Nota: para las consultas bíblicas, hay que tener en cuenta. Que, en la época de San Antonio, que los actuales 1º y 2º de Samuel eran el 1º y el 2º de los Reyes; y los actuales 1º y 2º de los Reyes, eran el 3º y el 4º de los Reyes.
Recomendable también tener a mano la Sagrada Biblia,
Para meditar estas consideraciones:
I La misericordia
de Dios
II La medida de la
gloria eterna
III La caída de
los ciegos en la fosa
IV La paja del pecado en el ojo del hermano
DOMINGO IV DE PENTECOSTÉS.-
Exordio: Sermón sobre el predicador o el prelado de
la Iglesia
DOMINGO IV DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Exordio.
Sermón sobre el predicador o el prelado de la
Iglesia
1.‑
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “¡Sean misericordiosos, como es misericordioso su Padre!” (Lc 6,
36). Se lee en el segundo libro de los Reyes: “David, que está sentado en
cátedra, es un príncipe sumamente sabio entre los tres; él es como un muy
tierno gusano de la madera; en un solo asalto mató a ochocientos hombres” (2 R
23, 8).
David
es figura del predicador, que debe tomar asiento en cátedra, príncipe sumamente
sabio entre los tres. Presta atención a todas las palabras. En la “cátedra”
está indicada la humildad de la mente; en “sumamente sabio”, el esplendor; en
“príncipe”, la constancia; en los “tres”, la vida, la ciencia y la elocuencia;
en la madera, la obstinada malicia de los perversos; en “muy tierno”, la
misericordia y la paciencia; en el “gusano”, la austera disciplina.
El
predicador debe asentarse en la “cátedra” de la humildad, enseñado por el
ejemplo de Jesucristo, quien en la cátedra de nuestra humanidad humilló la
gloria de su divinidad. Debe ser “sumamente sabio”, en la sabiduría del amor,
que solamente saborea “cuán suave es el Señor” (Salm 33, g). Debe ser
“príncipe”, por la constancia de la mente, para que no tema el encuentro de
alguno, como el león, que es el más fuerte de las fieras; “entre los tres”, o
sea, en la vida, en la ciencia y en la elocuencia. Debe ser también “muy tierno
gusano de la madera”: gusano, para perforar y corroer la madera, o sea, a los
empedernidos en el mal y a los estériles de obras buenas; muy tierno, o sea,
paciente y misericordioso hacia los humildes y arrepentidos.
O
también: como nada es más resistente que el gusano, cuando ataca, y nada es más
blando, cuando es tocado, así el predicador, cuando propone la palabra de Dios,
debe penetrar con fuerza en el corazón de los oyentes; en cambio, si él mismo
es herido con escarnios, debe mostrarse dulce y afable.
Se
dice de él que “en un solo asalto mató a ochocientos hombres”. Dice “en un solo
asalto”, a motivo de algunos que, después de haber matado la soberbia, fomentan
la voracidad. En el número “ochocientos” están comprendidos todos los vicios
corporales y espirituales. Y el predicador debe eliminarlos todos en sí mismo,
para que pueda ejercer las obras de misericordia, ante todo, alrededor de sí
mismo, y, después, hacia los demás.
Justamente
por esto el evangelio de hoy dice: “¡Sean misericordiosos!”.
2.‑
observa que en este evangelio sobresalen cuatro aspectos. Primero: la
misericordia de Dios: “¡Sean misericordiosos!”; segundo: la medida de la gloria
eterna: “una medida buena y desbordante”; tercero: la caída de los ciegos en la
fosa. Les dijo también una parábola: “¿Puede acaso un ciego guiar a otro
ciego?”. Cuarto: la paja en el ojo del hermano: “¿Cómo puedes ver la paja en el
ojo de tu hermano?”. Con estas cuatro partes del evangelio, hallaremos
concordancias en algunos relatos del segundo libro de los Reyes.
En
el introito de la misa de este domingo se canta: “El Señor es mi luz” (Salm 26,
12). Y se lee la epístola del bienaventurado Pablo a los romanos: “Yo considero
que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria
futura, que se revelará en nosotros” (Rom 8, 18). La dividiremos en cuatro
partes y la concordaremos con las cuatro partes del evangelio. Primera parte:
“Considero”; segunda. “La expectación de las criaturas”; tercera: “Sabemos que
toda la creación”; cuarta: “No sólo la creación”.
3.‑ “Sean misericordiosos, como es misericordioso su
Padre. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados;
perdonen y serán perdonados. Den y se les dará” (Lc 6, 36‑38).
Observa
que en esta primera parte del evangelio se destacan de manera notable cinco
mandatos: tener misericordia, no juzgar, no condenar, perdonar y dar. Queremos
hallar la concordancia de estos cinco mandatos con cinco relatos del segundo
libro de los Reyes.
Primer
mandato. Se llama misericordioso aquel, que se compadece de la miseria ajena.
Esta compasión es llamada “misericordia”, porque hace el “corazón mísero” (en
latín, misericordia, míserum cor), sufriendo por la miseria ajena. En cambio,
en Dios existe la misericordia “sin la miseria del corazón”. En efecto, la
misericordia de Dios se dice “conmiseración”, como si dijera “acción de
misericordia”.
En
este sentido dice el Señor: “¡Sean misericordiosos!”. Y observa que, como es
triple la misericordia del Padre celestial hacia ti, así triple ha de ser tu
misericordia hacia el prójimo. La misericordia del Padre es “graciosa,
espaciosa y preciosa”.
Graciosa,
porque purifica de los vicios. Dice el Eclesiástico: “Llena de gracia es la
misericordia de Dios en el momento de la tribulación, como las nubes de lluvia
en tiempo de sequía” (Ecli 35, 26). En el momento de la tribulación, o sea,
cuando es atormentada por los pecados, el alma es rociada con la lluvia de la
gracia que la renueva y cancela sus pecados.
Espaciosa,
porque con el tiempo se expande en obras buenas. Dice el Salmo: “Tu
misericordia está siempre delante de mis ojos, y yo me complazco en tu verdad”
(25, 3), porque desapruebo mi iniquidad.
Preciosa,
en las delicias de la vida eterna. Dice Ana en el libro de Tobías: “Todo aquel
que te honra, tiene la certeza que, si su vida fue puesta a prueba, será
coronado; si pasó a través de las tribulaciones, será liberado; si fue
perseguido, le será concedido entrar en tu misericordia” (Tob 3, 21). (Sobre
este argumento, puedes consultar el sermón del domingo XV después de
Pentecostés, parte 11, donde se explica el evangelio: “Nadie puede servir a dos
amos” (Mt 6, 24).
Acerca
de estas tres cualidades dice Isaías: “Recordaré las misericordias del Señor,
alabaré al Señor por todos los beneficios que nos hizo y por su gran bondad
hacia la casa de Israel, y por todos los favores que nos concedió en su
benignidad y según la multitud de sus misericordias” (63, 7).
También
tu misericordia hacia el prójimo tiene que ser triple: has de perdonarle, si
pecó en contra de ti; has de instruirlo, si se desvió del camino de la verdad;
y has de alimentarlo, si tiene hambre.
En
el primer caso, dice Salomón: “Por medio de la fe y de la misericordia se
expían los pecados” (Prov 15, 27). En el segundo caso, dice Santiago: “El que
hace volver a un pecador de su mal camino, salvará su alma de la muerte y
alcanzará el perdón de sus numerosos pecados” (5, 20). En fin, en el tercer
caso, dice el Salmo: “¡Bienaventurado quien se preocupa del pobre y del necesitado!”
(40, 2).
Con
toda razón se dice: “¡Sean misericordiosos, como es misericordioso su Padre!”.
4.‑
Concuerda con lo anterior lo que se lee en el segundo libro de los Reyes, en el
que David dice a Merib‑Baal: “No tengas miedo. Quiero tratarte con misericordia
por amor de Jonatán, tu padre. Voy a devolverte todos los campos de tu
antepasado Saúl, y tú comerás siempre el pan a mi mesa” (2 R 9,7).
En
este pasaje está indicada la triple misericordia, que se ha de tener con el
prójimo. Primera misericordia, cuando dice: “Por amor de Jonatán”, o sea, por
amor de Jesucristo, quien dijo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que
hacen” (Lc 23, 34). Con aquel que peca en contra de ti, has de usar
misericordia con el corazón y con la boca, para que le perdones tanto con el
corazón como con la boca.
Segunda
misericordia, cuando añade: “Voy a devolverte todos los campos de tu antepasado
Saúl”. Campo se dice en latín áger, de ágere, hacer, porque en él se hace algo;
y simboliza la gracia infundida con la unción en el bautismo. El bautizado
recibe esa gracia, para luego ejercerla en las buenas obras. Pero cuando Saúl,
o sea, el alma ungida con el óleo de la fe, muere por el pecado, entonces
pierde la gracia; y tú se la devuelves, cuando conviertes al bautizado de su
vida de pecado.
Tercera
misericordia, cuando concluye: “Y tú comerás siempre el pan a mi mesa”. Dice
Salomón. “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale
de beber” (Rom 12, 20). Con razón, pues, se dice: “¡Sean misericordiosos!
Seamos,
pues, misericordiosos, imitando las grullas. Se cuenta que, cuando las grullas
quieren llegar al lugar destinado, vuelan muy en alto, como para mejor
determinar desde un observatorio más alto el territorio prefijado. La que
conoce el recorrido, precede la bandada, sanciona su desidia en el vuelo y la
incita con la voz. Y si la primera pierde la voz, le sucede otra. Es unánime el
cuidado de todas para las cansadas; y si alguna desfallece, todas se unen, para
sostener a las cansadas hasta que con el descanso recuperan las fuerzas.
Y
también cuando están en tierra, su cuidado no disminuye. Se reparten los turnos
de guardia nocturna, en modo tal que una cada diez esté siempre despierta. Las
despiertas aprietan entre sus patas pequeños pesos, que, si eventualmente
cayeran, denuncian su sueño. Un grito da la alarma, cuando hay que evitar algún
peligro. Huyen de los murciélagos, (Solino).
Seamos,
pues, misericordiosos como las grullas. Estando puestos en un más alto
observatorio de la vida, preocupémonos por nosotros y por los demás; hagamos de
guías para quien no conoce el camino; con la voz de la predicación; estimulemos
a los perezosos y a los tibios; demos el cambio en la fatiga, porque, sin
alternar la fatiga al descanso, no se resiste largo tiempo; sostengamos con
nuestros hombros a los débiles y a los enfermos, para que no desfallezcan; en
los turnos de guardia, velemos en la oración y en la contemplación del Señor;
apretemos estrechamente entre los dedos la pobreza y la humildad del Señor y la
amargura de su pasión; y si algo inmundo intentara insinuarse en nosotros,
inmediatamente lancemos el grito de alarma; y, sobre todo, huyamos de los
murciélagos, o sea, de la ciega vanidad del mundo.
5.‑
Segundo mandato: “No juzguen y no serán juzgados”. Comenta la Glosa: “Acerca de
los males evidentes, que ciertamente no pueden ser llevados a cabo con recta
intención, nos es lícito dar un juicio. Pero hay cosas intermedias, de las que
no se sabe con cuál intención sean ejecutadas: pueden ser bien y mal. Tampoco
sabemos qué podrá llegar a ser aquel, que hoy nos parece malo: sería temerario
desesperar de su conversión y tildarlo de infamia. “No juzguen, pues, y no
serán juzgados”.
Con
esto tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata
que “Uzá extendió su mano hacia el arca de Dios y la sostuvo, porque los bueyes
daban coces y el arca se había inclinado peligrosamente. El Señor se irritó
grandemente contra Uzá y lo golpeó por su temeridad. Así él murió junto al arca
del Señor” (2 R 6, 6‑7).
- El arca es figura del alma, y los bueyes simbolizan los sentidos del cuerpo. Uzá, que se interpreta “robusto”, es figura de los que presumen de virtuosos y difaman a los demás.
Cuando,
pues, los bueyes dan patadas, o sea, cuando los sentidos del cuerpo se insubordinan
y se rebelan, a veces el alma se doblega y consiente a alguna culpa. Si alguno
presume temerariamente golpearla con la mano de la difamación, sepa que
incurrirá en el juicio del Señor, quien dijo: “No juzguen y no serán juzgados”.
Dice el Filósofo: “Examina si tú también eres malo, y perdona a los que son
como tú” (Flublio Siro).
6.‑
Tercer mandato.‑ “No condenen y no serán condenados”. Con esto concuerda el
segundo libro de los Reyes, donde se relata que David no quiso condenar a
Absalón, el cual quería condenarlo a él, David; más bien, dio órdenes a Joab,
Abisai e Itai: “Trátenme con cuidado al joven Absalón”. Después de la ejecución
de aquel hijo, David, “afligido, subió a la habitación llorando y, con la
desesperación en el corazón, decía: “¡Hijo mío Absalón, Absalón hijo mío!
¡Quién me concediera morir en tu lugar ! ¡Absalón hijo mío, hijo mío Absalón! “
(2 R 18, 5 y 33).
No
se debe gozar de la muerte del enemigo, sino afligirse y llorar. También Cristo
subió a su habitación, o sea, a la cruz, y allí lloró sobre Adán y sobre toda
su descendencia, matados por Joab, o sea, por el diablo, con tres lanzas: la
gula, la vanagloria y la avaricia. También Cristo lloró, diciendo: “¡Hijo mío,
Adán! ¿Quién me concediera morir por ti? ¿o sea, que mi muerte te sirva de
provecho?”. Como si dijera: Nadie quiso concederme morir por él. Cristo
considera un gran don que el pecador le conceda que la propia muerte le sea de
provecho.
7.‑
Cuarto mandato: “Perdonen y serán perdonados”. También sobre esto tenemos una
concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata que “Simei
maldijo a David, diciendo: “¡Fuera, fuera, hombre sanguinario y canalla! El
Señor hace recaer sobre ti toda la sangre de la casa de Saúl, a quien tú
usurpaste el reino; y ahora el Señor puso el reino en manos de tu hijo Absalón.
Y he aquí que estás abrumado de desgracias, porque eres un sanguinario”.
Entonces Abisai, hijo de Sarvia, dijo al rey. “¿Cómo ese perro muerto maldice
al rey, mi señor? Yo iré y le cortaré la cabeza”. Pero el rey lo detuvo,
diciéndole: “¿Qué tengo que ver yo con ustedes, hijos de Sarvia? Dejen que
maldiga. Es el Señor quien le mandó maldecir a David. ¿Y quién se atreverá a
preguntarle: por qué obras así?”. Y el rey, dirigiéndose a Abisai y a todos sus
ministros, les dijo: “He aquí: si mi hijo, el hijo salido de mis entrañas,
quiere quitarme la vida; ¡cuánto más el hijo de Lémini, el benjaminita! Déjenlo
que maldiga, como le mandó el Señor. Tal vez mirará mi aflicción y me devolverá
el bien en cambio de la maldición de hoy”. David siguió con sus hombres por el
camino, mientras Simei iba por la ladera de la montaña, teniéndose a la altura
del rey, y continuaba lanzándole maldiciones, arrojándole piedras y levantando
polvo” (2 R 16, 7‑13).
Comenta
Gregorio: “Si alguno no puede o no se siente capaz de conservar la paciencia,
cuando sufre injurias, recuerde el episodio de David, quien, mientras Simei se
obstinaba con las villanías y los jefes armados contendían el honor de
vengarlo, dijo: “¿Qué tengo que ver yo con ustedes, hijos de Sarvía?”. Y poco
después: “Déjenlo que maldiga, como el Señor le ordenó”. Con tales palabras
David hace entender que, mientras huía del hijo que se habla levantado en
contra de él, había evocado en su memoria el pecado que había cometido con Betsabé.
Y pensó que las palabras injuriosas no eran tanto insultos sino ayudas y
remedios, con los que podría purificarse y alcanzar misericordia para sí
mismo”.
También
nosotros soportamos de buena gana las injurias que se nos infiere, si en el
secreto de la mente reflexionamos sobre los pecados cometidos. Y hasta nos
parecerá leve la ofensa que nos afecta, si miramos al castigo mucho más severo
que hubiéramos merecido. Por consiguiente, frente a las injurias, debemos
considerarlas más una gracia que un motivo de irritación. Son como una caución,
por medio de la cual, a juicio de Dios, podemos evitar una pena más grave.
8.‑
Quinto mandato: “Den y les será dado”. También sobre esto tenemos una
concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata que “Machir,
hijo de Amiel, y Barzilai, el galaadita, dieron a David lechos y tapices, vasos
de arcilla, trigo y cebada, harina y grano tostado, habas y lentejas, garbanzos
tostados, miel y manteca, ovejas y novillos gordos. Esto corresponde al “den”.
Veamos ahora la otra parte: “Y les será dado”. Dijo el rey David a Barzilai:
“Ven conmigo, descansarás y estarás tranquilo en Jerusalén” (2 R 17, 27‑29 y
19, 33). vamos a ver el significado moral de todo este asunto.
Machir
se interpreta “vendedor”; Amiel, “pueblo de Dios”; Barzilai, “mi fortaleza”;
Galaad, “cúmulo de testimonios”. Los tres personajes representan a todos los
penitentes, que venden sus bienes y distribuyen el importe a los pobres, que
son el pueblo de Dios, al que el Señor se escogió como heredero. Esos pobres,
con la fuerza de las buenas obras, derrotan las tentaciones del antiguo
adversario. En esos pobres se acumulan todos los testimonios de la pasión del
Señor.
Los
pobres dan a Cristo los lechos, en los que se duerme, o sea, la tranquilidad de
una conciencia pura, en la cual Cristo mismo descansa con el alma; dan tapices
de distintos colores, o sea, la variedad de las virtudes; vasos de arcilla, o
sea, se dan a sí mismos, cuando se humillan y se reconocen frágiles y amasados
de barro. Dan a Cristo el trigo, o sea, la doctrina del evangelio, y la cebada,
o sea, las enseñanzas del Antiguo Testamento; y la harina, o sea, la confesión,
hecha con la precisión de todas las circunstancias de los pecados. Dan a Cristo
el grano tostado de la paciencia; y las habas de la abstinencia, y las lento(as
de la propia insignificancia. Dan a Cristo los garbanzos tostados de la compasión
hacia el prójimo; y la miel y la manteca de la vida activa y de la
contemplativa. En fin, dan a Cristo las ovejas de la inocencia y los novillos
gordos de la mortificación del propio cuerpo gordo. Si tú das estas cosas,
también a ti se te dará; y oirás al verdadero David, Cristo, que te dice: “Ven
conmigo, y descansarás y estarás seguro en la Jerusalén celestial”.
Considera
también estas cuatro palabras: ven conmigo, descansarás, estarás seguro en
Jerusalén. A estas cuatro palabras corresponden las otras cuatro que se cantan
en el introito de la misa de hoy: “El Señor es mi luz y mi salvación. El Señor
es defensa de mi vida: ¿de quién temeré? Los enemigos que me acosan, son ellos
que tropiezan y caen” (Salm 26, 1‑3).
“El
Señor es mi luz” corresponde a la palabra “Ven conmigo”. No podría caminar
derecho hacia el Señor aquel, que antes no fuere iluminado. “Mi salvación”
corresponde a “Descansarás”, porque donde hay salvación, hay también descanso.
“El Señor es defensa de mi vida: ¿de quién temeré?” corresponde a “Estarás
seguro”: aquel que es protegido por el Señor, sin duda vivirá tranquilo. “Los
enemigos que me acosan, son ellos que tropiezan y caen” corresponde a “en
Jerusalén”: cuando estemos en la Jerusalén celestial, ya no temeremos a los
enemigos que ahora nos hostilizan: ellos se desplomarán en la gehena, mientras
nosotros estaremos en la gloria.
Con
esta primera parte del evangelio concuerda la primera parte de la epístola de
hoy: “Yo considero que los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse
con la gloria futura que se revelará en nosotros” (Rom 8, 18). Los sufrimientos
son temporáneos, leves y transitorios; y por ende no son comparables. El
sufrimiento pasa, en cambio, la gloria permanecerá por los siglos de los
siglos.
Y
entonces, para poder llegar a esa gloria, roguemos al Señor Jesucristo, que es
padre misericordioso, para que infunda en nosotros su misericordia, con el
objeto de que también nosotros la usemos hacia nosotros y hacia los demás, no
juzgando a nadie, no condenando a nadie, perdonando a los que nos ofenden y
dándonos siempre a nosotros y nuestras cosas al que nos las solicite.
Se
digne concedernos esta gracia aquel Señor, que es bendito y glorioso por los
siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
9.‑
“Una buena medida, apretada, sacudida y desbordante se les volcará en su
regazo, porque serán medidos con la misma medida con que miden” (Lc 6, 38).
Considera
que hay tres medidas: la de la fe, la de la penitencia y la de la gloria.
La
medida de la fe es buena en la recepción de los sacramentos; es apretada, o
sea, plena, en el ejercicio de las buenas obras; es sacudida en las
tribulaciones o en sostener el martirio, por el nombre de Cristo; y es
desbordante en la perseverancia final. Acerca de esta medida habla el Apóstol:
“Cada uno obre según la medida de la fe que Dios le repartió” (Rom 12, 3).
La
medida de la penitencia es buena en la contrición, en la cual se conoce la
bondad de Dios; es apretada en la confesión, que debe ser completa; es sacudida
en la satisfacción; y es desbordante en el perdón de toda culpa y en la
recuperada pureza de la conciencia.
De
esta medida dice el libro de la Sabiduría: “Tú lo dispusiste todo con medida,
número y peso” (Sb 11, 20). “Todo”, o sea, toda la salvación del alma, por la
que se debe hacer todo lo que se hace, y a la cual ha de estar ordenado todo lo
que el hombre hace. “Dispusiste” tú, Señor Dios, en la medida de la penitencia,
la cual, para ser verdadera, es necesario que tenga “número y peso”. El número
se refiere a la confesión, en la cual han de ser numerados con precisión todos
los pecados y sus circunstancias; y el peso se refiere a la satisfacción, para
que la pena corresponda a la gravedad de la culpa. Este es “el peso del
santuario”, no “el peso oficial” (Los pesos y las medidas del templo de
Jerusalén eran distintos de los demás de la vida civil).
10.‑
Sobre todo ello tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes: “En
todo Israel no había un hombre más apuesto que Absalón, ni tan elegante como él:
desde la planta de los pies hasta la cabeza, no tenía ningún defecto. Y cuando
se cortaba la cabellera ‑lo hacía una vez por año, porque le resultaba
demasiado pesada, ya que se le crecía muy tupida‑, el pelo cortado pesaba
doscientos siclos, según el peso oficial” (2 R 14, 25‑26).
La
belleza de Absalón, que arranca de la planta de los pies y llega hasta el
vértice de la cabeza, simboliza la belleza de las cosas terrenales. Se cree que
en ella no haya ningún defecto, mientras su prosperidad no sea turbada por
alguna adversidad. En cambio, la belleza que desciende del vértice de la
cabeza, simboliza la belleza que proviene del conocimiento de las cosas
celestiales, como se halla en el evangelio, donde el Señor pregunta: “¿Por qué
suben estos pensamientos a su corazón?” (Lc 24, 38). Los pensamientos que suben
al corazón, provienen de las cosas terrenas, mientras los que bajan, provienen
de las cosas celestiales.
“Se
cortaba la cabellera una vez al año”. El corte de los cabellos demasiado largos
simboliza la acusación de los pecados en la confesión, que muchos llevan a cabo
una vez al año, cuando sería necesario confesarse también cada día. La
naturaleza del hombre es frágil e inclinada al pecado y todos los días se
mancha de pecado, y además su memoria es débil, tanto que lo que hace por la
mañana, apenas lo recuerda por la tarde; ¿por qué, pues, este desgraciado
dilata la confesión de un año? Más aún, ¿por que la retarda de un solo día, sin
saber lo que puede traer el día siguiente? Hoy estás, y mañana quizás no
estarás. Vive, pues, el día de hoy, como si tuvieras que morir hoy. Nada es más
cierto que la muerte, nada es mas incierto que la hora de la muerte.
Tú,
pues, que bebes cada día el veneno del pecado, cada día debes tomar también el
contraveneno de la confesión. Dice el Filósofo: “No vive, quien tiene en la
mente la sola preocupación de vivir” (Publio Siro).
“El
pelo cortado pesaba doscientos siclos, según el peso oficial”. Su peso debería
haber sido de trescientos siclos. El pecador debe estimar el peso de sus
pecados en trescientos siclos, o sea, merecedores de un triple castigo: debe
pesarlos con una perfecta contrición, con una perfecta confesión y con una
perfecta satisfacción; en cambio, estima su peso en doscientos siclos. Son
muchos los que están perfectamente arrepentidos y hacen una perfecta confesión;
pero fallan en el “tercer siclo” (tercera centena), el de la satisfacción.
Y
no pesan sus pecados con el “peso del santuario”, o sea, como Dios y los santos
juzgan su gravedad, sino que los pesan con el peso común, o sea, los
desestiman, siguiendo la opinión del vulgo. Y que esto no sea suficiente, lo
afirma Juan el Bautista: “Raza de víboras”, o sea, envenenados e hijos de
padres envenenados, “¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca?”
(Lc 3, 7). Como si dijera: “No aprendieron bien a escapar, porque no se huye de
la ira, cuando se descuida la satisfacción, o sea, la reparación debida por el
pecado”.
Por
esto Juan el Bautista añade: “Hagan frutos dignos de penitencia” (Lc 3, 8). Presta
atención que dice “frutos”, los que tienen tres momentos: el germen, la flor y
el fruto. El germen (o yema) es la contrición; la flor, la confesión; y el
fruto, la satisfacción. Y quien no tiene la satisfacción, no tiene tampoco la
penitencia perfecta.
11.‑
La medida de la gloría. Dice el evangelio: “Una medida buena, apretada,
sacudida y desbordante”. En estas cuatro palabras podemos vislumbrar las cuatro
prerrogativas del cuerpo (glorificado): la agilidad, la sutileza, la
luminosidad y la impasibilidad. Y se dice con toda razón que los cuerpos serán
más luminosos que el sol, más ágiles que el viento, más sutiles que las
chispas, y no padecerán más daño alguno.
Está
escrito: “El Señor asumió la luminosidad en el monte Tabor (Mt 17, 2); la
agilidad, cuando caminó sobre las aguas (Mt 14, 25); la sutileza, cuando “se
alejó pasando en medio de ellos” (Lc 4, 30), la impasibilidad, cuando fue
asumido por los discípulos, bajo la especie del pan, sin padecer daño alguno.
Asimismo:
“Los justos resplandecerán como el sol”: he ahí la luminosidad; “y como
chispas”: he ahí la sutileza; “y se extenderán por los rastrojos”: he ahí la
agilidad; “y sus nombres vivirán eternamente”: he ahí la impasibilidad, porque
no podrán ni morir ni desfallecer (Sab 3, 7; y Ecli 44, 14).
O
también: “Una medida buena”, o sea, el gozo sin dolor; “apretada”, la plenitud
de todo sin hueco; “sacudida”, o sea, la estabilidad sin ninguna disgregación,
porque lo que se agita, se hace compacto; “y desbordante”, o sea, amor sin
ficción. Cada uno goza de la recompensa del otro, y así su amor desbordará
sobre el otro.
Tal
medida la darán los pobres, porque ellos fueron la causa por la cual Dios la
diera: ellos dieron la ocasión de merecerla.
“Les
será volcada en su seno”. Dice Job: “Esta esperanza está depositada en mi seno”
(19, 27). El seno es un ámbito o un refugio como el puerto (en latín, seno,
sinus, puerto), y es figura del reposo eterno, en el que los santos, liberados
de las tempestades de este mundo, serán acogidos en la tranquilidad del puerto.
O
también: como el hijo pequeño llorando regresa al seno de la madre, que,
acariciándolo, le enjuga las lágrimas; así los santos del llanto de este mundo
retornarán al seno de la gloria, en la cual Dios “enjugará las lágrimas de todo
rostro” (Ap 7, 17).
“Con
la misma medida con que miden, serán medidos”. Comenta Agustín: “Con su
voluntad, el bueno mide el bien realizado; con la misma le será medida la
bienaventuranza. Con su voluntad el malo mide las obras malas; y con la misma
le será medida la pena. Por ende, aunque las obras malas no sean eternas, son
castigadas con tormentos eternos; y porque el pecador quiso tener un disfrute
eterno del pecado, hallará también una eterna severidad en el castigo”.
12.‑
Con esta segunda parte del evangelio concuerda la segunda parte de la epístola
de hoy: “La creación espera con ardiente anhelo la revelación (manifestación)
de los hijos de Dios. También la creación está sujeta a la vanidad, no por su
propio querer, sino por el querer de aquel que la sujetó, pero dejándole la
esperanza. La creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción,
para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,19-21)
Observa
que en esta segunda parte, por tres veces, es citada la palabra “creación”; y
esto corresponde a las tres susodichas medidas de la fe, de la penitencia y de
la gloria. En este lugar, “creación” está en lugar de la “Iglesia de los
fieles”.
Dice,
pues: La creación, o sea, toda la Iglesia, espera con impaciencia la revelación
de los hijos de Dios. o sea: los que por la fe son hijos de Dios en la iglesia,
esperan la gloria, en la que, cuando se revele, contemplarán a Dios cara a
cara, mientras ahora lo contemplan como bajo un velo, porque lo vemos
oscuramente, como en un espejo (1Cor 13, 12).
Esta
creación está sujeta a la vanidad, o sea, a la volubilidad. Dice Salomón: “El
justo cae siete veces” (Prov 24, 16). No lo hace por querer propio, porque el
justo no tiene el pecado en su voluntad, porque se le dijo: “Vete, y no quieras
pecar más” (Jn 8, 11). El soporta esta caducidad en la paciencia, por amor de
Dios, que lo sujetó, o sea, que quiso o permitió que estuviera sujeto; y esto
en la esperanza de la vida eterna.
Y
añade a este propósito: “La creación misma será liberada de la esclavitud de
esta corrupción y volubilidad, que serán transformadas en la gloriosa libertad
de los hijos de Dios. En ese momento recibirá la “medida buena”, en la plenitud
de la edad de Cristo” (Ef 4, 13); “apretada” para la plena felicidad de las
almas; “sacudida” para la entrega de la doble estola (vestido); y “desbordante”
en la eterna felicidad de todos.
Te
suplicamos, Señor Jesucristo, que nos distribuyas los carismas del Espíritu
Santo en la medida de la fe, que nos llenes con la medida de la penitencia y
que nos sacies, después, con la medida de la gloria en la visión de tu rostro.
13.‑
“Les dijo también esta parábola: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No
caerán los dos en una fosa? El discípulo no es superior al maestro; y el
discípulo será perfecto, si llega a ser como su maestro” (Lc 6, 39‑40). Vamos a
ver qué simbolicen alegóricamente los ciegos, la fosa, el discípulo y el
maestro.
El
ciego es figura del prelado o del sacerdote indignos y privados de la luz de la
vida y de la ciencia. Acerca de los ciegos prelados de la iglesia habla Isaías:
“¡Oh ustedes todos, bestias del campo y fieras de la selva, vengan todas a
devorar! Sus guardianes son todos ciegos, ninguno de ellos sabe nada. Todos
ellos son perros mudos, incapaces de ladrar, visionarios de cosas vanas, dormilones
y amantes de los sueños. Son perros comilones y no conocen la saciedad. Los
mismos pastores no saben discernir; todos ellos siguen sus propios caminos,
cada uno busca su propio provecho, desde el más elevado hasta el último. Y
dicen: “Vengan, tomemos vino y emborrachémonos; como es hoy, así será también
mañana, y mucho más” (56, 9‑12).
En
las bestias del campo están indicados los demonios; y en las fieras de la
selva, los instintos de la carne, que devoran a la iglesia y al alma riel. ¿Por
qué sucede esto? justamente porque los guardianes de la iglesia son todos
ciegos y están privados de la luz de la vida y de la ciencia. Son perros mudos,
que tienen en la boca el sapo del diablo y, por ende, son incapaces de ladrar
contra el lobo. Son visionarios, porque predican por dinero; y creen traer a
las almas al arrepentimiento, diciendo como por burla: “¡Paz, paz, y no hay
paz!” (Jer 6, 14).
Duermen
en los pecados, aman los sueños, o sea, las cosas temporales, que después
desilusionan amargamente a los que las aman. Son perros insolentísimos y
“desvergonzados como una meretriz y no quieren sonrojarse” (Jer 3, 3). No
conocen la saciedad, y dicen siempre: “¡Trae, trae!”, y jamás dicen: “¡Basta!”.
Ellos son pastores que se apacientan a sí mismos, carentes de esa inteligencia,
de la que habla el Profeta: “Obraré con inteligencia en el camino de la
inocencia” (Salm 100, 2).
Todos
ellos siguen sus propios caminos, no el camino de Jesucristo, cada uno en pos
de sus intereses. Este es “el camino tenebroso y resbaladizo” (Salm 34, 6), que
todos recorren, desde el más elevado hasta el último, desde el puerco dueño
hasta el lechón. Ellos se convidan: “¡Vengan, bebamos vino”, que lleva a la
lujuria (Ef 5, 18), “y entreguémonos a la borrachera”, que quita corazón y cerebro
(Os 4, 11); “y como es hoy, así será mañana!”.
Sin
embargo, créanme: “mañana” no será como hoy. Se lee en el primer libro de los
Macabeos: “La gloria del pecado es estiércol y gusanos. Hoy es exaltado, y
mañana ya no se encuentra más, porque retornó al polvo y sus proyectos
fracasaron” (1 Mac 2, 62‑63). Dijo Jacob en el Génesis: “Mañana mi justicia
(honradez) responderá por mí” (30, 33).
Hoy,
perros insolentes, están llenos de borrachera; pero mañana, o sea, en el día
del juicio, se hallarán frente a la muerte eterna. Dice el Apocalipsis: “Cuanto
se exaltó y se rodeó de placeres, otro tanto denle de tormentos” (18, 7).
14.‑
Símilmente, estos ciegos nos dan la prueba de su malicia con las palabras del
profeta Isaías: “Como ciegos, palpamos las paredes, y andamos a tientas como
sin ojos; tropezamos a mediodía como de noche; estamos en lugares oscuros como
muertos; todos nosotros gruñimos como osos” (59, 10‑11).
Presta
atención a estas cuatro palabras: pared, sin ojos, a mediodía y como osos. En
la pared está simbolizada la abundancia de cosas temporales; en los ojos, la
vida y la ciencia; a mediodía, la excelencia de las dignidades eclesiásticas;
en los osos, la gula y la lujuria.
Estos
ciegos palpan la pared, o sea, las riquezas, como si fuesen una cosa mórbida,
mientras son espinas punzantes; y como están sin los ojos de la vida y de la
ciencia, se les apegan y las eligen como a guía de su vida, ya que carecen de
la guía de la razón. A mediodía, a la luz de las dignidades eclesiásticas,
tropiezan como si estuvieran en las tinieblas, porque se vuelven ciegos
justamente por aquello por lo que debieran ser iluminados. Y porque son golosos
y lujuriosos, como osos gruñen por la miel, o sea, por los placeres temporales.
El
oso es así llamado, porque con su boca formaría un feto; en latín ursus, oso;
orsus, iniciado, nacido. Se cuenta que a los treinta días de preñez engendran
seres informes. Es justamente esa precipitada fecundidad que produce seres
informes. Las osas expulsan una pequeña masa de carne de color blanco, sin
ojos, que mientras va rápidamente madurando, se cubre de pus, a excepción del
esbozo de las uñas. Lamiendo aquella masa informe, le dan gradualmente forma, y
mientras tanto la aprietan contra su pecho, como empollándola y calentándola
asiduamente, para activar el aliento vital, En el intervalo, ¡nada de
alimentación!.
En
los primeros catorce días, las madres caen en un sueño tan profundo que no
pueden ser despertadas ni si uno las hiere. Después de haber parido, permanecen
escondidas durante cuatro meses. Después, cuando salen al aire libre, tanto
sufren a causa de la violencia de la luz, que parecen afectadas por la ceguera.
Los
osos tienen la cabeza débil y sin fuerzas, mientras su fuerza mayor está en los
brazos y en los lomos. Acechan las colmenas de las abejas; sobre todo, apetecen
el panal, y nada devoran más ávidamente que la miel. Si gustan de los frutos de
la mandrágora, mueren; pero reaccionan rondando acá y allá para que el mal no
se agrave a muerte; y para recuperar la curación, atrapan y tragan hormigas
(Solino).
Las
osas de nuestro tiempo, o sea, los prelados afeminados, paren carnes muertas, o
sea, hijos carnales, que son de color blanco, como los sepulcros, llenos de
podredumbre (Mt 23, 27); pero no tienen ojos, y por eso no ven ni a Dios ni al
prójimo. No hay en ellos forma alguna de virtud, ni honestidad de costumbres,
sino sólo podredumbre de pecados; sólo hay que exceptuar el contorno de las
uñas, con las cuales arrebatan los bienes del prójimo.
Lamiendo
esas carnes, o sea, adulando, las osas gradualmente les dan una forma, una
figura; esa figura, de la cual se dice: “Pasa la figura de este mundo” (1Cor 7,
31); y con el calor de un constante mal ejemplo, activan el aliento, o sea, el
espíritu de la vida animal, de la cual habla el Apóstol: “El hombre animal, o
sea, natural, no comprende las cosas del Espíritu de Dios” (1Cor 2, 14). Y así,
animales con animales, ciegos con ciegos, caen en la fosa.
Además,
se debe observar que, como los osos no tienen fuerza en la cabeza, así la mente
de estos prelados de la iglesia no tienen fuerza para resistir a las
tentaciones del diablo; toda su fuerza está en los brazos y en los lomos,
fuerza de rapiña y de lujuria; acechan las colmenas de las abejas, o sea, las
casas de los pobres; apetecen, por encima de todo, los panales de la alabanza y
de la vanagloria, o sea, los saludos en las plazas, los primeros asientos en
las cenas, los primeros sitiales en las sinagogas (Mt 22, 6‑7); y después
carecerán hasta de los segundos asientos. Y si ellos gustan de los frutos de la
mandrágora, mueren.
15.‑
La mandrágora es una hierba aromática, y sus frutos tienen una exquisita
fragancia, como las manzanas macianas (manzanas que crecían en las huertas de
la familia romana de los Macios).
Los
frutos de la mandrágora simbolizan las obras de los justos; y, aspirando el
perfume de su vida, los osos mueren gruñendo: para ellos, como dice el Apóstol,
“son olor de muerte para la muerte” (2Cor 2, 16).
De
estas mandrágoras dice la esposa del Cantar: “Las mandrágoras exhalaron su
aroma ante mis puertas” (Cant 7, 13). A las puertas de la iglesia, los santos
exhalan el aroma de su santa vida. De ellos habla también el Génesis: “Rubén
salió al campo en el tiempo de la siega del trigo y halló las mandrágoras” (30,
14).
Rubén,
que se interpreta “hijo de la visión”, es figura de Jesucristo, Hijo de Dios
Padre, a quien los ángeles desean contemplar” (1 Pe 1, 12). Jesús salió del
seno del Padre y vino al campo de este mundo en el tiempo de la siega del
trigo, o sea, en la plenitud de los tiempos, en el cual el trigo, por obra de
José, debía ser recogido en el granero de la bienaventurada Virgen, para que
todo Egipto no pereciera de hambre; y halló las mandrágoras, o sea, a los
apóstoles y a los seguidores de los apóstoles, por cuyo perfume mueren los osos
gruñendo.
Como
está escrito en el libro de la Sabiduría, esos osos gruñones espetan: “Son
contrarios a nuestras obras, nos reprochan las culpas contra la Ley y nos echan
en cara las faltas contra la educación recibida. Llegaron a ser para nosotros
una condenación de nuestros sentimientos; sólo el verlos nos parece
insoportable, porque su vida es diferente de la de los demás, y diferentes son
sus caminos. Ellos nos juzgan como frívolos y vanos y evitan nuestras
costumbres, como inmundicias”. Esos infelices la piensan así; pero se
equivocan” (Sab 2, 12‑2 1). Y por eso se arrojaron sobre las hormigas, o sea,
sobre las vanidades y las astucias del mundo, y creen que su falso placer pueda
ser su medicina. Pero, he aquí, llegará el oso hormiguero (en griego‑latino,
mirmicóleon), o sea, el diablo, que devorará tanto a los osos ciegos corno a
las hormigas.
Acerca
de estos ciegos tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en
el que se relata que David estableció dar un premio a aquel, $$que hiriera a
los jebuseos, pasara por los canales de sus casas y expulsara a los cojos y a
los ciegos, que odiaban la vida de David. De ahí vino el dicho: “Los ciegos y
los cojos no entrarán en el templo” (2 R 5, 8).
Presta
atención a los tres verbos: hiriera, pasara y expulsara. El verdadero David,
Jesucristo, dará el premio de la vida eterna a aquel, que hiera al jebuseo que
habita en la tierra, o sea, el apetito de la carne; y pasara por los canales de
las casas, que son las cañerías de los edificios, o sea, imitara los ejemplos
de los santos; y expulsara a los cojos y a los ciegos, o sea, a, los prelados y
sacerdotes, que cojean de ambos pies, o sea, en los sentimientos y en las
obras, y que son ciegos de ambos ojos, o sea, en la vida y en la ciencia. Todos
ellos odian la vida de Jesucristo, porque venden al diablo su alma, “por la
cual Cristo dio su vida” (1 Jn 3, 16). Tales ciegos y cojos no deberían entrar
en el templo, ese templo que hoy les es confiado en custodia, y por cuya ciega
custodia muchos son cegados y con ellos igualmente son arrastrados en la fosa
de la condenación. Con razón, pues, se dice: “Si un ciego guía a otro ciego,
ambos caerán en la fosa”.
16.‑
“No hay discípulo que sea superior al maestro”. Comenta la Glosa: “Si el maestro,
que es Dios, no se venga de las injurias recibidas, sino que, soportándolas,
quiere volver más mansos a los perseguidores, también los discípulos, que son
hombres, deben seguir esta regla de perfección”.
Acerca
de este aspecto tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en
el que se relata que “el rey David cruzaba el torrente Cedrón, y todo el pueblo
caminaba por el camino de los olivos, que va al desierto. David subió la cuesta
de los olivos; la subió llorando, y caminaba con la cabeza cubierta y los pies
descalzos. Y también todo el pueblo que estaba con él, subía con la cabeza
cubierta y llorando” (2 R 15, 23‑30).
Sentido
alegórico. David es figura de Cristo. Cedrón se interpreta “triste aflicción”.
Entonces el torrente Cedrón, que David atravesó, es la tristeza de la pasión,
atravesada por Cristo. Nos lo dice Juan: “Jesús salió con sus discípulos y
cruzó el torrente Cedrón” (Jn 18, 1). Y detrás de El, lo seguía el pueblo por
el camino de los Olivos. En efecto, el pueblo sigue a Cristo, que va adelante
hacia la pasión; y los discípulos siguen al maestro, para experimentar su
misericordia.
El
rey caminaba con la cabeza cubierta; y Cristo subió al monte de los olivos,
escondiendo su divinidad bajo su humanidad, y con los pies descalzos, porque
entonces manifestó su humanidad. También el pueblo caminaba con la cabeza
cubierta, pero no se lee que caminase a pies descalzos. No debemos descubrir el
secreto de la mente por medio de la arrogancia de la voz; y los pies no tienen
que estar desnudos, sino calzados y resguardados con los ejemplos de los
santos.
Dice
Jeremías: “Preserva tu pie de la desnudez y tu garganta de la sed” (2, 25). De
la desnudez, o sea, de la carencia de virtudes, debemos preservar el pie, o
sea, los sentimientos; y la garganta, de la sed de la avaricia. Apagan esta sed
sólo la hiel y el vinagre de la pasión del Señor. “Lo que primero bebió el
médico y saboreó el maestro, no lo desdeñe saborear el discípulo”, “quien es
suficiente que sea como el maestro” (Agustín y Mt 10, 25).
17.‑
Con esta tercera parte del evangelio concuerda la tercera parte de la epístola:
“Sabemos que toda la creación gime y está con dolores de parto hasta ahora”
(Rom 8, 22). Presta atención a estas dos palabras: gime y está con dolores de
parto.
El
Maestro gimió al obrar milagros. Se lee en Marcos: “Mirando hacia lo alto,
Jesús suspiró (en latín ingemuit, gimió), y dijo: “¡Efetá!, o sea, ¡ábrete!”. Y
sufrió dolores de parto en la angustia de la pasión. El mismo dice por boca de
Isaías: “Yo, que hago parir a los demás, ¿no pariré yo mismo” (66, g). Así
también los discípulos del maestro, que son su creación, deben gemir en la
contrición y parir en la confesión. Es suficiente que el discípulo sea como el
maestro.
Te
rogamos, pues, oh buen Jesús, Maestro y Señor, que ilumines a los ciegos, que
enseñes a tus discípulos y que les muestres el camino de la vida. Y así
podremos llegar a ti que eres el camino y la vida.
18.‑
“¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga que
está en tu ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, déjame sacar la paja
de tu ojo”, sin advertir la viga que está en tu ojo? Hipócrita, saca primero la
viga de tu ojo, y entonces podrás ver bien para sacar la paja del ojo de tu
hermano” (Lc 6, 41‑42).
Presta
atención a estas tres palabras: la paja, el ojo y la viga. En la paja está
indicada una culpa leve; en el ojo, la razón o la inteligencia; y en la viga,
una culpa grave. Comenta la Glosa: “En verdad, el que peca no tiene derecho de
reprender al pecador”.
Sobre
esto tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata
que el Señor prohibió a David que le edificara un templo (2 R 7, 12‑13). Dice
Gregorio: “Debe ser libre de todo vicio el que se preocupa de corregir los
vicios ajenos: no debe pensar en las cosas terrenas y no debe secundar los
deseos bajos. Cuanto más claramente quiere ver uno en los demás lo que hay que
evitar, tanto más diligentemente debe evitarlo él mismo en su mente y en su
vida. Un ojo, cegado por el polvo, no puede ver distintamente una mancha en un
miembro del cuerpo; y las manos, sucias de barro, no pueden limpiar ninguna
suciedad”.
Si
quieres reprender a otro, ante todo, examínate si tú no eres como él. Y si lo
eres, llora con él y no pretendas que él te obedezca, sino que mándale y
amonéstalo que junto contigo se esfuerce por corregirse. En cambio, si no eres
como él, sé indulgente, porque, quizás, lo fuiste en el pasado o habrías podido
serlo; y repréndelo no movido por el odio sino por la misericordia. Las
correcciones hay que hacerlas raramente y cuando son absolutamente necesarias y
sólo teniendo en cuenta a Dios, después de haber removido la viga de tu ojo
(Glosa). Con razón se dice: “¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu
hermano?”.
19.‑
Y observa que los ojos son así llamados, o porque son escondidos por la sombra
de las cejas, para que no sufran ni molestias ni lesiones incidentales, o
porque tienen una luz escondida, secreta o impedida. Entre todos los sentidos,
los ojos son los más cercanos al alma; y en los ojos se trasluce todo juicio de
la mente; y en los ojos se manifiestan la perturbación o la alegría del alma.
Los
ojos están colocados dentro de dos cóncavos orificios de la cara, de los que
toma el nombre la frente (en latín foratus, orificio ‑frons, frente). Los ojos,
que parecen gemas, son cubiertos por membranas transparentes, por las cuales,
como a través del vidrio, una mente refulgente ve en transparencia lo que hay
afuera. En el centro de las órbitas están las pupilas, por las que tenemos la
facultad de ver.
Y
debemos también saber que los ojos pueden ser o grandes o muy pequeños o
medianos. El ojo mediano manifiesta buena disposición para el discernimiento,
la inteligencia y la erudición. Y puede haber también ojos prominentes,
profundos o medianos. Los ojos profundos indican vista aguda; y los ojos
prominentes indican desorden en la valoración y disposición a la malicia; y
cuando son intermedios, merecen aprecio, porque son signo de bondad.
Y
hay también ojos muy cerrados, y ojos muy abiertos y poco móviles, y ojos con
características intermedias. Si son muy abiertos y poco cerrados, manifiestan
necedad y desvergüenza. Si son muy cerrados, indican gran volubilidad, poca
discreción e inconstancia en el obrar. En cambio, el ojo con características
intermedias indica disposición a la bondad y equilibrio en toda actividad
(Aristóteles).
20.‑
“Hipócrita, saca ante todo la viga de tu ojo No hay médico capaz de curar
a los demás, si antes no sabe curarse a sí mismo. Hipócrita es aquel que tiene
el ojo pérfidamente abierto para ver los delitos ajenos, y no ve su presunción.
Dice el poeta Horacio: “Si tú, oh legañoso, consideras tus males con ojos
enfermos, ¿por qué tienes la vista tan cáustica para los vicios de los
amigos?”.
¡Ojalá
que el ojo que todo ve, se viera a sí mismo!
Con
esta cuarta parte del evangelio concuerda la cuarta parte de la epístola: “No
sólo la creación, sino también nosotros que tenemos las primicias del Espíritu,
gemimos interiormente, esperando la adopción de los hijos de Dios” (Rom 8, 23).
Las
primicias del Espíritu son la contrición y la amargura por los pecados, que,
como primera cosa, han de ser ofrecidas al Señor. Los santos que las tienen, no
miran la viga en el ojo ajeno, a nadie juzgan y a nadie condenan, sino que,
dentro de sí mismos, en la amargura de su alma, gimen y suspiran, esperando la
adopción, o sea, la inmortalidad del cuerpo.
De
esa inmortalidad nos haga partícipes aquel, que por nosotros murió y, más aún,
resucitó, Jesucristo, Señor nuestro, al cual pertenecen el honor y la gloria
con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos eternos.
Y
toda alma misericordiosa diga: “¡Amén! ¡Aleluya”.
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