lunes, 19 de junio de 2017

San Antonio de Padua; III Domingo después de Pentecostés

Nota: para las consultas bíblicas, hay que tener en cuenta. Que, en la época de San Antonio, que los actuales 1º y 2º de Samuel eran el 1º y el 2º de los Reyes; y los actuales 1º y 2º de los Reyes, eran el 3º y el 4º de los Reyes.



Puntos de meditación:

Sermón sobre el predicador o sobre el prelado de la Iglesia

II. El hallazgo de la oveja perdida


Exordio.

Sermón sobre el predicador o sobre el prelado de la Iglesia

1.‑ “En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores, para escucharlo” (LC 15, 1).

Relata el segundo libro de los Reyes que “Benaias, hijo de Ieholadá, bajó a la cisterna y mató un león en un día de nieve” (2 R 23, 20). Benaias se interpreta “albañil del Señor”, y es una figura del predicador que con el cemento de la Palabra de Dios junta en unidad de espíritu las piedras vivas, o sea, los fieles de la Iglesia.

De este albañil dice el Señor al profeta Amos: “¿Qué ves, Amós? Yo respondí: “Veo la cuchara del albañil”. Y el Señor replicó: “He aquí que yo pondré una cuchara en medio de mi pueblo” (7, 8). La cuchara es una larga espátula de metal, con la cual se aplanan las paredes. Se dice en latín trulla, de trudo, encerrar, porque con ella se sueldan entre sí las piedras con la cal o con el lodo.

La cuchara es figura de la predicación, que el Señor puso en medio del pueblo cristiano, para que estuviera a disposición de todos y con su anchura se extendiera tanto al justo como al pecador y con la cal del amor juntara a todos los creyentes en Cristo.

Y este albañil es llamado hijo de lehoiadá, que se interpreta “que sabe y que conoce”. El predicador debe ser hijo de la ciencia y del conocimiento. Ante todo, debe saber qué cosa, a quién y cuándo predique; en segundo lugar, debe examinarse si vive en coherencia con lo que predica.

De este conocimiento carecía aquel Balaam, que dice de sí mismo: “Palabra del hombre, cuyo ojo está obturado, palabra del que conoce los mensajes de Dios, que conoce la ciencia del Altísimo y ve la visión del omnipotente Dios, y que cayendo abrió los ojos” (Núm. 24, 15‑16).

Así está tapado el ojo de la razón del predicador perverso, el cual, aun conociendo la doctrina del Altísimo y viendo las visiones del Omnipotente a través de la ciencia, sin embargo, no las conoce por experiencia. Cayendo, porque carece de este conocimiento, abre los ojos con la ciencia.

Pero Benaias, hijo de lehoiadá, bajó de la contemplación de Dios, para instruir al prójimo, y mató el león, o sea, al diablo; o el pecado mortal, que está dentro de la cisterna, o sea, del alma helada de los pecadores. Y lleva a cabo esta obra en los días de nieve, o sea, cuando el hielo de la malicia y de la perversidad congela las mentes de los pecadores, de los que se dice en el evangelio de hoy: “Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores”.

2.‑ observa que en este evangelio se destacan tres momentos. Primero: el acercamiento de los pecadores a Jesús y la murmuración de los fariseos; segundo: el hallazgo de la oveja perdida; tercero: la recuperación de la dracma perdida. Presta atención también que en este domingo y en el próximo, veremos la concordancia, si Dios nos lo concede, de algunos relatos del segundo libro de los Reyes con las tres partes de este evangelio.

En el introito de la misa de hoy se canta: “¡Mírame, Señor, y ten misericordia de mí!” (Salm 24, 16). Y se lee la epístola del bienaventurado Pedro: “Humíllense bajo la poderosa mano de Dios” (1 Pe 1, 5), que vamos a dividir en tres partes y hallaremos la concordancia con las tres partes del evangelio. La primera parte es: “Humíllense”; la segunda: “Sean sobrios”; la tercera: “El Dios de toda gracia”.






3.‑ “Se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores, para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Este recibe a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1‑2).

Todo esto concuerda con el primer libro de los Reyes, donde “se relata que acudían a David todos los que se hallaban en graves estrecheces y estaban cargados de deudas y con el alma llena de amargura. Y David llegó a ser su príncipe” (1Rey 22, 1‑2).

Presta atención a estas tres circunstancias: se hallaban en estrecheces, cargados de deudas y con el alma llena de amargura. David es figura de Cristo, al cual deben acudir los pecadores que se hallan en las estrecheces de la tentación diabólica y de la concupiscencia carnal, y están cargados de deudas, o sea, se hallan en el pecado mortal, inventado por el diablo. Y si tuvieran el alma llena de amargura, o sea, si tuvieran la amargura de la contrición por los pecados cometidos, el mismo Cristo sería su príncipe.

El príncipe es llamado así, porque primus capit, toma por primero. Cristo, en la muerte de los auténticos penitentes, previene al diablo, toma posesión de sus almas y las lleva al cielo. Con razón, pues, se dice: “Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús, para escucharlo; y El recibía a los pecadores y comía con ellos”.

Presta atención a estos cuatro verbos: se acercaban, para escucharlo; y El los acogía y comía con ellos. En el verbo “se acercaban” está indicada la contrición del corazón; en el verbo “para escucharlo”, están indicadas la confesión y la ejecución de la satisfacción; en el verbo “acogía” está indicada la reconciliación de la misericordia divina con el pecador; y en el verbo “comía” está indicado el banquete de la gloria eterna.

Se acerca a Jesús aquel, que siente contrición por sus pecados. Se lee en el Génesis: “Judá se acercó más a José y le dijo confidencialmente: “Permite, señor, que tu siervo diga una palabra a tu oído, y no te impacientes con tu siervo” (44, 18).

Judá, que se interpreta “el que confiesa”, es figura del penitente, que, haciéndose más cerca de Dios con la contrición del corazón, esperando en su misericordia, dirige confidencialmente la palabra de la confesión al oído de su confesor,

Asimismo, escucha a Jesús aquel, que se esfuerza por reparar el pecado en todo y por todo. Dice Job: “Con mi oído te escuché; pero ahora te ven mis ojos. Por eso me acuso a mí mismo y hago penitencia en el polvo y en la ceniza” (42, 5‑6).

Igualmente, Jesús acoge a los pecadores, cuando infunde en los penitentes la gracia de la reconciliación. Dice Lucas: “El padre salió al encuentro de su hijo, se echó sobre su cuello y lo besó” (15, 20). El beso del padre simboliza la gracia de la divina reconciliación.

Finalmente, Jesús come con ellos, o sea, con los penitentes, cuando los saciará con su gloria en la perfecta felicidad.

4.‑ Con aquellos cuatro momentos concuerda lo que se lee en el segundo libro de los Reyes. Acerca del primer momento se lee: “Todas las tribus de Israel se presentaron a David en Hebrón y le dijeron: “¡Nosotros somos tu carne y tus huesos!” (2 R 5, 1). La tribu es llamada así de “tributo” o también porque en el principio el pueblo de Roma fue dividido por Rómulo en tres clases: los senadores, los soldados y la plebe.

Todas las tribus de Israel simbolizan al conjunto de todos los penitentes, que diariamente ofrecen al Señor el tributo de su servicio. Y se dividen en tres categorías: los senadores, o sea, los contemplativos; los soldados, o sea, los predicadores; y la plebe, o sea, los de vida activa.

Todos ellos deben presentarse, en unidad de mente, a David, o sea, a Jesucristo, en Hebrón, que se interpreta “mi connubio”. Deben mantener la contrición del corazón, en la que el Espíritu Santo, como místico Esposo, se une por medio de la gracia al alma, como a una esposa, arrepentida de sus pecados. De este connubio nace el heredero de la vida eterna.

¡He aquí, nosotros somos tu carne y tus huesos!”. Así los penitentes deben decir a Cristo: “¡Ten compasión de nosotros y perdona nuestros pecados, porque somos tu carne y tus huesos! Por nosotros los hombres te hiciste hombre, para redimirnos. “Por todo lo que padeciste, aprendiste a tener piedad de nosotros” (Hb 5, 8). A ningún ángel podemos decir: “Somos tu carne y tus huesos. Pero a ti que eres Dios e Hijo de Dios, que no asumiste a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham, podemos decir con toda verdad: “He aquí, nosotros somos tu carne y tus huesos”. ¡Ten, pues, compasión de tu carne y de tus huesos!”.

¿Y quién alguna vez tuvo en odio a su carne?” (Ef 5, 29). Tú eres nuestro hermano y nuestra carne; y por esto estás obligado a tener piedad y a compadecer las miserias de tus hermanos. Tú y nosotros tenemos al mismo Padre: tú por naturaleza y nosotros por gracia. Pues bien, tú que en la casa del Padre tienes todo poder, no quieras privarnos de esa sagrada heredad, porque nosotros somos tu carne y tus huesos”.

“Los hijos de Israel transportaron del Egipto a la Tierra Prometida los huesos de José” (Jos 24, 32). También tú, de las tinieblas de este Egipto (terrenal), llévanos a nosotros que somos tu carne y tus huesos, a la tierra de la bienaventuranza, porque “somos tu carne y tus huesos”. Con razón, pues, se dice: “Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús”.

Los penitentes deben hacer como hacen las abejas. Se lee en la Historia Natural, que cuando su rey (reina) vuela fuera de la colmena, con él vuelan y lo rodean amontonándose junto a él: el rey en el centro y las abejas a su alrededor. Y cuando el rey no puede volar, la masa de las abejas lo sostiene; y, si muere, todas mueren con él.

Jesucristo, nuestro rey, voló hasta nosotros fuera de la colmena, o sea, fuera del seno del Padre. Y nosotros, como buenas abejas, debemos seguirlo y volar con El. Debemos ponerlo en el centro, o sea, conservar en el corazón la fe en El y defenderla con la práctica compacta de todas las virtudes. Y si alguno de sus miembros cayera en el pecado, nosotros lo debemos sostener con la predicación y la oración. Y con El muerto y crucificado debemos morir, “crucificando nuestros miembros con sus vicios y concupiscencias” (Gal 5, 24). Con razón se dice: “Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús”.

5.‑ “Se acercaban para escucharlo”. También en este aspecto tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en el que se lee que “el rey David se levantó y fue a sentarse a la Puerta. Y cuando todo el pueblo supo que el rey estaba sentado a la Puerta, todos acudieron a presentarse ante el rey” (2 R 19, 8).

Jesucristo, Rey de los reyes, nuestro David, que nos liberó de la mano de nuestros enemigos, se levantó cuando salió del seno del Padre, y fue a sentarse a la puerta, o sea, se humilló en el seno de la Virgen María, de la que dice el profeta Ezequiel: “Esta puerta permanecerá cerrada; no será abierta y nadie entrará por ella, porque el Señor Dios de Israel entró por ella. Estará cerrada al príncipe; y el mismo príncipe se sentará allí, para comer el pan en presencia del Señor” (44, 2‑3).

Observa que dice: “Cerrada al príncipe” y “el mismo príncipe se sentará en ella”. Estará cerrada al príncipe de este mundo, o sea, al diablo, porque su mente jamás se abrió a alguna de sus tentaciones. Sólo el verdadero Príncipe, Cristo, se sentó en ella, asumiendo la humildad de la carne, para comer el pan en presencia del Señor, o sea, para cumplir la voluntad del Señor. Decía Jesús: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4, 34).

Y todo el pueblo llegó a saber por medio de los apóstoles, que el Rey estaba sentado a la puerta, o sea, que había asumido la carne de la bienaventurada Virgen María. Y así toda la multitud de los penitentes y de los fieles se presentó delante del Rey, dispuesta a obedecer en todo y por todo a sus mandatos.

6.‑ “Y los fariseos y los escribas murmuraban: “Este acoge a los pecadores” (Lc 15, 2). Yerran doblemente los que se creen justos, mientras son soberbios, y juzgan culpables a los demás, mientras ya se hallan arrepentidos.

“Este acoge a los pecadores”. Bajo este aspecto se halla una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en el que se lee que “el rey David llamó a Absalón, quien se presentó ante el rey, se postró con el rostro en tierra; y el rey lo besó” (2 R 14, 33).

Absalón, que se interpreta “paz del padre”, en este pasaje simboliza al penitente, que, a través del arrepentimiento, hizo la paz con Dios Padre, a quien ofendió con el pecado. El pecador, llamado por medio de la contrición, se presenta al rey por medio de la confesión, y lo adora, postrado delante de El con el rostro en tierra, por medio de la satisfacción, castigando la “tierra” de su carne y reputándose despreciable e indigno; y todo esto delante de Dios y no delante de los hombres. Y así el Rey acoge al penitente como a un hijo, mediante el beso de la reconciliación.

A propósito de esta acogida, el pecador convertido canta en el introito de la misa de hoy: “Mírame y ten piedad de mí, Señor, porque soy solo y pobre. Mira mi humillación y mis trabajos, y perdona todos mis pecados, oh mi Dios” (Salm 24, 16‑18).

“Mírame” con ojos de misericordia, tú que miraste a Pedro. “Y ten piedad de mi”, perdonando mis pecados. “Porque soy solo”, y tú acompañas a quien está solo y abandonado. “Porque soy pobre”, o sea, vacío, para que tú puedas llenarme. “Mira mi humillación”, en la confesión, y “mis trabajos” (penitenciales), en la satisfacción. “Y perdona todos mis pecados, oh mi Dios”.

7.‑ “Y comía con ellos”. También bajo este aspecto se halla una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en el que se lee que “Merib‑Baal comía a la mesa de David, como uno de los hijos del rey, y habitaba en Jerusalén, porque comía cada día a la mesa del rey” (2 R 9, 11 y 13).

Merib‑Baal se interpreta “hombre de la confusión” y en este pasaje simboliza al penitente, que se avergüenza por sus pecados; y su arrepentimiento le procurará la gloria, cuando habite en la Jerusalén celestial y coma a la mesa del rey como uno de los santos apóstoles, a los que en el evangelio dice el Señor: “Les preparo un reino, para que coman y beban a mi mesa, en el reino de los cielos” (Lc 22, 29‑30).

Con esta primera parte del santo evangelio concuerda la primera parte de la epístola de hoy, en la cual Pedro habla a los pecadores convertidos: “Humíllense bajo la poderosa mano de Dios, para que El los exalte en el tiempo de la tribulación. Descarguen en El todas sus preocupaciones, ya que El se ocupa de ustedes” (1 Pe 5, 6‑7).

Bajo la poderosa mano de Dios, que “derriba a los poderosos y ensalza a los humildes” (Lc 1, 52), humíllense, para que los eleve a aquella mesa celestial, cuando venga a visitarlos, o sea, en el tiempo de la muerte y del último examen. Descarguen todas sus preocupaciones en El, porque El se ocupa más de su salvación que ustedes mismos, “porque El nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Salm 99, 3).

Roguemos, pues, hermanos queridísimos, al Señor Jesucristo, para que nos permita a nosotros pecadores acercarnos a El, para escucharlo, y que se digne acogernos, para alimentarnos con El a la mesa de la vida eterna.

Se digne concedérnoslo El, que es el Dios bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!






8.‑ “Y Jesús les dijo esta parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar a la que se había perdido, hasta encontrarla?” (Lc 15, 3‑4).

El Señor, con estas dos parábolas evangélicas, quiso enseñar a los pecadores que se le acercan, de qué manera pueden recuperar lo que perdieron y conservar lo que recuperaron y hacer penitencia de los pecados cometidos. Por esto vamos a ver a quién simbolice el hombre que tiene cien ovejas, cuál es el significado moral de la oveja perdida y qué significa traerla al redil sobre las espaldas.

Este hombre es figura del penitente, que comienza a vivir según “el hombre nuevo” y que se cree a sí mismo humus (polvo). El tiene cien ovejas. El número ciento es símbolo de la perfección (Glosa). Las cien ovejas simbolizan todos los dones naturales y los gratuitos (sobrenaturales); y el que los tiene, es perfecto, se entiende de la perfección posible en esta vida. Con razón los dones naturales y gratuitos son llamados “ovejas”, porque como las ovejas son animales sencillos, inocentes y mansos, así los dones naturales y gratuitos hacen al hombre sencillo hacia el prójimo, sin el repliegue del engaño, inocente consigo mismo y dócil con Dios.

“Y si pierde una de las ovejas, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo?  La oveja descarriada es figura de la “primera inocencia”, que es conferida en el bautismo. Y esta inocencia está indicada por las dos cosas que se entregan al bautizado. El sacerdote le da una vestidura blanca y una candela encendida. La vestidura blanca simboliza la inocencia; y la candela encendida, el ejemplo de una vida virtuosa.

En estas dos cosas consiste la inocencia del hombre; y ésta es la oveja simple e inocente. Y el hombre pierde a esta oveja (la inocencia), cuando mancha su vestidura bautismal y apaga la vela de las buenas obras. Y cuando pierde esta oveja, el hombre debe afligirse en grado sumo.

9.‑ Sobre el extravío de la oveja y el disgusto por ese extravío hallamos una concordancia en el segundo libro de los Reyes: David lloró amargamente y entonó esta lamentación fúnebre por Saúl y su hijo Jonatán: “¡Montañas de Gelboé, que no caigan sobre ustedes ni rocío ni lluvia, ni se cubran de campos fructíferos, porque allí fue envilecido el escudo de los fuertes, el escudo de Saúl, como si él no hubiera sido ungido (consagrado) con el óleo” (2 R 1, 17 y 21).

Tanto el hombre de la cien ovejas como David son figuras del penitente, que debe llorar por Saúl y por Jonatán, sobre la ovejuela perdida, o sea, sobre la primera inocencia perdida. Saúl se interpreta “consagrado por la unción”, y simboliza la inocencia bautismal, que se da por la unción del crisma. Jonatán se interpreta “don de la paloma”, y simboliza la gracia del Espíritu Santo, conferida en el bautismo. Como el hombre perdió tanto la unción del crisma como la gracia del Espíritu Santo, debe entonar una lamentación (fúnebre) como David: “Oh montañas de Gelboé ......

Gelboé se interpreta “bajada, desplome” o cúmulo que se desploma”, y simboliza la soberbia, que está siempre en peligro de desplomarse, porque la soberbia tiene a menudo caídas; y simboliza también la abundancia de las riquezas, que se acumulan como un montón de piedras contra el Señor.

Sobre estas montañas (soberbia y riqueza) no se hallan ni rocío, ni lluvia, ni campos fructíferos. En el rocío está simbolizada la contrición, en la lluvia la confesión y en los campos fructíferos la satisfacción.

Acerca del rocío de la contrición se lee en el libro de los jueces: “Yo voy a poner un vellón de lana sobre la era ‑decía Gedeón al Señor‑. Si cae el rocío solamente sobre el vellón y todo el resto queda seco, sabré que tú salvarás a Israel por mi intermedio. Y así sucedió. Gedeón se levantó al final de la noche, exprimió el vellón y llenó con él una copa de agua” (Jue 6, 37‑38).

Es signo de la liberación de Israel, o sea, de nuestra alma, si el rocío, o sea, la gracia de la compunción, sólo cae en el vellón, o sea, en el corazón, mientras en todo el terreno, o sea, en nuestro cuerpo, hay sequía, o sea, ausencia de vicios. Mientras estamos en la noche de este destierro, debemos levantarnos y aplicar espíritu y cuerpo a las obras de penitencia; y debemos exprimir el vellón del corazón, con el amor de la gloria eterna y el temor de la gehena, como si fueran dos manos; y así llenaremos una copa con el agua de la compunción de los ojos, agua que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).

Acerca de la lluvia de la confesión habla el Señor en el Levítico: “Si ustedes observan fielmente mis mandamientos, yo enviaré la lluvia a su debido tiempo; y as! la tierra dará sus brotes, y los árboles se cargarán de frutos. Entonces el tiempo de la trilla se prolongará hasta la vendimia y la vendimia, hasta la siembra. Y comerán pan hasta saciarse” (26, 3‑5).

Cuando el Señor concede la lluvia al penitente, o sea, la gracia de una buena confesión, entonces él producirá sus brotes, y no brotes extraños. El brote simboliza el comienzo de la obra buena, que germina, gracias a la lluvia de la confesión.

“Y los árboles se cargarán de pornos (frutos) “. Árbol deriva de “fuerza” (en latín, arbor ‑ robur), y los pomos (frutos), de “opimo” (fértil). Los árboles simbolizan las mentes de los penitentes, que se fortifican con el firme propósito de no recaer en el pecado, y se cargan de frutos, o sea, de la fertilidad de las virtudes.

La trilla, o sea, la mortificación del cuerpo, alcanzará la vendimia, o sea, la alegría de la mente; y la vendimia se juntará con la siembra, o sea, con la vida eterna, en la que comeremos el pan hasta la saciedad. Está escrito: “Me saciaré, cuando contemple tu gloria” (Salm 16, 15). ¡He ahí: cuántos beneficios produce una buena confesión!

Símilmente, acerca del campo de la satisfacción se lee en el Génesis: “Abraham plantó un pequeño bosque en Berseba y allí invocó el nombre de Dios, el Eterno. Y por mucho tiempo fue colono en la tierra de los filisteos” (21, 33‑34).

Presta atención a estos tres momentos: plantó, invocó y fue colono. Abraham es figura del justo, que en Berseba, que se interpreta “pozo de la abundancia”, o sea, en su mente, planta el bosque de la caridad. El bosque (en latín, nemus), así llamado de “numen” o divinidad, simboliza la caridad, por la cual amamos a Dios y al prójimo.

Y observa también que la mente del justo es llamada “pozo” por la humildad, y pozo de “la abundancia”, por la dulzura de la contemplación.

“Y allí invocará el nombre de Dios, el Eterno”. El nombre de Dios, el Eterno, es Jesús, que se interpreta “Salvador”. El, pues, invoca el nombre del Salvador, para que le conceda la salvación y se la conserve eternamente.

“Y fue colono en la tierra de los filisteos”, nombre que, como ya se dijo otras veces, se interpreta “caídos por beodez”. Los filisteos simbolizan los cinco sentidos del cuerpo, los cuales, embriagados por la bebida de la vanidad mundana, caen en el pecado. La tierra de estos filisteos es el cuerpo, que se rige por los cinco sentidos. De esta tierra el justo ha de ser el colono, para cultivarla con vigilias y abstinencias, con el dolor y con el trabajo, para que ella produzca los frutos de las primicias.

Con toda razón se dice: “¡Montañas de Gelboé, que no caigan sobre ustedes ni rocío, ni lluvia, ni haya campos de primicias!” (frutos). En las alturas de la soberbia y en la abundancia de las cosas temporales no se hallan ni el rocío de la compunción, ni la lluvia de la confesión, ni los campos fructíferos de la satisfacción; antes, allí fue envilecido (manchado) el escudo de los fuertes, el escudo de Saúl.

El escudo es figura de la fe. Dice el Apóstol: “Tengan siempre el escudo de la fe, con el cual podrán apagar todas las flechas encendidas del maligno” (Ef 6, 16). La fe rehúsalas cosas temporales, porque perece a causa de su abundancia. Con este escudo los justos suelen luchar valerosamente. Se lee en el libro de Josué, que el Señor le dijo: “Levanta contra la ciudad de Ha¡ el escudo que tienes en tu brazo, porque te la entregaré”. Apenas levantó el escudo contra la ciudad, los que se hallaban en emboscada, salieron inmediatamente de su escondite, corrieron hacia la ciudad, la conquistaron y la incendiaron “ (Jos 8, 18‑19).

El escudo en el brazo simboliza la fe concretada en las obras. Cuando la elevamos por encima de las cosas terrenas, la ciudad de Hai, que se interpreta “montón de piedras”, o sea, abundancia de cosas temporales, es conquistada e incendiada. Es conquistada, para que sus bienes sean distribuidos a los pobres; y es incendiada, cuando en el fervor del espíritu se reconoce polvo y ceniza. Levanta con el brazo el escudo contra Ha¡ aquel, que alimenta la fe con las obras, con las que destruye la soberbia y la riqueza del mundo, despreciándolas.

Con razón se dice: “Allí fue envilecido el escudo de los fuertes, el escudo de Saúl, como si no hubiese sido consagrado con el óleo”. Los soberbios y los avaros envilecen y arrojan al estercolero de las riquezas la fe en Jesucristo y la gracia del bautismo, con la que fueron consagrados con el óleo, cuando buscan las cosas temporales. Con razón se dice: “¿No deja acaso las noventa y nueve ovejas en el campo y va a buscar a la que se había perdido hasta encontrarla?”. El penitente debe abandonarlo todo y todo posponerlo; debe llorar sobre las montañas de Gelboé, o sea, sobre la soberbia y el exceso de las cosas temporales, en las que perdió a la ovejuela, se despojó de la túnica de la inocencia bautismal y apagó la candela del buen ejemplo; y debe perseverar en las lágrimas, en las vigilias y en las abstinencias, hasta hallar a la oveja.

10.‑ “Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría; y, al llegar a su casa, llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré a la oveja, que se me había perdido” (Le 15, 5‑6).

Considera que los hombros simbolizan las obras de penitencia. Dice el Génesis: “Isacar es un asno robusto, que se recuesta en los recintos. Al ver que el lugar del reposo es bueno y la tierra óptima, doblega sus espaldas a la carga” (49, 14‑15). Isacar se interpreta “recompensa”, y es figura del penitente, que trabaja solamente por la recompensa de la vida eterna. Es llamado “asno robusto”, capaz de soportar por Cristo grandes tribulaciones.

“Se recuesta en los recintos”. Los dos recintos son el ingreso en la vida presente y su salida, en los que el penitente habita, porque reflexiona atentamente sobre su ingreso y sobre su salida de la vida. En cambio, los hombres carnales no habitan en los dos recintos, sino entre los dos recintos. A ellos les habla Débora en el libro de los jueces: “¿Por qué estás sentado entre los corrales, oyendo los silbidos de los que arrean los rebaños?” (5, 16).

Está recostado entre los recintos aquel, que no reflexiona sobre su mísero ingreso en la vida y sobre la tremenda salida de la muerte, sino que se hace esclavo de los placeres del propio cuerpo. Y así escucha el silbido de los que arrean los rebaños, o sea, la sutil y penetrante persuasión de los cinco sentidos. La sensualidad parece tener la voz de los rebaños, mientras en realidad su sugestión es como el silbido de la serpiente, que ostenta la inocencia de las ovejas y esconde la astucia del lobo; y así vierte en el alma el veneno de las serpientes.

Este Isacar ve con el ojo de la fe y con la intuición de la contemplación que el repose¡ de la bienaventuranza eterna es bueno y la tierra de la eterna seguridad es óptima. Y por eso, lleno de gozo, somete los hombros para transportar a la ovejuela perdida.

“Y, al llegar a casa”, o sea, entrando en su propia conciencia, “llama a los amigos y a los vecinos”, o sea, los sentimientos de la razón, que son los amigos y los vecinos, y se alegra con ellos, diciendo: “¡Alégrense conmigo, porque encontré a la oveja perdida!”. Del bien común, también común ha de ser el gozo (Glosa). Cuando se reintegra la inocencia, también se recupera la gracia. No hay que extrañarse si el hombre y su conciencia están colmados de júbilo, porque lo mismo sucede con Dios y sus ángeles en el cielo.

11.‑ “Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que hace penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15, 7). Yo, Palabra del Padre, les digo que por un solo pecador que hace penitencia y recupera la inocencia, hay gran gozo en el cielo. De ese gozo habla el Señor en el mismo capítulo del evangelio: “De prisa, traigan el vestido más primoroso y revístanlo; pónganle al dedo el anillo y sandalias a los pies. Hay que banquetear y alegrarse, porque este mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15, 22 y 32). El vestido más primoroso simboliza la inocencia bautismal; el anillo es signo de la fe perfecta, con el cual el alma es iluminada; las sandalias simbolizan la mortificación de la carne, el horror por el pecado y el desprecio del mundo. Todo esto se da al hijo arrepentido; y por su arrepentimiento hay mayor alegría en el cielo que por noventa y nueve justos, o sea, por tibios que se creen justos. Por eso dice el Eclesiastés: “¡No presumas de ser demasiado justo!” (7, 17).

Con esta segunda parte del evangelio concuerda la segunda parte de epístola: “¡Sean sobrios y velen” en la oración, “porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar!” (1 Pe 5, 8).

Observa que, antes, dice “sean sobrios” y, después, “velen”. Sean sobrios, sin jamás emborracharse, porque, quien está atrapado por la borrachera, no puede velar. La sobriedad y la vigilancia son necesarias, porque el diablo, nuestro enemigo, como un león, ronda buscando a la ovejuela, para devorarla. Debemos resistirle con la fe recibida en el bautismo y debemos guardar la inocencia, para merecer llegar al gozo de los ángeles junto con los auténticos penitentes.

Nos lo conceda aquel, que arrancó de las fauces del lobo, o sea, del diablo, a la oveja perdida, o sea, a Adán con su descendencia, y, Reno de alegría, la cargó sobre sus hombros, colgados en la cruz, cuando regresó a la casa de la bienaventuranza eterna. Por ese hallazgo hizo una gran fiesta con los ángeles, que gozan cuando un pecador se reconcilia con Dios. Todo esto debe inflamarnos para una vida limpia y hacer siempre lo que sea del agrado de los ángeles, buscar su protección y temer ofenderlos.

Nos conduzca a la compañía de los santos el mismo Señor, al cual sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!







12.‑ “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla?” (Lc 15, 8-10).

En sentido moral, esta mujer es figura del alma. Hallamos sobre esto una concordancia en el segundo libro de los Reyes, en el que se relata que “la mujer de Tekoa se presentó al rey y, postrándose con el rostro en tierra, lo adoró y exclamó: “¡Sálvame, oh rey! “. Y el rey le preguntó: “¿Qué te pasa? “. Respondió: “¡Pobre de mí! Yo soy una viuda, mi marido murió. Y tu sierva tenla dos hijos, que se pelearon en el campo. Como no había nadie que los separara, uno hirió al otro y lo mató. Y ahora toda la familia se levantó contra tu sierva, diciendo: “Entrega al fratricida y vamos a darle muerte, para vengar al hermano que él asesinó y acabar as! con el heredero”. Y así buscan apagar la última chispa que aún me queda” (2 R 14, 4‑7).

Ahora vamos a considerar, qué signifiquen el rey, la mujer de Tekoa y su marido, los dos hijos y su pelea, la muerte de uno de ellos, el parentesco y la chispa.

El rey es Cristo; la mujer de Tekoa es el alma penitente; el marido muerto es el mundo. Los dos hijos representan la razón y la sensualidad; la pelea es la discordia entre la razón y la sensualidad; la muerte de uno simboliza la mortificación del apetito carnal; el parentesco simboliza los impulsos naturales; y la chispa es la luz de la razón.

“La mujer de Tekoa se presentó al rey, se postró con el rostro en tierra y lo adoró”. Tekoa se interpreta “trompeta”. La mujer de Tekoa es figura del alma penitente, que hace resonar suavemente la trompeta de la confesión en los oídos de su Creador, Y observa que en el Antiguo Testamento la trompeta convocaba para tres cosas: para la guerra, para el convite sagrado y para la fiesta. Así la trompeta de la confesión nos llama para la guerra contra los demonios ‑el diablo, echado por medio de la confesión, se hace vivo por medio de los escándalos‑, y nos llama para el convite de la penitencia y para la fiesta de la gloria.

Presta atención a estos tres verbos: “Se presentó al rey”, “se postró delante de él”, y “lo adoró”. El rey es Cristo, que rige a los pueblos con cetro de hierro, o sea, con inexorable justicia. El alma se presenta al rey mediante la esperanza, se postra en su presencia por medio de la humildad, y lo adora por medio de la fe.

Y la mujer de Tekoa dice: “¡Sálvame, oh rey! ¡Ay de mí! Yo soy una mujer viuda”. Presta atención a las tres palabras: “¡Ay de mí!, mujer y viuda”. Dice “¡Ay de mi!”, porque siente dolor por los pecados; “mujer”, porque se reconoce débil y frágil; “viuda”, porque privada de todo auxilio humano. Y por ende: “oh rey, salva a esta mujer afligida, frágil y despojada de todo. Sálvame, porque soy tu sierva. Sálvame, porque murió mi marido”. El marido del alma penitente era el mundo, que le muere, cuando ella también muere al mundo. Por esto ella repite con el Apóstol: “El mundo está crucificado para mi, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6, 14).

“Y tu sierva tenla dos hijos, que se pelearon en el campo”. Los dos hijos del alma son sus dos componentes: la superior y la inferior, o sea, la razón y la sensualidad, entre las cuales se traba siempre una grandísima contienda, porque “la carne tiene deseos contra el espíritu y el espíritu contra la carne” (Gal 5, 17).

De esta contienda habla Moisés en el Génesis: “Se produjo un altercado entre los pastores de los rebaños de Abraham y los de Lot. Entonces Abraham dijo a Lot: “No quiero que haya altercados entre tú y yo, entre mis pastores y tus pastores, porque somos hermanos. Mira: tienes por delante todo el país. Sepárate de mí. Si tú vas por la izquierda, yo iré por la derecha; y si tú vas por la derecha, yo iré por la izquierda” (13, 7‑9).

En Abraham vemos simbolizada la razón y en Lot, la sensualidad. Los pastores de los rebaños representan sus sentimientos y sus impulsos naturales, entre los cuales surgen contiendas diarias. Pero Abraham dice: “No quiero que haya altercados entre tú y yo”.

Y éste es el reproche de la razón a la sensualidad. La razón quiere pacificar consigo la sensualidad; y por esto le dice: “Somos hermanos; no me pelees ni provoques contiendas”. “Mira: delante de ti está todo el país”, para que vivas satisfaciendo tus necesidades y no por el placer. Usa, pues, de las cosas lícitas y vive con discreción, porque el Señor dio la tierra a los hijos de los hombres, no a los hijos de las bestias. Sin embargo, como veo que “tus sentimientos y tus pensamientos están inclinados al mal desde tu adolescencia” (Gen 8, 21), te ruego, aléjate de mí, porque dos que se contrastan entre sí, no pueden estar juntos. Y “¿qué tienen en común la luz y las tinieblas? ¿Y qué unión puede haber entre el creyente y el incrédulo?” (2Cor  6, 14‑15). Aléjate, pues, de mí, te ruego, porque si no te alejas, temo que de nuestra convivencia sean influidas las costumbres. “La uva sana toma el moho de la uva marchita que está cerca” (juvenal). Dice el Filósofo: “El compañero pervertido contagia la sarna y la herrumbre (hábitos viciosos) al compañero ingenuo e inocente” (Séneca). Te ruego, pues, aléjate de mí. Si tú vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si tú vas a la derecha, yo iré a la izquierda”.

Observa que lo que es derecho para la carne, es izquierdo para el espíritu; y lo que es derecho para el espíritu, es izquierdo para la carne. Y esto fue indicado por la posición del cuerpo de Cristo en la cruz, en la que tuvo la derecha dirigida hacia el aquilón (septentrión) y la izquierda dirigida hacia el austro (mediodía), mostrándonos así que las adversidades, que nosotros juzgamos izquierdas, son para El “derechas”, y que la prosperidad de este mundo, simbolizada por el austro, que para nosotros es “derecha”, para El es izquierda. Con razón, pues se lee: “Tú sierva tenía dos hijos, que se pelearon en el campo, donde no había nadie que los pudiera separar”.

“Y uno hirió al otro y lo mató”. Si se hubiera alejado del hermano, seguramente no habría sido matado. Así el justo que usa de la razón, debe matar, mortificándolos, los apetitos carnales. Y sobre esto tenemos una concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se lee que “David llamó a uno de sus siervos y le ordenó: “Avanza y arrójate sobre el amalecita”. El siervo le asestó un golpe y lo mató. Y le dijo David: “¡Que tu sangre recaiga sobre tu cabeza, ya que tu misma boca atestiguó contra ti, cuando dijiste: “Yo di muerte al ungido del Señor”! (2 R 1, 15‑16).

David es el justo, los siervos del justo son los puros sentimientos de la razón, con cuyo acuerdo debe matar los deseos carnales, que poco antes habían dado muerte al ungido del Señor, o sea, al alma consagrada por la sangre de Jesucristo.

“Y he aquí que todo el parentesco se levantó contra tu servidora”. El parentesco, cruel y perverso, simboliza los primeros movimientos (instintivos), que, por el parentesco de la sangre, están unidos a la sensualidad de la carne. Estos, al ver que su pariente, el apetito carnal de la razón, es mortificado con justa severidad, diariamente se levantan todos juntos, deseosos de vengar la “injuria” cometida contra el pariente y de apagar la chispa de la razón. Por esto la mujer de Tekoa clama al rey: “¡Sálvame, oh rey, porque quieren apagar la chispa que me quedó!”.

Y advierte que la chispa es sutil, ágil y capaz de provocar un incendio. La chispa es la razón, que es sutil en el discernimiento, ágil para prevenir las tentaciones del diablo y capaz de inflamar el alma de amor a Dios. Los movimientos instintivos, parentesco necio e insipiente, intentan apagar esta chispa con el agua de la concupiscencia carnal. Y con razón dice “la chispa que me quedó”, porque, después de haber practicado todos los vicios, siempre le queda al alma pecadora alguna chispa de razón, que la atormente con el remordimiento y le sirva de reproche por sus pecados.

13.‑ Hablemos de esta mujer: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una”... La Glosa recuerda que la dracma es una moneda de algún valor, que lleva grabada la imagen del rey. La dracma es la cuarta parte del “estatera” (moneda hebrea); en cambio, el drama es una composición poética, que se utiliza en la liturgia: “Suaves son los cantos del drama” (Común de las fiestas de la Virgen).

Otro sentido: la dracma es la octava parte de una onza. Es llamada onza, porque su “unidad” (en latín, uncia‑unitas) abarca todas las demás monedas. La onza vale ocho dracmas, o sea, veinticuatro escrúpulos (antigua unidad de medida). Así se obtiene el peso justo, porque el número de los “escrúpulos” corresponde al de las horas del día y de la noche. El “escrúpulo” pesa seis silicuas, o sea, seis granos de las silicuas. La silicua, o sea, cada uno de sus granos, pesa como cuatro granos de cebada.

La onza es figura de Cristo, el cual, siendo “uno” con el Padre y el Espíritu Santo, abarca en su unidad el universo de las creaturas. Todas las creaturas son como el centro, en medio de la esfera, mientras El es como el circulo, que todo circunda y abarca. Dice el Eclesiástico: “Yo sola recorrí el circuito del cielo” (24, 5).

La dracma, octava parte de la onza, es figura de la bienaventuranza Virgen María, la cual, en el alma y en el cuerpo, posee ya aquella bienaventuranza, y aún mucho más plena, que la que tendrán todos los santos en el día octavo de la resurrección.

Los veinticuatro “escrúpulos” simbolizan a los doce apóstoles, de los que el Señor dijo: “¿No son, quizás, doce las horas del día?” (Jn 11, 9).

El día es Cristo; las doce horas son los apóstoles, los cuales, por su santidad y por la infusión del Espíritu Santo, son nombrados con el número doble. Ellos, como los “escrúpulos”, que son las moneditas del pobre, fueron despreciados en este mundo, y ahora no dejan de proteger día y noche, durante las veinticuatro horas, a la iglesia que fundaron con su sangre.

Las seis silicuas, a causa de la perfección de sus obras buenas, simbolizan a todos los santos mártires y confesores‑, con todo, no decimos que estén simbolizados por las silicuas en sí mismas, sino por el número “seis”, que es número perfecto.

Los “cuatro granos” de cebada, cereal que es alimento de los jumentos, simbolizan a todos los fieles de la Iglesia, que, casi como animales, son nutridos con la doctrina de los cuatro evangelistas.

Analiza, pues, la perfecta sucesión: en la onza están contenidos la dracma y los escrúpulos; en los escrúpulos, las silicuas; en las silicuas, los granos de cebada. Así de Cristo descienden la bienaventurada Virgen María y los apóstoles; de los apóstoles, los mártires y los confesores; y de éstos, todos los fieles de la iglesia.

Después de esta pequeña digresión, ocasionada por la palabra “dracma”, vamos a volver a nuestra materia, de la que, pese a todo, no nos hemos alejado del todo.

14.‑ “Si una mujer tiene diez dracmas:  Considera que en las diez dracmas están designados los diez mandamientos del decálogo, que la mujer, o sea, el alma, recibió del Señor para observarlos; y si los hubiese observado, se habría conservado en la justicia.

Por esto el Señor, a ese tal que le preguntaba qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, le respondió: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17). La observancia de los mandamientos implica el ingreso a la vida. Pero porque se enfrió la caridad y aumentó la malicia, el Señor añade: “Si pierde una dracma”. Pierde la dracma el que pierde la caridad, en la que está grabada la imagen del sumo Rey y sin la cual nadie puede llegar al “día octavo”, o sea, a la eterna bienaventuranza.

Acerca de cómo se pierda esta dracma, hay una concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata que Joab, hijo de Sarvia, mató a dos jefes del ejército de Israel: Abner, hijo de Ner, y a Amasa, hijo de Geter.

Mató a Abner así: “Joab lo llevó al centro de la puerta, para hablarle, pero a traición lo golpeó en la ingle y Abner murió. Al saberlo, David protestó y exclamó: “¡Que nunca falten en la casa de Joab quien padezca de blenorrea y de lepra, ni quien maneje el huso (afeminado), ni muertos por la espada, ni hambrientos!” (2 R 3, 2 7-29).

Y mató a Amasa de esta manera: “Joab estaba vestido con una túnica estrecha, confeccionada sobre medida para él; y por encima llevaba la espada que le colgaba del costado, envainada, que estaba labrada con tal arte que podía ser extraída con un leve movimiento y golpear. Joab dijo a Amasa: “¡Salve, hermano mío!”, y con la mano derecha le tomó el mentón, como para besarlo. Pero Amasa no había prestado atención a la espada que tenía Joab en la mano izquierda; y éste lo hirió en el costado; y no hubo necesidad de un segundo golpe” (2 R 20, 8‑ 10).

Observa que en estos dos jefes, Abner y Amasa, están representados los dos mandamientos de la caridad, el amor a Dios y el amor al prójimo. En Abner, que se interpreta “lámpara del padre”, está indicado el amor de Dios, que nos ilumina mientras yacemos en las tinieblas de este mundo. En Amasa, que se interpreta “socorre al pueblo”, está indicado el amor al prójimo, a quien socorre en sus necesidades. Joab, que se interpreta “enemigo”, o sea, el diablo, nuestro enemigo, del mismo modo mata en nosotros este doble amor: ante todo, el amor de Dios; y en segundo lugar, el amor al prójimo.

“Joab lo llevó al centro de la puerta para hablarle, pero a traición lo golpeó en la ingle”. Presta atención a las tres palabras: al centro de la puerta, para traicionarlo y en la ingle. El diablo, para matar en nosotros el amor de Dios, ante todo, nos lleva al centro de la puerta. La puerta es el ingreso y la salida de nuestra vida, cuyo centro es la vanidad del mundo. El diablo no lleva a la puerta, sino al centro de la puerta, porque ciega al pecador, para que no reflexione sobre el miserable ingreso y salida de su vida, sino que preste su atención a la engañosa vanidad del mundo; y mientras le habla, prometiéndole los bienes temporales, alevosamente lo golpea en la ingle, o sea, con el placer de la carne. Y así el alma muere y se pierde el amor de Dios.

De manera similar, Joab mató a Amasa. “Joab estaba vestido con una túnica estrecha”... La túnica estrecha del diablo son todos los perversos, con los que se reviste, y los amarra a si según la medida de su túnica, porque procura fomentar su malicia al nivel de la suya. La espada envainada simboliza las sugestiones del diablo en la mente de los malvados.

Y ya que el diablo, a través de los aduladores y calumniadores, suele destruir el amor al prójimo, el texto bíblico sigue: “Dijo Joab a Amasa: “¡Salve, hermano mío! “, y le tomó el mentón con la mano derecha, para besarlo...” Comenta la Glosa: “Alargar la mano derecha hacia el mentón de una persona es como hacer una cariñosa caricia; pero lleva la mano izquierda a la espada aquel, que maligna y alevosamente quiere golpear. Dice el Eclesiástico: “El enemigo tiene miel en los labios, pero por dentro piensa cómo arrojarte a la fosa” (12, 15). Arrojar a la fosa es perder la dracma de la caridad, cuya pérdida provoca esas imprecaciones: “¡Que nunca falte en la casa de Joab quien padezca de blenorrea y de lepra...

Analiza los cinco castigos amenazados a Joab: blenorrea, lepra, afeminados, muertos por la espada, hambrientos.

La casa del diablo está formada por todos los malvados, que no tienen ni el amor de Dios ni el amor del prójimo. Ellos padecen siempre blenorrea, o sea, están llenos de concupiscencia y de lujuria; llegan a ser leprosos, porque se manchan con varios pecados; afeminados, o sea, siguen la inestabilidad de las cosas temporales y después precipitan en la gehena, golpeados por la espada de la venganza divina y eternamente atormentados por el‑ hambre y la sed. He ahí cómo se pierde la dracma de la caridad. Ahora vamos a ver cómo la podemos hallar.

15.‑ “¿No enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca hasta encontrarla?”. Considera que en la lámpara hay cuatro elementos: la vasija de arcilla, la estopa tosca, el aceite suave y la llama que ilumina.

En la vasija de arcilla está indicado el recuerdo de la propia fragilidad; en la estopa, la austera penitencia; en el aceite, la compasión hacia el prójimo; y en la llama, el amor de Dios. ¡Afortunada es aquella alma que se prepara una tal lámpara, para hallar la dracma perdida! Con esa lámpara cada uno debe explorar todos los ángulos de su conciencia y buscar cuidadosamente la dracma perdida de la caridad, hasta hallarla.

Con esta tercera parte del evangelio concuerda también la tercera parte de la epístola: “El Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Cristo Jesús, después de un breve padecimiento, los restablecerá y los confirmará, y los hará fuertes e inconmovibles” (1 Pe 5, 10).

Dios Padre, del cual desciende toda gracia operante, cooperante y perfeccionante, por medio de Jesucristo, su Hijo, que con la vasija de arcilla de nuestra humanidad y la llama de su divinidad buscó cuidadosamente y nos halló a nosotros, la dracma perdida; y así nos llamó a la gloria eterna, en la que, después de un breve sufrimiento en este mundo, nos restablecerá con la doble glorificación del alma y del cuerpo, nos confirmará con su eterna visión y nos hará fuertes e inconmovibles en la bienaventurada sociedad de la iglesia triunfante.

Roguemos, pues, hermanos queridísimos, al Señor Jesucristo, que, con el ejemplo de la santa mujer, o sea, del alma penitente, nos conceda la gracia de preparar la lámpara, o sea, de avivar el recuerdo de nuestra fragilidad, con la estopa de la penitencia. Nos conceda la gracia de encender el óleo de la misericordia con la llama del amor divino, de escudriñar con ella todos los rincones de nuestra conciencia y de buscar con toda solicitud la dracma de la doble caridad, que desde tanto tiempo habíamos perdido. Y que, después de haberla hallado, merezcamos llegar a aquel, que es la Caridad perfecta.

Se digne concedérnosla el mismo Señor, al que pertenecen el honor y la gloria, el esplendor y el imperio, por los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Aleluya!







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