Nota: para las consultas bíblicas, hay que tener en cuenta. Que, en la época de San Antonio, que los actuales 1º y 2º de Samuel eran el 1º y el 2º de los Reyes; y los actuales 1º y 2º de los Reyes, eran el 3º y el 4º de los Reyes.
Puntos de meditación:
Sermón sobre el predicador o sobre el prelado de la Iglesia
II. El hallazgo de la oveja perdida
Exordio.
Sermón sobre el predicador o sobre el prelado de la
Iglesia
1.‑ “En aquel tiempo se
acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores, para escucharlo” (LC 15, 1).
Relata el segundo libro de los
Reyes que “Benaias, hijo de Ieholadá, bajó a la cisterna y mató un león en un
día de nieve” (2 R 23, 20). Benaias se interpreta “albañil del Señor”, y es una
figura del predicador que con el cemento de la Palabra de Dios junta en unidad
de espíritu las piedras vivas, o sea, los fieles de la Iglesia.
De este albañil dice el Señor
al profeta Amos: “¿Qué ves, Amós? Yo respondí: “Veo la cuchara del albañil”. Y
el Señor replicó: “He aquí que yo pondré una cuchara en medio de mi pueblo” (7,
8). La cuchara es una larga espátula de metal, con la cual se aplanan las
paredes. Se dice en latín trulla, de trudo, encerrar, porque con ella se
sueldan entre sí las piedras con la cal o con el lodo.
La cuchara es figura de la
predicación, que el Señor puso en medio del pueblo cristiano, para que
estuviera a disposición de todos y con su anchura se extendiera tanto al justo
como al pecador y con la cal del amor juntara a todos los creyentes en Cristo.
Y este albañil es llamado hijo
de lehoiadá, que se interpreta “que sabe y que conoce”. El predicador debe ser
hijo de la ciencia y del conocimiento. Ante todo, debe saber qué cosa, a quién
y cuándo predique; en segundo lugar, debe examinarse si vive en coherencia con
lo que predica.
De este conocimiento carecía
aquel Balaam, que dice de sí mismo: “Palabra del hombre, cuyo ojo está
obturado, palabra del que conoce los mensajes de Dios, que conoce la ciencia
del Altísimo y ve la visión del omnipotente Dios, y que cayendo abrió los ojos”
(Núm. 24, 15‑16).
Así está tapado el ojo de la
razón del predicador perverso, el cual, aun conociendo la doctrina del Altísimo
y viendo las visiones del Omnipotente a través de la ciencia, sin embargo, no
las conoce por experiencia. Cayendo, porque carece de este conocimiento, abre
los ojos con la ciencia.
Pero Benaias, hijo de lehoiadá,
bajó de la contemplación de Dios, para instruir al prójimo, y mató el león, o
sea, al diablo; o el pecado mortal, que está dentro de la cisterna, o sea, del
alma helada de los pecadores. Y lleva a cabo esta obra en los días de nieve, o
sea, cuando el hielo de la malicia y de la perversidad congela las mentes de
los pecadores, de los que se dice en el evangelio de hoy: “Se acercaban a Jesús
los publicanos y los pecadores”.
2.‑ observa que en este
evangelio se destacan tres momentos. Primero: el acercamiento de los pecadores
a Jesús y la murmuración de los fariseos; segundo: el hallazgo de la oveja
perdida; tercero: la recuperación de la dracma perdida. Presta atención también
que en este domingo y en el próximo, veremos la concordancia, si Dios nos lo
concede, de algunos relatos del segundo libro de los Reyes con las tres partes
de este evangelio.
En el introito de la misa de
hoy se canta: “¡Mírame, Señor, y ten misericordia de mí!” (Salm 24, 16). Y se
lee la epístola del bienaventurado Pedro: “Humíllense bajo la poderosa mano de
Dios” (1 Pe 1, 5), que vamos a dividir en tres partes y hallaremos la
concordancia con las tres partes del evangelio. La primera parte es:
“Humíllense”; la segunda: “Sean sobrios”; la tercera: “El Dios de toda gracia”.
3.‑ “Se acercaban a Jesús los
publicanos y los pecadores, para escucharlo. Los fariseos y los escribas
murmuraban diciendo: “Este recibe a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1‑2).
Todo esto concuerda con el
primer libro de los Reyes, donde “se relata que acudían a David todos los que
se hallaban en graves estrecheces y estaban cargados de deudas y con el alma
llena de amargura. Y David llegó a ser su príncipe” (1Rey 22, 1‑2).
Presta atención a estas tres
circunstancias: se hallaban en estrecheces, cargados de deudas y con el alma
llena de amargura. David es figura de Cristo, al cual deben acudir los
pecadores que se hallan en las estrecheces de la tentación diabólica y de la
concupiscencia carnal, y están cargados de deudas, o sea, se hallan en el
pecado mortal, inventado por el diablo. Y si tuvieran el alma llena de
amargura, o sea, si tuvieran la amargura de la contrición por los pecados
cometidos, el mismo Cristo sería su príncipe.
El príncipe es llamado así,
porque primus capit, toma por primero. Cristo, en la muerte de los auténticos
penitentes, previene al diablo, toma posesión de sus almas y las lleva al
cielo. Con razón, pues, se dice: “Los publicanos y los pecadores se acercaban a
Jesús, para escucharlo; y El recibía a los pecadores y comía con ellos”.
Presta atención a estos cuatro
verbos: se acercaban, para escucharlo; y El los acogía y comía con ellos. En el
verbo “se acercaban” está indicada la contrición del corazón; en el verbo “para
escucharlo”, están indicadas la confesión y la ejecución de la satisfacción; en
el verbo “acogía” está indicada la reconciliación de la misericordia divina con
el pecador; y en el verbo “comía” está indicado el banquete de la gloria
eterna.
Se acerca a Jesús aquel, que
siente contrición por sus pecados. Se lee en el Génesis: “Judá se acercó más a
José y le dijo confidencialmente: “Permite, señor, que tu siervo diga una
palabra a tu oído, y no te impacientes con tu siervo” (44, 18).
Judá, que se interpreta “el que
confiesa”, es figura del penitente, que, haciéndose más cerca de Dios con la
contrición del corazón, esperando en su misericordia, dirige confidencialmente
la palabra de la confesión al oído de su confesor,
Asimismo, escucha a Jesús
aquel, que se esfuerza por reparar el pecado en todo y por todo. Dice Job: “Con
mi oído te escuché; pero ahora te ven mis ojos. Por eso me acuso a mí mismo y
hago penitencia en el polvo y en la ceniza” (42, 5‑6).
Igualmente, Jesús acoge a los
pecadores, cuando infunde en los penitentes la gracia de la reconciliación.
Dice Lucas: “El padre salió al encuentro de su hijo, se echó sobre su cuello y
lo besó” (15, 20). El beso del padre simboliza la gracia de la divina
reconciliación.
Finalmente, Jesús come con
ellos, o sea, con los penitentes, cuando los saciará con su gloria en la perfecta
felicidad.
4.‑ Con aquellos cuatro
momentos concuerda lo que se lee en el segundo libro de los Reyes. Acerca del
primer momento se lee: “Todas las tribus de Israel se presentaron a David en
Hebrón y le dijeron: “¡Nosotros somos tu carne y tus huesos!” (2 R 5, 1). La
tribu es llamada así de “tributo” o también porque en el principio el pueblo de
Roma fue dividido por Rómulo en tres clases: los senadores, los soldados y la
plebe.
Todas las tribus de Israel
simbolizan al conjunto de todos los penitentes, que diariamente ofrecen al
Señor el tributo de su servicio. Y se dividen en tres categorías: los
senadores, o sea, los contemplativos; los soldados, o sea, los predicadores; y
la plebe, o sea, los de vida activa.
Todos ellos deben presentarse,
en unidad de mente, a David, o sea, a Jesucristo, en Hebrón, que se interpreta
“mi connubio”. Deben mantener la contrición del corazón, en la que el Espíritu
Santo, como místico Esposo, se une por medio de la gracia al alma, como a una
esposa, arrepentida de sus pecados. De este connubio nace el heredero de la
vida eterna.
¡He aquí, nosotros somos tu
carne y tus huesos!”. Así los penitentes deben decir a Cristo: “¡Ten compasión
de nosotros y perdona nuestros pecados, porque somos tu carne y tus huesos! Por
nosotros los hombres te hiciste hombre, para redimirnos. “Por todo lo que
padeciste, aprendiste a tener piedad de nosotros” (Hb 5, 8). A ningún ángel
podemos decir: “Somos tu carne y tus huesos. Pero a ti que eres Dios e Hijo de
Dios, que no asumiste a los ángeles, sino a la descendencia de Abraham, podemos
decir con toda verdad: “He aquí, nosotros somos tu carne y tus huesos”. ¡Ten,
pues, compasión de tu carne y de tus huesos!”.
¿Y quién alguna vez tuvo en
odio a su carne?” (Ef 5, 29). Tú eres nuestro hermano y nuestra carne; y por
esto estás obligado a tener piedad y a compadecer las miserias de tus hermanos.
Tú y nosotros tenemos al mismo Padre: tú por naturaleza y nosotros por gracia.
Pues bien, tú que en la casa del Padre tienes todo poder, no quieras privarnos de
esa sagrada heredad, porque nosotros somos tu carne y tus huesos”.
“Los hijos de Israel
transportaron del Egipto a la Tierra Prometida los huesos de José” (Jos 24,
32). También tú, de las tinieblas de este Egipto (terrenal), llévanos a
nosotros que somos tu carne y tus huesos, a la tierra de la bienaventuranza,
porque “somos tu carne y tus huesos”. Con razón, pues, se dice: “Los publicanos
y pecadores se acercaban a Jesús”.
Los penitentes deben hacer como
hacen las abejas. Se lee en la Historia Natural, que cuando su rey (reina)
vuela fuera de la colmena, con él vuelan y lo rodean amontonándose junto a él:
el rey en el centro y las abejas a su alrededor. Y cuando el rey no puede
volar, la masa de las abejas lo sostiene; y, si muere, todas mueren con él.
Jesucristo, nuestro rey, voló
hasta nosotros fuera de la colmena, o sea, fuera del seno del Padre. Y
nosotros, como buenas abejas, debemos seguirlo y volar con El. Debemos ponerlo
en el centro, o sea, conservar en el corazón la fe en El y defenderla con la práctica
compacta de todas las virtudes. Y si alguno de sus miembros cayera en el
pecado, nosotros lo debemos sostener con la predicación y la oración. Y con El
muerto y crucificado debemos morir, “crucificando nuestros miembros con sus
vicios y concupiscencias” (Gal 5, 24). Con razón se dice: “Los publicanos y los
pecadores se acercaban a Jesús”.
5.‑ “Se acercaban para
escucharlo”. También en este aspecto tenemos una concordancia en el segundo
libro de los Reyes, en el que se lee que “el rey David se levantó y fue a
sentarse a la Puerta. Y cuando todo el pueblo supo que el rey estaba sentado a
la Puerta, todos acudieron a presentarse ante el rey” (2 R 19, 8).
Jesucristo, Rey de los reyes,
nuestro David, que nos liberó de la mano de nuestros enemigos, se levantó
cuando salió del seno del Padre, y fue a sentarse a la puerta, o sea, se
humilló en el seno de la Virgen María, de la que dice el profeta Ezequiel:
“Esta puerta permanecerá cerrada; no será abierta y nadie entrará por ella,
porque el Señor Dios de Israel entró por ella. Estará cerrada al príncipe; y el
mismo príncipe se sentará allí, para comer el pan en presencia del Señor” (44,
2‑3).
Observa que dice: “Cerrada al
príncipe” y “el mismo príncipe se sentará en ella”. Estará cerrada al príncipe
de este mundo, o sea, al diablo, porque su mente jamás se abrió a alguna de sus
tentaciones. Sólo el verdadero Príncipe, Cristo, se sentó en ella, asumiendo la
humildad de la carne, para comer el pan en presencia del Señor, o sea, para
cumplir la voluntad del Señor. Decía Jesús: “Mi comida es hacer la voluntad de
mi Padre” (Jn 4, 34).
Y todo el pueblo llegó a saber
por medio de los apóstoles, que el Rey estaba sentado a la puerta, o sea, que
había asumido la carne de la bienaventurada Virgen María. Y así toda la multitud
de los penitentes y de los fieles se presentó delante del Rey, dispuesta a
obedecer en todo y por todo a sus mandatos.
6.‑ “Y los fariseos y los
escribas murmuraban: “Este acoge a los pecadores” (Lc 15, 2). Yerran doblemente
los que se creen justos, mientras son soberbios, y juzgan culpables a los
demás, mientras ya se hallan arrepentidos.
“Este acoge a los pecadores”.
Bajo este aspecto se halla una concordancia en el segundo libro de los Reyes,
en el que se lee que “el rey David llamó a Absalón, quien se presentó ante el
rey, se postró con el rostro en tierra; y el rey lo besó” (2 R 14, 33).
Absalón, que se interpreta “paz
del padre”, en este pasaje simboliza al penitente, que, a través del
arrepentimiento, hizo la paz con Dios Padre, a quien ofendió con el pecado. El
pecador, llamado por medio de la contrición, se presenta al rey por medio de la
confesión, y lo adora, postrado delante de El con el rostro en tierra, por
medio de la satisfacción, castigando la “tierra” de su carne y reputándose
despreciable e indigno; y todo esto delante de Dios y no delante de los
hombres. Y así el Rey acoge al penitente como a un hijo, mediante el beso de la
reconciliación.
A propósito de esta acogida, el
pecador convertido canta en el introito de la misa de hoy: “Mírame y ten piedad
de mí, Señor, porque soy solo y pobre. Mira mi humillación y mis trabajos, y
perdona todos mis pecados, oh mi Dios” (Salm 24, 16‑18).
“Mírame” con ojos de
misericordia, tú que miraste a Pedro. “Y ten piedad de mi”, perdonando mis
pecados. “Porque soy solo”, y tú acompañas a quien está solo y abandonado.
“Porque soy pobre”, o sea, vacío, para que tú puedas llenarme. “Mira mi
humillación”, en la confesión, y “mis trabajos” (penitenciales), en la
satisfacción. “Y perdona todos mis pecados, oh mi Dios”.
7.‑ “Y comía con ellos”.
También bajo este aspecto se halla una concordancia en el segundo libro de los
Reyes, en el que se lee que “Merib‑Baal comía a la mesa de David, como uno de
los hijos del rey, y habitaba en Jerusalén, porque comía cada día a la mesa del
rey” (2 R 9, 11 y 13).
Merib‑Baal se interpreta
“hombre de la confusión” y en este pasaje simboliza al penitente, que se
avergüenza por sus pecados; y su arrepentimiento le procurará la gloria, cuando
habite en la Jerusalén celestial y coma a la mesa del rey como uno de los
santos apóstoles, a los que en el evangelio dice el Señor: “Les preparo un
reino, para que coman y beban a mi mesa, en el reino de los cielos” (Lc 22, 29‑30).
Con esta primera parte del
santo evangelio concuerda la primera parte de la epístola de hoy, en la cual
Pedro habla a los pecadores convertidos: “Humíllense bajo la poderosa mano de
Dios, para que El los exalte en el tiempo de la tribulación. Descarguen en El
todas sus preocupaciones, ya que El se ocupa de ustedes” (1 Pe 5, 6‑7).
Bajo la poderosa mano de Dios,
que “derriba a los poderosos y ensalza a los humildes” (Lc 1, 52), humíllense,
para que los eleve a aquella mesa celestial, cuando venga a visitarlos, o sea,
en el tiempo de la muerte y del último examen. Descarguen todas sus
preocupaciones en El, porque El se ocupa más de su salvación que ustedes
mismos, “porque El nos hizo, y no nosotros a nosotros mismos” (Salm 99, 3).
Roguemos, pues, hermanos
queridísimos, al Señor Jesucristo, para que nos permita a nosotros pecadores
acercarnos a El, para escucharlo, y que se digne acogernos, para alimentarnos
con El a la mesa de la vida eterna.
8.‑ “Y Jesús les dijo esta
parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las
noventa y nueve en el campo y va a buscar a la que se había perdido, hasta
encontrarla?” (Lc 15, 3‑4).
El Señor, con estas dos
parábolas evangélicas, quiso enseñar a los pecadores que se le acercan, de qué
manera pueden recuperar lo que perdieron y conservar lo que recuperaron y hacer
penitencia de los pecados cometidos. Por esto vamos a ver a quién simbolice el
hombre que tiene cien ovejas, cuál es el significado moral de la oveja perdida
y qué significa traerla al redil sobre las espaldas.
Este hombre es figura del
penitente, que comienza a vivir según “el hombre nuevo” y que se cree a sí
mismo humus (polvo). El tiene cien ovejas. El número ciento es símbolo de la
perfección (Glosa). Las cien ovejas simbolizan todos los dones naturales y los
gratuitos (sobrenaturales); y el que los tiene, es perfecto, se entiende de la
perfección posible en esta vida. Con razón los dones naturales y gratuitos son
llamados “ovejas”, porque como las ovejas son animales sencillos, inocentes y
mansos, así los dones naturales y gratuitos hacen al hombre sencillo hacia el
prójimo, sin el repliegue del engaño, inocente consigo mismo y dócil con Dios.
“Y si pierde una de las ovejas,
¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo? La oveja descarriada es
figura de la “primera inocencia”, que es conferida en el bautismo. Y esta
inocencia está indicada por las dos cosas que se entregan al bautizado. El
sacerdote le da una vestidura blanca y una candela encendida. La vestidura
blanca simboliza la inocencia; y la candela encendida, el ejemplo de una vida
virtuosa.
En estas dos cosas consiste la
inocencia del hombre; y ésta es la oveja simple e inocente. Y el hombre pierde
a esta oveja (la inocencia), cuando mancha su vestidura bautismal y apaga la
vela de las buenas obras. Y cuando pierde esta oveja, el hombre debe afligirse
en grado sumo.
9.‑ Sobre el extravío de la
oveja y el disgusto por ese extravío hallamos una concordancia en el segundo libro
de los Reyes: David lloró amargamente y entonó esta lamentación fúnebre por
Saúl y su hijo Jonatán: “¡Montañas de Gelboé, que no caigan sobre ustedes ni
rocío ni lluvia, ni se cubran de campos fructíferos, porque allí fue envilecido
el escudo de los fuertes, el escudo de Saúl, como si él no hubiera sido ungido
(consagrado) con el óleo” (2 R 1, 17 y 21).
Tanto el hombre de la cien
ovejas como David son figuras del penitente, que debe llorar por Saúl y por
Jonatán, sobre la ovejuela perdida, o sea, sobre la primera inocencia perdida.
Saúl se interpreta “consagrado por la unción”, y simboliza la inocencia
bautismal, que se da por la unción del crisma. Jonatán se interpreta “don de la
paloma”, y simboliza la gracia del Espíritu Santo, conferida en el bautismo.
Como el hombre perdió tanto la unción del crisma como la gracia del Espíritu
Santo, debe entonar una lamentación (fúnebre) como David: “Oh montañas de
Gelboé ......
Gelboé se interpreta “bajada,
desplome” o cúmulo que se desploma”, y simboliza la soberbia, que está siempre
en peligro de desplomarse, porque la soberbia tiene a menudo caídas; y
simboliza también la abundancia de las riquezas, que se acumulan como un montón
de piedras contra el Señor.
Sobre estas montañas (soberbia
y riqueza) no se hallan ni rocío, ni lluvia, ni campos fructíferos. En el rocío
está simbolizada la contrición, en la lluvia la confesión y en los campos
fructíferos la satisfacción.
Acerca del rocío de la
contrición se lee en el libro de los jueces: “Yo voy a poner un vellón de lana
sobre la era ‑decía Gedeón al Señor‑. Si cae el rocío solamente sobre el vellón
y todo el resto queda seco, sabré que tú salvarás a Israel por mi intermedio. Y
así sucedió. Gedeón se levantó al final de la noche, exprimió el vellón y llenó
con él una copa de agua” (Jue 6, 37‑38).
Es signo de la liberación de
Israel, o sea, de nuestra alma, si el rocío, o sea, la gracia de la compunción,
sólo cae en el vellón, o sea, en el corazón, mientras en todo el terreno, o
sea, en nuestro cuerpo, hay sequía, o sea, ausencia de vicios. Mientras estamos
en la noche de este destierro, debemos levantarnos y aplicar espíritu y cuerpo
a las obras de penitencia; y debemos exprimir el vellón del corazón, con el
amor de la gloria eterna y el temor de la gehena, como si fueran dos manos; y
así llenaremos una copa con el agua de la compunción de los ojos, agua que
“salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).
Acerca de la lluvia de la
confesión habla el Señor en el Levítico: “Si ustedes observan fielmente mis
mandamientos, yo enviaré la lluvia a su debido tiempo; y as! la tierra dará sus
brotes, y los árboles se cargarán de frutos. Entonces el tiempo de la trilla se
prolongará hasta la vendimia y la vendimia, hasta la siembra. Y comerán pan
hasta saciarse” (26, 3‑5).
Cuando el Señor concede la
lluvia al penitente, o sea, la gracia de una buena confesión, entonces él
producirá sus brotes, y no brotes extraños. El brote simboliza el comienzo de
la obra buena, que germina, gracias a la lluvia de la confesión.
“Y los árboles se cargarán de
pornos (frutos) “. Árbol deriva de “fuerza” (en latín, arbor ‑ robur), y los
pomos (frutos), de “opimo” (fértil). Los árboles simbolizan las mentes de los
penitentes, que se fortifican con el firme propósito de no recaer en el pecado,
y se cargan de frutos, o sea, de la fertilidad de las virtudes.
La trilla, o sea, la
mortificación del cuerpo, alcanzará la vendimia, o sea, la alegría de la mente;
y la vendimia se juntará con la siembra, o sea, con la vida eterna, en la que
comeremos el pan hasta la saciedad. Está escrito: “Me saciaré, cuando contemple
tu gloria” (Salm 16, 15). ¡He ahí: cuántos beneficios produce una buena
confesión!
Símilmente, acerca del campo de
la satisfacción se lee en el Génesis: “Abraham plantó un pequeño bosque en
Berseba y allí invocó el nombre de Dios, el Eterno. Y por mucho tiempo fue
colono en la tierra de los filisteos” (21, 33‑34).
Presta atención a estos tres
momentos: plantó, invocó y fue colono. Abraham es figura del justo, que en
Berseba, que se interpreta “pozo de la abundancia”, o sea, en su mente, planta
el bosque de la caridad. El bosque (en latín, nemus), así llamado de “numen” o
divinidad, simboliza la caridad, por la cual amamos a Dios y al prójimo.
Y observa también que la mente
del justo es llamada “pozo” por la humildad, y pozo de “la abundancia”, por la
dulzura de la contemplación.
“Y allí invocará el nombre de
Dios, el Eterno”. El nombre de Dios, el Eterno, es Jesús, que se interpreta
“Salvador”. El, pues, invoca el nombre del Salvador, para que le conceda la salvación
y se la conserve eternamente.
“Y fue colono en la tierra de
los filisteos”, nombre que, como ya se dijo otras veces, se interpreta “caídos
por beodez”. Los filisteos simbolizan los cinco sentidos del cuerpo, los
cuales, embriagados por la bebida de la vanidad mundana, caen en el pecado. La
tierra de estos filisteos es el cuerpo, que se rige por los cinco sentidos. De
esta tierra el justo ha de ser el colono, para cultivarla con vigilias y
abstinencias, con el dolor y con el trabajo, para que ella produzca los frutos
de las primicias.
Con toda razón se dice:
“¡Montañas de Gelboé, que no caigan sobre ustedes ni rocío, ni lluvia, ni haya
campos de primicias!” (frutos). En las alturas de la soberbia y en la
abundancia de las cosas temporales no se hallan ni el rocío de la compunción,
ni la lluvia de la confesión, ni los campos fructíferos de la satisfacción;
antes, allí fue envilecido (manchado) el escudo de los fuertes, el escudo de
Saúl.
El escudo es figura de la fe.
Dice el Apóstol: “Tengan siempre el escudo de la fe, con el cual podrán apagar
todas las flechas encendidas del maligno” (Ef 6, 16). La fe rehúsalas cosas
temporales, porque perece a causa de su abundancia. Con este escudo los justos
suelen luchar valerosamente. Se lee en el libro de Josué, que el Señor le dijo:
“Levanta contra la ciudad de Ha¡ el escudo que tienes en tu brazo, porque te la
entregaré”. Apenas levantó el escudo contra la ciudad, los que se hallaban en
emboscada, salieron inmediatamente de su escondite, corrieron hacia la ciudad,
la conquistaron y la incendiaron “ (Jos 8, 18‑19).
El escudo en el brazo simboliza
la fe concretada en las obras. Cuando la elevamos por encima de las cosas
terrenas, la ciudad de Hai, que se interpreta “montón de piedras”, o sea,
abundancia de cosas temporales, es conquistada e incendiada. Es conquistada,
para que sus bienes sean distribuidos a los pobres; y es incendiada, cuando en
el fervor del espíritu se reconoce polvo y ceniza. Levanta con el brazo el
escudo contra Ha¡ aquel, que alimenta la fe con las obras, con las que destruye
la soberbia y la riqueza del mundo, despreciándolas.
Con razón se dice: “Allí fue
envilecido el escudo de los fuertes, el escudo de Saúl, como si no hubiese sido
consagrado con el óleo”. Los soberbios y los avaros envilecen y arrojan al
estercolero de las riquezas la fe en Jesucristo y la gracia del bautismo, con
la que fueron consagrados con el óleo, cuando buscan las cosas temporales. Con
razón se dice: “¿No deja acaso las noventa y nueve ovejas en el campo y va a
buscar a la que se había perdido hasta encontrarla?”. El penitente debe
abandonarlo todo y todo posponerlo; debe llorar sobre las montañas de Gelboé, o
sea, sobre la soberbia y el exceso de las cosas temporales, en las que perdió a
la ovejuela, se despojó de la túnica de la inocencia bautismal y apagó la
candela del buen ejemplo; y debe perseverar en las lágrimas, en las vigilias y
en las abstinencias, hasta hallar a la oveja.
10.‑ “Y cuando la encuentra, la
carga sobre sus hombros, lleno de alegría; y, al llegar a su casa, llama a sus
amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré a la oveja,
que se me había perdido” (Le 15, 5‑6).
Considera que los hombros
simbolizan las obras de penitencia. Dice el Génesis: “Isacar es un asno
robusto, que se recuesta en los recintos. Al ver que el lugar del reposo es
bueno y la tierra óptima, doblega sus espaldas a la carga” (49, 14‑15). Isacar
se interpreta “recompensa”, y es figura del penitente, que trabaja solamente
por la recompensa de la vida eterna. Es llamado “asno robusto”, capaz de
soportar por Cristo grandes tribulaciones.
“Se recuesta en los recintos”.
Los dos recintos son el ingreso en la vida presente y su salida, en los que el
penitente habita, porque reflexiona atentamente sobre su ingreso y sobre su
salida de la vida. En cambio, los hombres carnales no habitan en los dos
recintos, sino entre los dos recintos. A ellos les habla Débora en el libro de
los jueces: “¿Por qué estás sentado entre los corrales, oyendo los silbidos de
los que arrean los rebaños?” (5, 16).
Está recostado entre los
recintos aquel, que no reflexiona sobre su mísero ingreso en la vida y sobre la
tremenda salida de la muerte, sino que se hace esclavo de los placeres del
propio cuerpo. Y así escucha el silbido de los que arrean los rebaños, o sea,
la sutil y penetrante persuasión de los cinco sentidos. La sensualidad parece
tener la voz de los rebaños, mientras en realidad su sugestión es como el silbido
de la serpiente, que ostenta la inocencia de las ovejas y esconde la astucia
del lobo; y así vierte en el alma el veneno de las serpientes.
Este Isacar ve con el ojo de la
fe y con la intuición de la contemplación que el repose¡ de la bienaventuranza
eterna es bueno y la tierra de la eterna seguridad es óptima. Y por eso, lleno
de gozo, somete los hombros para transportar a la ovejuela perdida.
“Y, al llegar a casa”, o sea,
entrando en su propia conciencia, “llama a los amigos y a los vecinos”, o sea,
los sentimientos de la razón, que son los amigos y los vecinos, y se alegra con
ellos, diciendo: “¡Alégrense conmigo, porque encontré a la oveja perdida!”. Del
bien común, también común ha de ser el gozo (Glosa). Cuando se reintegra la
inocencia, también se recupera la gracia. No hay que extrañarse si el hombre y
su conciencia están colmados de júbilo, porque lo mismo sucede con Dios y sus
ángeles en el cielo.
11.‑ “Les aseguro que, de la
misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que hace
penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15,
7). Yo, Palabra del Padre, les digo que por un solo pecador que hace penitencia
y recupera la inocencia, hay gran gozo en el cielo. De ese gozo habla el Señor
en el mismo capítulo del evangelio: “De prisa, traigan el vestido más primoroso
y revístanlo; pónganle al dedo el anillo y sandalias a los pies. Hay que
banquetear y alegrarse, porque este mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la
vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15, 22 y 32). El vestido más
primoroso simboliza la inocencia bautismal; el anillo es signo de la fe
perfecta, con el cual el alma es iluminada; las sandalias simbolizan la
mortificación de la carne, el horror por el pecado y el desprecio del mundo.
Todo esto se da al hijo arrepentido; y por su arrepentimiento hay mayor alegría
en el cielo que por noventa y nueve justos, o sea, por tibios que se creen
justos. Por eso dice el Eclesiastés: “¡No presumas de ser demasiado justo!” (7,
17).
Con esta segunda parte del
evangelio concuerda la segunda parte de epístola: “¡Sean sobrios y velen” en la
oración, “porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando
a quién devorar!” (1 Pe 5, 8).
Observa que, antes, dice “sean
sobrios” y, después, “velen”. Sean sobrios, sin jamás emborracharse, porque,
quien está atrapado por la borrachera, no puede velar. La sobriedad y la
vigilancia son necesarias, porque el diablo, nuestro enemigo, como un león,
ronda buscando a la ovejuela, para devorarla. Debemos resistirle con la fe
recibida en el bautismo y debemos guardar la inocencia, para merecer llegar al
gozo de los ángeles junto con los auténticos penitentes.
Nos lo conceda aquel, que
arrancó de las fauces del lobo, o sea, del diablo, a la oveja perdida, o sea, a
Adán con su descendencia, y, Reno de alegría, la cargó sobre sus hombros,
colgados en la cruz, cuando regresó a la casa de la bienaventuranza eterna. Por
ese hallazgo hizo una gran fiesta con los ángeles, que gozan cuando un pecador
se reconcilia con Dios. Todo esto debe inflamarnos para una vida limpia y hacer
siempre lo que sea del agrado de los ángeles, buscar su protección y temer
ofenderlos.
Nos conduzca a la compañía de
los santos el mismo Señor, al cual sean el honor y la gloria por los siglos de
los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!
12.‑ “Si una mujer tiene diez
dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con
cuidado hasta encontrarla?” (Lc 15, 8-10).
En sentido moral, esta mujer es
figura del alma. Hallamos sobre esto una concordancia en el segundo libro de
los Reyes, en el que se relata que “la mujer de Tekoa se presentó al rey y,
postrándose con el rostro en tierra, lo adoró y exclamó: “¡Sálvame, oh rey! “.
Y el rey le preguntó: “¿Qué te pasa? “. Respondió: “¡Pobre de mí! Yo soy una
viuda, mi marido murió. Y tu sierva tenla dos hijos, que se pelearon en el
campo. Como no había nadie que los separara, uno hirió al otro y lo mató. Y
ahora toda la familia se levantó contra tu sierva, diciendo: “Entrega al
fratricida y vamos a darle muerte, para vengar al hermano que él asesinó y
acabar as! con el heredero”. Y así buscan apagar la última chispa que aún me
queda” (2 R 14, 4‑7).
Ahora vamos a considerar, qué
signifiquen el rey, la mujer de Tekoa y su marido, los dos hijos y su pelea, la
muerte de uno de ellos, el parentesco y la chispa.
El rey es Cristo; la mujer de
Tekoa es el alma penitente; el marido muerto es el mundo. Los dos hijos
representan la razón y la sensualidad; la pelea es la discordia entre la razón
y la sensualidad; la muerte de uno simboliza la mortificación del apetito
carnal; el parentesco simboliza los impulsos naturales; y la chispa es la luz
de la razón.
“La mujer de Tekoa se presentó
al rey, se postró con el rostro en tierra y lo adoró”. Tekoa se interpreta
“trompeta”. La mujer de Tekoa es figura del alma penitente, que hace resonar
suavemente la trompeta de la confesión en los oídos de su Creador, Y observa
que en el Antiguo Testamento la trompeta convocaba para tres cosas: para la
guerra, para el convite sagrado y para la fiesta. Así la trompeta de la
confesión nos llama para la guerra contra los demonios ‑el diablo, echado por
medio de la confesión, se hace vivo por medio de los escándalos‑, y nos llama
para el convite de la penitencia y para la fiesta de la gloria.
Presta atención a estos tres
verbos: “Se presentó al rey”, “se postró delante de él”, y “lo adoró”. El rey
es Cristo, que rige a los pueblos con cetro de hierro, o sea, con inexorable
justicia. El alma se presenta al rey mediante la esperanza, se postra en su
presencia por medio de la humildad, y lo adora por medio de la fe.
Y la mujer de Tekoa dice:
“¡Sálvame, oh rey! ¡Ay de mí! Yo soy una mujer viuda”. Presta atención a las
tres palabras: “¡Ay de mí!, mujer y viuda”. Dice “¡Ay de mi!”, porque siente
dolor por los pecados; “mujer”, porque se reconoce débil y frágil; “viuda”,
porque privada de todo auxilio humano. Y por ende: “oh rey, salva a esta mujer
afligida, frágil y despojada de todo. Sálvame, porque soy tu sierva. Sálvame,
porque murió mi marido”. El marido del alma penitente era el mundo, que le
muere, cuando ella también muere al mundo. Por esto ella repite con el Apóstol:
“El mundo está crucificado para mi, como yo lo estoy para el mundo” (Gal 6,
14).
“Y tu sierva tenla dos hijos,
que se pelearon en el campo”. Los dos hijos del alma son sus dos componentes:
la superior y la inferior, o sea, la razón y la sensualidad, entre las cuales
se traba siempre una grandísima contienda, porque “la carne tiene deseos contra
el espíritu y el espíritu contra la carne” (Gal 5, 17).
De esta contienda habla Moisés
en el Génesis: “Se produjo un altercado entre los pastores de los rebaños de
Abraham y los de Lot. Entonces Abraham dijo a Lot: “No quiero que haya
altercados entre tú y yo, entre mis pastores y tus pastores, porque somos
hermanos. Mira: tienes por delante todo el país. Sepárate de mí. Si tú vas por
la izquierda, yo iré por la derecha; y si tú vas por la derecha, yo iré por la
izquierda” (13, 7‑9).
En Abraham vemos simbolizada la
razón y en Lot, la sensualidad. Los pastores de los rebaños representan sus
sentimientos y sus impulsos naturales, entre los cuales surgen contiendas
diarias. Pero Abraham dice: “No quiero que haya altercados entre tú y yo”.
Y éste es el reproche de la
razón a la sensualidad. La razón quiere pacificar consigo la sensualidad; y por
esto le dice: “Somos hermanos; no me pelees ni provoques contiendas”. “Mira:
delante de ti está todo el país”, para que vivas satisfaciendo tus necesidades
y no por el placer. Usa, pues, de las cosas lícitas y vive con discreción, porque
el Señor dio la tierra a los hijos de los hombres, no a los hijos de las
bestias. Sin embargo, como veo que “tus sentimientos y tus pensamientos están
inclinados al mal desde tu adolescencia” (Gen 8, 21), te ruego, aléjate de mí,
porque dos que se contrastan entre sí, no pueden estar juntos. Y “¿qué tienen
en común la luz y las tinieblas? ¿Y qué unión puede haber entre el creyente y
el incrédulo?” (2Cor 6, 14‑15). Aléjate, pues, de mí, te ruego, porque si
no te alejas, temo que de nuestra convivencia sean influidas las costumbres.
“La uva sana toma el moho de la uva marchita que está cerca” (juvenal). Dice el
Filósofo: “El compañero pervertido contagia la sarna y la herrumbre (hábitos
viciosos) al compañero ingenuo e inocente” (Séneca). Te ruego, pues, aléjate de
mí. Si tú vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si tú vas a la derecha, yo
iré a la izquierda”.
Observa que lo que es derecho
para la carne, es izquierdo para el espíritu; y lo que es derecho para el
espíritu, es izquierdo para la carne. Y esto fue indicado por la posición del
cuerpo de Cristo en la cruz, en la que tuvo la derecha dirigida hacia el
aquilón (septentrión) y la izquierda dirigida hacia el austro (mediodía),
mostrándonos así que las adversidades, que nosotros juzgamos izquierdas, son
para El “derechas”, y que la prosperidad de este mundo, simbolizada por el
austro, que para nosotros es “derecha”, para El es izquierda. Con razón, pues
se lee: “Tú sierva tenía dos hijos, que se pelearon en el campo, donde no había
nadie que los pudiera separar”.
“Y uno hirió al otro y lo
mató”. Si se hubiera alejado del hermano, seguramente no habría sido matado.
Así el justo que usa de la razón, debe matar, mortificándolos, los apetitos
carnales. Y sobre esto tenemos una concordancia en el segundo libro de los
Reyes, donde se lee que “David llamó a uno de sus siervos y le ordenó: “Avanza
y arrójate sobre el amalecita”. El siervo le asestó un golpe y lo mató. Y le
dijo David: “¡Que tu sangre recaiga sobre tu cabeza, ya que tu misma boca
atestiguó contra ti, cuando dijiste: “Yo di muerte al ungido del Señor”! (2 R
1, 15‑16).
David es el justo, los siervos
del justo son los puros sentimientos de la razón, con cuyo acuerdo debe matar
los deseos carnales, que poco antes habían dado muerte al ungido del Señor, o
sea, al alma consagrada por la sangre de Jesucristo.
“Y he aquí que todo el
parentesco se levantó contra tu servidora”. El parentesco, cruel y perverso,
simboliza los primeros movimientos (instintivos), que, por el parentesco de la
sangre, están unidos a la sensualidad de la carne. Estos, al ver que su
pariente, el apetito carnal de la razón, es mortificado con justa severidad,
diariamente se levantan todos juntos, deseosos de vengar la “injuria” cometida
contra el pariente y de apagar la chispa de la razón. Por esto la mujer de
Tekoa clama al rey: “¡Sálvame, oh rey, porque quieren apagar la chispa que me
quedó!”.
Y advierte que la chispa es
sutil, ágil y capaz de provocar un incendio. La chispa es la razón, que es
sutil en el discernimiento, ágil para prevenir las tentaciones del diablo y
capaz de inflamar el alma de amor a Dios. Los movimientos instintivos,
parentesco necio e insipiente, intentan apagar esta chispa con el agua de la
concupiscencia carnal. Y con razón dice “la chispa que me quedó”, porque,
después de haber practicado todos los vicios, siempre le queda al alma pecadora
alguna chispa de razón, que la atormente con el remordimiento y le sirva de
reproche por sus pecados.
13.‑ Hablemos de esta mujer:
“Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una”... La Glosa recuerda que la
dracma es una moneda de algún valor, que lleva grabada la imagen del rey. La
dracma es la cuarta parte del “estatera” (moneda hebrea); en cambio, el drama
es una composición poética, que se utiliza en la liturgia: “Suaves son los
cantos del drama” (Común de las fiestas de la Virgen).
Otro sentido: la dracma es la
octava parte de una onza. Es llamada onza, porque su “unidad” (en latín, uncia‑unitas)
abarca todas las demás monedas. La onza vale ocho dracmas, o sea, veinticuatro
escrúpulos (antigua unidad de medida). Así se obtiene el peso justo, porque el
número de los “escrúpulos” corresponde al de las horas del día y de la noche.
El “escrúpulo” pesa seis silicuas, o sea, seis granos de las silicuas. La
silicua, o sea, cada uno de sus granos, pesa como cuatro granos de cebada.
La onza es figura de Cristo, el
cual, siendo “uno” con el Padre y el Espíritu Santo, abarca en su unidad el
universo de las creaturas. Todas las creaturas son como el centro, en medio de
la esfera, mientras El es como el circulo, que todo circunda y abarca. Dice el
Eclesiástico: “Yo sola recorrí el circuito del cielo” (24, 5).
La dracma, octava parte de la
onza, es figura de la bienaventuranza Virgen María, la cual, en el alma y en el
cuerpo, posee ya aquella bienaventuranza, y aún mucho más plena, que la que
tendrán todos los santos en el día octavo de la resurrección.
Los veinticuatro “escrúpulos”
simbolizan a los doce apóstoles, de los que el Señor dijo: “¿No son, quizás,
doce las horas del día?” (Jn 11, 9).
El día es Cristo; las doce
horas son los apóstoles, los cuales, por su santidad y por la infusión del
Espíritu Santo, son nombrados con el número doble. Ellos, como los
“escrúpulos”, que son las moneditas del pobre, fueron despreciados en este mundo,
y ahora no dejan de proteger día y noche, durante las veinticuatro horas, a la
iglesia que fundaron con su sangre.
Las seis silicuas, a causa de
la perfección de sus obras buenas, simbolizan a todos los santos mártires y
confesores‑, con todo, no decimos que estén simbolizados por las silicuas en sí
mismas, sino por el número “seis”, que es número perfecto.
Los “cuatro granos” de cebada,
cereal que es alimento de los jumentos, simbolizan a todos los fieles de la
Iglesia, que, casi como animales, son nutridos con la doctrina de los cuatro
evangelistas.
Analiza, pues, la perfecta
sucesión: en la onza están contenidos la dracma y los escrúpulos; en los
escrúpulos, las silicuas; en las silicuas, los granos de cebada. Así de Cristo
descienden la bienaventurada Virgen María y los apóstoles; de los apóstoles,
los mártires y los confesores; y de éstos, todos los fieles de la iglesia.
Después de esta pequeña
digresión, ocasionada por la palabra “dracma”, vamos a volver a nuestra
materia, de la que, pese a todo, no nos hemos alejado del todo.
14.‑ “Si una mujer tiene diez
dracmas: Considera que en las diez dracmas están designados los diez
mandamientos del decálogo, que la mujer, o sea, el alma, recibió del Señor para
observarlos; y si los hubiese observado, se habría conservado en la justicia.
Por esto el Señor, a ese tal
que le preguntaba qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, le respondió:
“Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17). La
observancia de los mandamientos implica el ingreso a la vida. Pero porque se
enfrió la caridad y aumentó la malicia, el Señor añade: “Si pierde una dracma”.
Pierde la dracma el que pierde la caridad, en la que está grabada la imagen del
sumo Rey y sin la cual nadie puede llegar al “día octavo”, o sea, a la eterna
bienaventuranza.
Acerca de cómo se pierda esta
dracma, hay una concordancia en el segundo libro de los Reyes, donde se relata
que Joab, hijo de Sarvia, mató a dos jefes del ejército de Israel: Abner, hijo
de Ner, y a Amasa, hijo de Geter.
Mató a Abner así: “Joab lo
llevó al centro de la puerta, para hablarle, pero a traición lo golpeó en la
ingle y Abner murió. Al saberlo, David protestó y exclamó: “¡Que nunca falten
en la casa de Joab quien padezca de blenorrea y de lepra, ni quien maneje el huso
(afeminado), ni muertos por la espada, ni hambrientos!” (2 R 3, 2 7-29).
Y mató a Amasa de esta manera:
“Joab estaba vestido con una túnica estrecha, confeccionada sobre medida para
él; y por encima llevaba la espada que le colgaba del costado, envainada, que
estaba labrada con tal arte que podía ser extraída con un leve movimiento y
golpear. Joab dijo a Amasa: “¡Salve, hermano mío!”, y con la mano derecha le
tomó el mentón, como para besarlo. Pero Amasa no había prestado atención a la
espada que tenía Joab en la mano izquierda; y éste lo hirió en el costado; y no
hubo necesidad de un segundo golpe” (2 R 20, 8‑ 10).
Observa que en estos dos jefes,
Abner y Amasa, están representados los dos mandamientos de la caridad, el amor
a Dios y el amor al prójimo. En Abner, que se interpreta “lámpara del padre”,
está indicado el amor de Dios, que nos ilumina mientras yacemos en las
tinieblas de este mundo. En Amasa, que se interpreta “socorre al pueblo”, está
indicado el amor al prójimo, a quien socorre en sus necesidades. Joab, que se
interpreta “enemigo”, o sea, el diablo, nuestro enemigo, del mismo modo mata en
nosotros este doble amor: ante todo, el amor de Dios; y en segundo lugar, el
amor al prójimo.
“Joab lo llevó al centro de la
puerta para hablarle, pero a traición lo golpeó en la ingle”. Presta atención a
las tres palabras: al centro de la puerta, para traicionarlo y en la ingle. El
diablo, para matar en nosotros el amor de Dios, ante todo, nos lleva al centro
de la puerta. La puerta es el ingreso y la salida de nuestra vida, cuyo centro
es la vanidad del mundo. El diablo no lleva a la puerta, sino al centro de la
puerta, porque ciega al pecador, para que no reflexione sobre el miserable
ingreso y salida de su vida, sino que preste su atención a la engañosa vanidad
del mundo; y mientras le habla, prometiéndole los bienes temporales,
alevosamente lo golpea en la ingle, o sea, con el placer de la carne. Y así el
alma muere y se pierde el amor de Dios.
De manera similar, Joab mató a
Amasa. “Joab estaba vestido con una túnica estrecha”... La túnica estrecha del
diablo son todos los perversos, con los que se reviste, y los amarra a si según
la medida de su túnica, porque procura fomentar su malicia al nivel de la suya.
La espada envainada simboliza las sugestiones del diablo en la mente de los
malvados.
Y ya que el diablo, a través de
los aduladores y calumniadores, suele destruir el amor al prójimo, el texto
bíblico sigue: “Dijo Joab a Amasa: “¡Salve, hermano mío! “, y le tomó el mentón
con la mano derecha, para besarlo...” Comenta la Glosa: “Alargar la mano
derecha hacia el mentón de una persona es como hacer una cariñosa caricia; pero
lleva la mano izquierda a la espada aquel, que maligna y alevosamente quiere
golpear. Dice el Eclesiástico: “El enemigo tiene miel en los labios, pero por
dentro piensa cómo arrojarte a la fosa” (12, 15). Arrojar a la fosa es perder
la dracma de la caridad, cuya pérdida provoca esas imprecaciones: “¡Que nunca
falte en la casa de Joab quien padezca de blenorrea y de lepra...
Analiza los cinco castigos
amenazados a Joab: blenorrea, lepra, afeminados, muertos por la espada,
hambrientos.
La casa del diablo está formada
por todos los malvados, que no tienen ni el amor de Dios ni el amor del
prójimo. Ellos padecen siempre blenorrea, o sea, están llenos de concupiscencia
y de lujuria; llegan a ser leprosos, porque se manchan con varios pecados;
afeminados, o sea, siguen la inestabilidad de las cosas temporales y después
precipitan en la gehena, golpeados por la espada de la venganza divina y eternamente
atormentados por el‑ hambre y la sed. He ahí cómo se pierde la dracma de la
caridad. Ahora vamos a ver cómo la podemos hallar.
15.‑ “¿No enciende acaso la
lámpara, barre la casa y busca hasta encontrarla?”. Considera que en la lámpara
hay cuatro elementos: la vasija de arcilla, la estopa tosca, el aceite suave y
la llama que ilumina.
En la vasija de arcilla está
indicado el recuerdo de la propia fragilidad; en la estopa, la austera
penitencia; en el aceite, la compasión hacia el prójimo; y en la llama, el amor
de Dios. ¡Afortunada es aquella alma que se prepara una tal lámpara, para
hallar la dracma perdida! Con esa lámpara cada uno debe explorar todos los
ángulos de su conciencia y buscar cuidadosamente la dracma perdida de la
caridad, hasta hallarla.
Con esta tercera parte del
evangelio concuerda también la tercera parte de la epístola: “El Dios de toda
gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Cristo Jesús, después de un breve
padecimiento, los restablecerá y los confirmará, y los hará fuertes e
inconmovibles” (1 Pe 5, 10).
Dios Padre, del cual desciende
toda gracia operante, cooperante y perfeccionante, por medio de Jesucristo, su
Hijo, que con la vasija de arcilla de nuestra humanidad y la llama de su
divinidad buscó cuidadosamente y nos halló a nosotros, la dracma perdida; y así
nos llamó a la gloria eterna, en la que, después de un breve sufrimiento en
este mundo, nos restablecerá con la doble glorificación del alma y del cuerpo,
nos confirmará con su eterna visión y nos hará fuertes e inconmovibles en la
bienaventurada sociedad de la iglesia triunfante.
Roguemos, pues, hermanos
queridísimos, al Señor Jesucristo, que, con el ejemplo de la santa mujer, o
sea, del alma penitente, nos conceda la gracia de preparar la lámpara, o sea,
de avivar el recuerdo de nuestra fragilidad, con la estopa de la penitencia.
Nos conceda la gracia de encender el óleo de la misericordia con la llama del
amor divino, de escudriñar con ella todos los rincones de nuestra conciencia y
de buscar con toda solicitud la dracma de la doble caridad, que desde tanto
tiempo habíamos perdido. Y que, después de haberla hallado, merezcamos llegar a
aquel, que es la Caridad perfecta.
Se digne concedérnosla el mismo
Señor, al que pertenecen el honor y la gloria, el esplendor y el imperio, por
los siglos de los siglos. ¡Amén! ¡Aleluya!
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