principios de 1444
tiene un breve descanso en su querido convento de Capriola, donde acaba de
revisar algunas de sus obras, en particular sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al exponer el Bienaventurados los que lloran da
suelta a su tierno corazón por la honda pena que acaba de experimentar por la
muerte del hermano Vicente, compañero suyo inseparable durante veintidós años.
- «Débil de cuerpo –exclama–, con frecuencia yo he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era imprevisor, olvidadizo; pero Él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado, oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?»
Tal es San Bernardino al final
de su vida: el gran predicador popular, que ha transformado con su palabra y
ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran propagador de la devoción del
nombre de Jesús, a la que dedicó escritos maravillosos; el gran entusiasta de
la devoción a María; el gran reformador y defensor de la observancia; el
enamorado de Cristo al estilo de su padre, San Francisco de Asís. Es un sol que
se halla en su ocaso. Todavía quiere predicar a Cristo. Sacando fuerzas de
flaqueza, se decide a ir a predicar a Nápoles. En el camino predica en varios
lugares; obra varios milagros; se detiene en Asís, en Santa María de los Ángeles;
pero, llegado a Áquila, rendido al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de
la Ascensión. Seis años después, el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555),
cediendo a los clamores del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.
San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno
de los más grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la
predicación popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro
y encendido amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de
Asís y del espíritu franciscano de todos los tiempos.
Para saber más:
Otros:
San Bernardino de Siena, reliquias
San Bernardino de Siena, anécdotas
(el rostro del diablo)
Predicaba contra el pecado, las malas costumbres, contra los juegos...
No quiso ser arzobispo
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.