La nueva sesión de los sermones de San Antonio de Padua, hay más detalles, que en la brevedad que estaba escribiendo anteriormente.
Comienzo a partir del II Domingo, después de Pentecostés. En estos sermones no se menciona el "Tiempo Ordinario" pues me gusta mucho este estilo de San Antonio de Padua, y que iremos meditando paso a paso.
DOMINGO II DESPUÉS DE
PENTECOSTÉS
Exordio.
El combate entre
los demonios y los justos
1.‑
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “un hombre preparó una gran cena
y convidó a mucha gente. A la hora de la cena envió a su siervo que dijera a
los invitados: “ ¡Vengan! “ (Lc 14, 16‑17).
Se
lee en el primer libro de los Reyes: “Los filisteos reunieron sus fuerzas para
el combate. Se concentraron en Socó de Judá y acamparon entre Socó y Azecá, en
el territorio de Damín. También Saúl y los hombres de Israel se reunieron y
acamparon en el valle del Terebinto, y se dispusieron en orden de batalla frente
a los filisteos” (1Rey 17, 1‑2). Los filisteos se interpretan ,caídos por
ebriedad”; Socó, “tiendas”; Judá, “confesión”; Azecá, “red” o “lazo”; Damín,
“roja” de sangre.
Los
filisteos son los demonios que, embriagados por la bebida de la soberbia, cayeron
del cielo. Estos reunieron sus fuerzas y se concentraron para la batalla en
Socó de Judá, o sea, para pelear contra los que militan en las tiendas de la
penitencia; y acamparon entre Socó y Azecá, en el territorio de Damín. Los
demonios persiguen a los justos, para hacerlos caer en las redes de las
perversas sugestiones y con el engaño llevarlos hasta la sangre del pecado.
Se
lee en el tercer libro de los Reyes que “los perros lamieron la sangre de Acab”
(3Rey 22, 38). Los perros son los demonios, que lamen la sangre de Acab ‑nombre
que significa “hermanos (hijos) del mismo padre”o sea, de aquel que solía
habitar en fraternidad con los penitentes, que tienen un solo Padre, Dios. En
cambio, los hijos de Israel, o sea, los verdaderos predicadores, unidos en la
única fe, deben dirigir la fuerza de la mente y de la predicación al combate
contra los demonios.
¿Y
en qué lugar? Naturalmente en el valle del Terebinto, o sea, en la humildad de
la cruz, de la que rezumó la preciosísima resina de la sangre de Jesucristo,
que dice en el evangelio de hoy: “Un hombre preparó una gran cena”.
2.‑
En este evangelio se deben considerar tres momentos. Primero: la preparación de
la gran cena y las invitaciones hechas por el siervo. Segundo: las excusas de
los convidados‑. “Y todos comenzaron a excusarse”. Tercero: la admisión a la
cena de los pobres, de los débiles, de los ciegos y de los cojos:
“El
dueño de casa, irritado Intentaremos concordar estas tres partes del
evangelio con algunos relatos del libro primero de los Reyes.
En
el introito de la misa de este domingo se canta: “El Señor es mi protector”
(Salm 17, 19); y se lee la epístola del bienaventurado Juan: “No se extrañen,
si el mundo los odia”. Este pasaje lo vamos a dividir en tres partes, para
establecer una concordancia con las tres partes del evangelio. La primera
parte: “No se extrañen”; la segunda: “En esto hemos conocido el amor de Dios”;
la tercera: “Si uno posee las riquezas de este mundo”.
3.‑
“Un hombre preparó una gran cena”. observa que hay una doble cena: la cena de
la penitencia y la cena de la gloria. Pero sin la primera no se llega a la
segunda; por esto preparemos la primera y veamos qué alimentos son necesarios.
Para
ello tenemos una concordancia con el primer libro de los Reyes, en el que se
lee: “Ana amamantó a su hijo Samuel hasta el destete. Y después del destete, lo
llevó consigo, con tres becerros, tres medidas de harina y un odre de vino; y
lo llevó a la casa del Señor en Silo” (1Rey 1, 23‑24).
Ana,
que se interpreta “gracia”, es figura de la gracia del Espíritu Santo, la cual,
con las dos mamas de la gracia preveniente y de la gracia consiguiente,
amamanta al penitente, hasta que lo destete totalmente de la leche de la
concupiscencia carnal y de la vanidad del mundo.
Y
observa que como la madre, que quiere destetar al hijo, unta las mamas con
algún jugo amargo, para que el niño, que busca lo dulce, encuentre lo amargo,
que lo aleje de lo dulce; así la gracia del Espíritu Santo unta las mamas de
los bienes temporales con el jugo amargo de la tribulación, para que el hombre
rehuya de esta dulzura esparcida de amarguras, y busque la verdadera dulzura.
“Y
después del destete, lo llevó consigo con tres becerros”. He ahí los alimentos
necesarios para preparar la cena de la penitencia. La gracia lleva consigo al
penitente junto con los tres novillos, en los cuales se destaca una triple
oblación.
Ante
todo, el novillo de un corazón contrito y afligido, como dice el Salmo:
“Entonces se ofrecerán novillos en tu altar” (Salm 50, 21). Sobre el altar, o
sea, en la contrición del corazón, los penitentes ofrecen los novillos, o sea,
sacrifican los placeres y los pensamientos inmundos.
El
novillo de la confesión. Dice Oseas: “Lleven con ustedes palabras de suplica y
vuelvan al Señor y díganle: “Borra todas las faltas, acepta lo que hay de bueno
y te ofreceremos los novillos de nuestros labios” (Os 14, 2). Lleva consigo las
palabras aquel, que se esfuerza por practicar lo que escucha; y así se convierte
al Señor. Y al Señor le dice también: “Borra todas las faltas”, que cometí, “y
acepta lo bueno”, que tú mismo me diste: “¡No a mí, Señor, no a mí, sino a tu
nombre da gloria! “ (Salm 113, g). Y así te ofreceré “los novillos de mis
labios”, o sea, haré la confesión de mi crimen y a ti te elevaré la alabanza.
El
novillo del cuerpo, mortificado a través de la penitencia. Novillo y novilla
son llamados as! por su “verde” edad. El novillo y la novilla son figuras de
nuestra carne, que en la verde edad de la juventud vaga despreocupadamente por
las praderas de un culpable desenfreno. De ella dice Sansón: “Si no hubieran
arado con mi novilla (o sea, mi esposa), no habrían resuelto mi adivinanza”
(Juec 14, 18).
Sansón
es figura del espíritu, la novilla representa nuestra carne. Si aramos con
ella, haciéndola sufrir con la penitencia, resolveremos el enigma, que es:
“¿Hay algo más dulce que la miel? ¿Hay algo más fuerte que el león” de la tribu
de Judá? ¿Hay algo más dulce que la miel, o sea, que la contemplación? ¿Hay
algo más fuerte que el león, o sea, que el predicador, ante cuyo rugido todos
los demás animales deben detener su paso? ¿Hay algo más dulce que la miel de la
mansedumbre? ¿Hay algo más fuerte que el león de la severidad? Con razón se
dice: “Ana llevó al niño con tres novillos”.
“Y
con tres medidas de harina”. El grano se muele y se reduce a harina. La harina,
amasada con el agua, se solidifica en pan, “que fortifica el corazón del
hombre” (Salm 103, 15). De manera semejante, el grano de nuestras obras debe
ser molido por medio de una severa crítica y triturado a través de un riguroso
examen, para resultar purificado como la harina.
Este
examen debe ser triple, como está indicado por las tres medidas. Se debe
examinar la naturaleza de la obra que realizamos, su origen y su finalidad.
Después, la obra debe ser amasada con el agua de las lágrimas, para implorar
“el riego inferior y el riego superior” (Juec 1, 15). Y la obra debe ofrecerse
o por el rescate de las malas obras del pasado o por el deseo de la eterna
felicidad. Todo esto estaba prefigurado en las tórtolas que se ofrecían bajo la
Ley, de las cuales una era ofrecida por el pecado y la otra era quemada en
holocausto (Lv 12, 8).
Con
la harina y con el agua se amasa el pan, que fortifica el corazón del hombre,
porque con las obras buenas mezcladas con las lágrimas se enriquece la
conciencia del hombre.
“Y
un odre de vino”, “que tiene tres medidas” (Glosa). En el vino está simbolizada
la alegría de la mente, que consiste en tres valores: en el testimonio de la
buena conciencia, en la edificación del prójimo y en la esperanza del gozo
eterno.
Con
todas estas cosas la madre Ana, o sea, la gracia del Espíritu Santo, lleva a su
hijo, el justo, a la casa del Señor en Silo, que significa “trasladada”, o sea,
a la vida eterna, a la cual los santos son trasladados de la peregrinación de
este mundo, y a cuya cena de gloria banquetean junto con los bienaventurados
ángeles.
4.‑
La cena es una común unión de convidados. En los tiempos antiguos se comía una
sola vez por día, generalmente por la tarde. La cena simboliza el convite de la
gloria eterna, en la cual los santos se saciarán todos juntos en la visión de
Dios, porque será dada una única recompensa a los que trabajan en la viña (Mt
20, 2).
Del
convite de aquella cena habla Isaías: “El Señor de los ejércitos ofrecerá a
todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un
banquete de vinos añejados: un convite de médulas y de vinos refinados (sin la
borra)” (25, 6). He aquí como las palabras del evangelio concuerdan con las de
Isaías. Donde el evangelio dice: “Un hombre preparo una gran cena”, Isaías
dice: “El Señor ofrecerá un banquete de manjares suculentos”.
Presta
atención a estas cuatro palabras: convite, manjares suculentos, comida medulosa
y vinos refinados.
En
el convite, que significa “comida de muchos juntos”, está indicada la gloriosa
asamblea de todos los santos; en el manjar suculento, su caridad; en la comida
medulosa, la felicidad de contemplar el rostro de Dios; en los vinos refinados,
la glorificación del cuerpo.
En
este monte, o sea, en la Jerusalén celestial, el Señor de los ejércitos, o sea,
de los ángeles, preparará un convite de manjares suculentos; o sea, reunirá a
todos los santos, nutridos y enriquecidos por la caridad, colmados de inefable
felicidad en la visión de Dios y dichosos por la glorificación de su cuerpo.
Entonces
habrá de veras una vendimia decantada “sin heces”. Vendimia deriva del latín
víneae demptio, recolección de la uva, y está refinada, cuando no tiene heces y
se halla purificada de toda impureza. En la vendimia, que es la resurrección
final, habrá una selección cuidadosa de los cuerpos de los santos, será
eliminada toda escoria de corrupción y de mortalidad; y ellos serán colocados
en el granero celestial. Con razón se dice: “Un hombre preparó una gran cena”.
Observa
que en aquella “gran cena” comeremos “grandes alimentos”, o sea, aquellos
frutos que los hijos de Israel, como se lee en el libro de los Números,
“llevaron de la tierra prometida: uvas, higos y granadas” (13, 24). En la uva,
de la cual se exprime el vino, está indicado el gozo que tendrán los santos en
la visión del Verbo encarnado. Los mismos hombres verán al Hombre‑Dios,
mientras los ángeles no verán al ángel‑Dios. Los hombres verán a su naturaleza
exaltada por encima de los ángeles. De ese gozo habla Habacuc: “Yo gozaré en el
Señor y exultaré en Dios, mi salvador” (literalmente, “mi Jesús”) (3, 18). Con
razón dice “mi salvador”, porque Jesús, para salvarme, tomó de mí lo mío, o
sea, mi carne, y la exaltó por encima de los coros de los ángeles.
Asimismo,
en el higo (en latín, ficus), así llamado de “fecundidad” y que es el más dulce
de todos los frutos, está indicada la dulzura que los santos experimentarán en
la visión de toda la Trinidad. De ella habla el Profeta: 44 ¡Qué grande es la
abundancia de tu dulzura, Señor, que tú tienes escondida para los que te temen!
“ (Salm 30, 20). La tienes escondida, para que la busquen con mayor ardor, y
buscándola la encuentren, y hallándola la amen intensamente, y amándola la
posean eternamente.
Y de
nuevo: “En tu dulzura preparaste, oh Dios, para el pobre” (Salm 67, 11). No
dice lo que tiene preparado, porque lo que tiene preparado, no puede ser
expresado con las palabras. Dice el Apóstol: “Lo que el ojo no vio”, porque
está escondido; “ni el oído oyó”, porque está en silencio y no puede ser
expresado; “ni jamás entró en el corazón del hombre”, porque es incomprensible:
“eso es lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (1Cor 2, 9).
Asimismo,
en las granadas están simbolizadas la unidad de la iglesia triunfante y la
diversidad de las recompensas. Las granadas son llamadas así, porque en el
interior tienen granos perfumados. Observa que, como en las granadas todos los
granos están escondidos dentro de la misma corteza y, sin embargo, cada grano
tiene su pequeña celda distinta, as! en la vida eterna todos los santos tendrán
la misma gloria y, sin embargo, cada uno de ellos recibirá una recompensa mayor
o menor, según las propias obras. Dice el Señor: “En la casa de mi Padre”: he
ahí la corteza; “hay muchas moradas” (Jn 14, 2): he ahí las celdas distintas.
5.‑
He aquí, pues, qué alimentos comeremos en aquella gran cena, de la cual se
dice: “Un hombre preparó una gran cena”.
Este
hombre es Jesucristo, Dios y Hombre, que preparó la gran cena de la penitencia
y de la gloria, a la que llamó a muchos, pero muchos desdeñaron participar. Y
por esto dice: “Los llamé y ustedes se resistieron; extendí mi mano y nadie
prestó atención” (Prov. 1, 24).
El
Verbo del Padre llamó personalmente, y llama también con las palabras de los
demás; pero los invitados rehúsan venir. Extiende sus manos en la cruz,
dispuesto a repartir muchos beneficios; y no hay quien preste atención. Pero
llegará el tiempo en que hará de la mano abierta un puño, “con el cual golpeará
sin piedad” (ls 58, 4).
Ante
todo, el Señor llama para la primera cena, o sea, para la penitencia. Dice
Isaías: “En aquel día, el Señor Dios de los ejércitos los convocó al llanto, a
la lamentación, a raparse la cabeza y a vestirse de saco” (22, 12). En estas
cuatro cosas consiste la verdadera penitencia. En el llanto está indicada la
contrición; en la lamentación, la confesión; en la rapadura de la cabeza, la
renuncia a las cosas temporales; y en el vestido de saco, la satisfacción.
A
esta cena llama el Señor, pero no quieren venir, porque se preparan para sí
otro convite, del que se dice: “He aquí su gozo y su alegría: matar novillos y
degollar ovejas, comer carne y beber vino. ¡Comamos y bebamos, porque mañana
moriremos!” (ls 22, 13).
Asimismo,
el Señor llama para la cena de la gloria celestial. Se lee en el libro de
Esdras, que Ciro “emanó en todo su reino, de viva voz y por escrito, esta
orden: “¿Quién de ustedes proviene del pueblo del Dios del cielo? Su Dios esté
con él; vuelva a Jerusalén que está en Judea; y reconstruya la casa del Señor,
Dios de Israel; El es el Dios que mora en Jerusalén” (1 Esdras 1, 1‑3).
Ciro
se interpreta “heredad”, y es figura de Jesucristo, que es nuestra heredad.
Dice el Profeta: “Mi heredad es preclara”, o sea, luminosa por encima de los
demás santos (Salm 15, 6). El manda a todo el pueblo, que suba a la Jerusalén
celestial, “que está construida como una ciudad” (Salm 121, 3), de piedras
lisas, o sea, de las almas de los justos. Pero este pueblo responde con las
palabras del profeta Ageo: “No llegó todavía el tiempo de reconstruir la casa
del Señor” (1, 2).
El
Señor, cuya misericordia es inconmensurable (Job 9, 10), no sólo llama
personalmente, sino también a través de los predicadores, según lo que sigue en
el evangelio: “Y a la hora de la cena envió a su criado a decir a los
invitados: “ ¡Vengan! “, porque ya todo está preparado” (Lc 14, 17). Comenta la
Glosa: “La hora de la cena simboliza el fin de este mundo. Escribe el Apóstol a
los corintios: “Nosotros somos los que vivimos en el tiempo final” (1Cor 10,
11). En este tiempo final, a los que fueron invitados por medio de la Ley y de
los Profetas, les es enviado el siervo, o sea, el orden de los predicadores,
para que, rechazada la negativa, se preparen a saborear la cena, porque ya todo
está preparado”.
En
efecto, después del sacrificio de Cristo, el ingreso en el reino celestial está
abierto. La abertura del reino fue lograda, gracias a la Pasión de Cristo. A
través de esta puerta la iglesia, o sea, todos los justos, después de haber
participado en la primera cena y preparándose para la segunda, cantan en el
introito de la misa de hoy: “El Señor fue mi protector; me sacó a un lugar
espacioso; y me libró de los enemigos, porque me ama” (Salm 17, 19‑20). El
Señor, al extender sus brazos en la cruz, se hizo mi protector a través de su
pasión; me sacó a un lugar espacioso, a través del envío del Espíritu Santo; me
salvó de las acometidas de los enemigos, porque quiso que yo entrara en la cena
de la vida eterna.
Con
esta primera parte del evangelio concuerda la primera parte de la epístola de
hoy, en la cual el bienaventurado Juan habla a los comensales de la cena de la
vida eterna: “No se extrañen, hermanos, si el mundo los aborrece. Nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos” (1
Jn 3, 13‑14). El mundo, o sea, los amantes de este mundo odian a los ciudadanos
de la vida eterna. Y no hay de que extrañarse, porque ellos se odian a sí
mismos. Y si uno es malvado para sí mismo, ¿cómo puede ser bueno con los demás?
(Ecli, 14, 5).
Y
con esto concuerdan también las palabras del primer libro de los Reyes: “Saúl
fue enemigo de David toda la vida. A partir de ese día, Saúl miró con malos
ojos a David” (1Rey 18, 29 y 9). No se extrañen, pues, si el mundo los odia.
Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte del pecado a la vida y a la cena
de la penitencia, porque amamos a los hermanos. El amor a los hermanos es una
entrada segura para la cena de la vida eterna.
Roguemos,
pues, hermanos queridísimos, al Señor Jesucristo, que nos introduzca a la cena
de la penitencia y de ella nos haga pasar a la cena de la gloria celestial.
Nos
lo conceda aquel, que es el Dios bendito y glorioso por los siglos de los
siglos. ¡Amén! ¡As¡ sea!
6.‑
“Y todos, unánimemente, comenzaron a excusarse. El primero le dijo:”Compré una
hacienda y debo salir para verla. Te ruego me disculpes”. Y el segundo dijo:
“Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes”. Y el
tercero le dijo: “Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir”. A su regreso,
el siervo contó todo esto al dueño de casa” (Lc 14, 18‑21).
Observa
estos tres elementos: una hacienda, cinco yuntas de bueyes y la esposa.
“Compré
una hacienda”, (literalmente, villa). Villa viene de “valla”, vallado,
terraplén o fosa, y simboliza el afán de dominio, del que dice el
bienaventurado Bernardo: “No temo el fuego, no temo la espada, sino que temo la
codicia del dominio”. Los que están obsesionados por el afán del dominio,
proceden como si fueran rodeados de un terraplén de riquezas y de honores.
Esta
es aquella villa del Getsemaní, en la cual el Señor fue traicionado y atado (Mt
26, 36). Getsemaní se interpreta “valle fértil”. Baja a valle el estiércol, con
el que se abona.
En
la villa del Getsemaní, o sea, en aquellos que ambicionan mandar a los demás y
no serles útiles, y que descansan en el valle, o sea, en los placeres de la
carne, engordados como puercos entre los excrementos de las cosas temporales,
es traicionado Jesucristo, o sea, se destruye la fe en Jesucristo.
En
efecto, la fe rehúsalas cosas temporales, no ambiciona el dominio, desea estar
sujeta y crece en medio de las injurias. Y esta “villa” (hacienda) del
Getsemaní es comprada. ¡Ojalá no se la pudiera tener ni gratuitamente, porque
obliga a salir de la interior contemplación de Dios y a engolfarse en las
preocupaciones exteriores!
Con
todo esto concuerda lo que se lee en el primer libro de los Reyes, donde se
narra que “el arca de la alianza del Señor de los ejércitos, que tiene su trono
sobre los querubines, llegó a los campamentos y fue capturada por los
filisteos” (1Rey 4, 4‑11).
El
arca es figura del hombre contemplativo, en el cual están el maná de la
suavidad, las tablas de las dos leyes y la vara de la corrección. El contemplativo
es llamado “arca de la alianza del Señor”, con el cual contrajo el pacto de
servirlo para siempre. “El Señor tiene su trono sobre los querubines” (Salm 79,
2), nombre que se interpreta “plenitud de la ciencia”, o sea, el Señor tiene su
trono en aquella alma, que está colmada de amor, porque “la plenitud de la ley
es el amor” (Rom 13, 10).
Esta
arca, bajo las acometidas de los pecados, sale del refugio del rostro de Dios,
del Santo de los santos, y entra en los campamentos, compra una villa (hacienda)
y ambiciona el dominio. Mientras así se eleva, es capturada por los demonios y
llevada a Azoto, que se interpreta “incendio” y simboliza el fuego de la
concupiscencia carnal. Dice, pues, el primero: “Compré una villa (hacienda)
7.‑
“Y debo salir para verla”. Presta atención a estos verbos: debo, salir y ver.
Quien compra la “villa” (hacienda) del dominio terreno, contrae obligaciones y
apremios. Era libre, y se hizo esclavo de una deplorable esclavitud. Así fue de
Saúl que, como narra el primer libro de los Reyes, constreñido por la urgencia,
fue a buscar a una adivina, que se hallaba en Endor, y le dijo: “Estoy en un
grave aprieto. Los filisteos combaten en contra de mí; y Dios se alejo de mí y
no me quiso escuchar” (1Rey 28, 15).
La
villa y la pitonisa, o sea, adivina, simbolizan la misma cosa. Endor se
interpreta “fuente de la generación”, y con ello se entiende a Adán, que fue
fuente y origen del género humano. El pagó como precio el paraíso para daño de
su alma y quiso comprar la “villa” del dominio, prestando oído a la falsa
promesa de la serpiente: “Serán como dioses” (Gen 3, Salm).
Por
esto los que buscan el dominio, caminan según el hombre viejo y no según el
hombre nuevo, Jesucristo, el cual, como relata Juan, cuando advirtió que
estaban por llegar hombres para arrebatarlo y proclamarlo rey, huyó al monte
(6, 15). Algunos dicen que el término “pitón” señale el poder de resucitar a
los muertos; y la mujer que tiene este poder, se llama “pitonisa”.
¡Ay
de mí! ¡Cuántos son los religiosos, muertos al mundo y sepultados en los
claustros, que esta pitonisa, o sea, el afán de dominio, despertó del sueno de
la contemplación, del silencio y de la paz, y los llevó fuera hacia el mundo!.
Por esto dice Isaías: “Serás humillado, hablarás desde la tierra y desde el
polvo se escucharán tus palabras; y desde la tierra saldrá tu voz como la de la
pitonisa; y desde el polvo tu palabra será como un susurro” (29, 4).
He
aquí lo que le sucede al que compra una villa (hacienda), consulta a la
pitonisa y sale del sepulcro del silencio: “serás humillado”, o sea, serás
precipitado, mientras crees subir; “ desde la tierra”, o sea, de las cosas
terrenas hablarás, tú que antes estabas acostumbrado a hablar de las cosas
celestiales; “desde el polvo”, o sea, del vientre y de la gula, todavía
impregnados de alimentos y bebidas; “se escucharán tus palabras”, que antes
hacías salir de la suavidad de tu mente y de la abstinencia de la gula; “y tu
voz”, que antes era de renuncia y de humildad, ahora es “de la tierra como la
de la pitonisa”, o sea, habla de prelaturas y dignidades; “y desde el polvo tu
palabra será como un susurro”, o sea, murmurará, tú que antes habías colocado
tu fortaleza en el silencio y en la esperanza (ls 30, 15), ¡He aquí, pues,
cuántos apremios y cuántas perversidades!
Es
siempre el primer invitado que dice: “Compré una villa (hacienda); debo salir
para verla”. “Debo salir”. A este propósito se lee en el Génesis que “Esaú,
agricultor, salió para ir de caza, mientras Jacob, hombre simple, quedando en
la tienda con sus pensamientos, le sopló la bendición (de la primogenitura)
(Gen 25, 27‑33). Así cuando uno, impulsado por el afán de las cosas temporales,
busca una “villa” (hacienda) para cazar, o va a consultar a una pitonisa, y así
sale de la tranquilidad de su mente, sin duda alguna perderá la bendición
eterna. Dice: “Debo salir para verla”, es como si dijera: quiero verla al menos
una vez, antes de morir. Este es el único fruto de las riquezas. Dice el
Eclesiástico: “Donde hay muchas riquezas, también hay muchos que las devoran; y
¿qué beneficio reportan a su dueño, fuera de poder mirarlas con sus propios
ojos?” (Ecle 5, 10).
He
aquí, ahora sabes que el que compra la “villa” del dominio terrenal, no va a la
cena del Señor, sino que, alegando una falsa excusa, dice: “Te ruego que me
disculpes”. En la voz hay un sonido de humildad, al decir: “Te ruego”; pero en
el sentido y en el sentimiento hay soberbia, porque rehúsa andar. Así a menudo
se dice al justo: “¡Ruega por mí, que soy un hombre pecador! “. En estas palabras
hay un sonido de humildad, porque se pide una oración; pero permanece la
soberbia del corazón, porque no se aleja del pecado. Y con esto concuerda lo
que se lee en el primer libro de los Reyes, donde se relata que Saúl dijo a
Samuel: “Ahora te ruego, que perdones mi pecado; vuelve conmigo, para que pueda
postrarme delante del Señor” (1Rey 15, 25).
8.‑
“El segundo invitado dijo: “Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos”
(Lc 14, 19).Observa que en las cinco yuntas de bueyes vemos simbolizados los cinco
sentidos del cuerpo. Como los bueyes andan apareados bajo el yugo, así también
nuestros sentidos funcionan en duplicado: dos son las orejas, dos los ojos, dos
las narices; para el gusto tenemos la lengua y el paladar; para el tacto, las
dos manos.
Estos
son los diez “príncipes”, de los que habla Salomón: “La sabiduría hace más
fuerte al sabio que diez príncipes de la ciudad” (Ecle 7, 20). La sabiduría,
así llamada de sabor, consiste en el amor y en la contemplación de Dios, que
conforta al sabio, o sea, al alma que gusta el sabor del amor, más que diez
príncipes de la ciudad, o sea, más que todos los placeres de los diez sentidos
del cuerpo.
La
sabiduría sacia completamente, mientras los placeres dejan un vacío. La
sabiduría procura dulzura, el placer deja amargura. Quien sirve a la sabiduría,
es libre; quien sirve al placer, es un miserable esclavo.
Compra
cinco yuntas de bueyes aquel que, con un desgraciado negocio, desprecia el
sabor del amor de Dios y con deplorable esclavitud se somete al miserable
placer de los cinco sentidos.
¡Ojalá
el hombre tomara sobre sí el yugo del Señor, que es suave, y no el yugo del
diablo, que es pesado! De él dice Isaías: “Tú despedazaste el yugo que pesaba
sobre él, la barra sobre su espalda y el bastón de su opresor, como en el día
de Madián” (9, 4).
He
aquí como concuerdan entre ellas las palabras del evangelio con las de Isaías.
Donde el evangelio dice “villa”, Isaías dice “barra”; y donde el evangelio dice
“yuntas de bueyes”, Isaías dice “yugo opresor”; y donde el evangelio dice
“mujer”, Isaías dice “bastón”.
Como
Gedeón, que se interpreta “girando en el útero”, como se lee en el libro de los
jueces(7, 15‑16), derrotó a Madián con trescientos hombres, solamente armados
de trompetas y de linternas, así el penitente, que debe girar en el útero, o
sea, arrepentirse siempre en su mente por los pecados cometidos y por los
pecados de omisión, debe liberarse del pesado yugo del diablo con trescientos,
o sea, con la fe en la Santa Trinidad, con las trompetas de la confesión y con
las linternas de una conveniente satisfacción. Debe, pues, rehuir del placer de
los cinco sentidos, con el cual el diablo agobia el alma; debe liberar la
espalda de su barra, o sea, del afán del dominio, con el cual el diablo
atormenta al hombre, como el campesino acicatea su asno; debe liberarse del
bastón del opresor, o sea, de la petulancia de la carne, que se manifiesta en
la gula y en la lujuria. El bastón dominante es la lujuria, que lamentablemente
domina casi sobre todos. El opresor es la gula, que cada día, bajo el pretexto
de la necesidad, se abandona al placer del gusto.
9.‑
Y también con esto concuerdan las palabras del primer libro de los Reyes, donde
se relata que “Najás, el amonita, se movió y empezó a pelear contra Jabes de
Galaad. Todos los hombres de Jabes dijeron a Najás: “Considéranos tus aliados y
te serviremos”. Pero Najás les respondió: “Con ustedes haré un solo pacto, el
de arrancarles a cada uno el ojo derecho e infligirles así un oprobio delante
de todo el pueblo de Israel”. Y añade‑ “Al oír esas palabras, el Espíritu del
Señor irrumpió sobre Saúl, y una violenta ira se apoderó de él. Tomó una yunta
de bueyes y los hizo pedazos” (1Rey 11, 1‑ 7).
Najás
se interpreta “serpiente”, nombre que se aplica perfectamente al diablo, el
cual, bajo forma de serpiente, engañó a nuestros primeros padres. Amonita se
interpreta “pueblo triste”, u “opresor”, o “ que da angustia”. Najás es el rey
de los amonitas, porque la antigua serpiente, o sea, Satanás, es el príncipe de
los malvados, los que se hallan en la aflicción de la tristeza, que ‑según el
Apóstol‑ produce la muerte (2Cor 7, 10).
Los
malvados, pues, oprimen y afligen la vida de los santos. Dice el Eclesiástico:
“Lo que el crisol es para el oro, la lima para el hierro y el bieldo para el
trigo, lo hace la tribulación para el justo (Prov 2 7, 17 y 2 1; y Ecli 2 7,
6). El impío vive para el piadoso, o sea, para el provecho del piadoso, porque
las complicidades de los malvados son asadores para los justos.
Najás,
pues, pelea contra Jabes de Galaad. Jabes se interpreta “desecada”, y Galaad
“cúmulo de testimonios”. Aquí está simbolizada el alma, que debe, ante todo,
desecarse de los vicios y, después, ser colmada con los testimonios de la
Pasión del Señor.
Najás
combate contra los hombres de Jabes en Galaad, para arrancarles el ojo derecho,
bien sabiendo que, sin ese ojo, todos serán mucho menos hábiles para el
combate.
El
ojo derecho simboliza la mirada crítica; y el diablo intenta arrancarlo y, en
cambio, deja el ojo izquierdo, el del amor mundano, sabiendo que quien no
aspira a los bienes eternos, busca la prosperidad terrena; y quien se
entretiene en las cosas terrenas, es fácilmente derrotado en la batalla (de la
salvación).
Quien
quiere liberar su alma del asedio y de las acometidas del diablo, es necesario
que haga como lo que sigue: “Y el Espíritu del Señor irrumpió sobre Saúl.
Saúl se interpreta “ungido”, consagrado, que al principio de su reino, cuando
liberó la ciudad de Galaad, era bueno; y por ende es figura del justo, ungido
con la gracia de Dios. Cuando el Espíritu del Señor, o sea, la contrición del
corazón, irrumpe sobre él, el justo se enfurece contra sus pecados pasados y
corta en pedazos los dos bueyes.
Los
dos bueyes simbolizan los dos ojos; los dos bueyes simbolizan las dos orejas; y
así de los otros sentidos. Corta en pedazos los dos bueyes aquel, que con las
lágrimas gasta los ojos, con los que había apetecido las cosas Hicitas. Corta
en pedazos los dos bueyes aquel, que con espinas cerca las dos orejas, para que
en adelante no escuchen más las calumnias o las adulaciones. Y así hace también
con los demás sentidos, para que “cuantos fueron los placeres a los que se
abandonó, tantos sean los sacrificios que hace de sí mismo” (Glosa).
10.‑
El tercer invitado se excusó diciendo: “Acabo de casarme y por esa razón no
puedo ir” (Lc 14, 20). No es el matrimonio, sino el abuso del matrimonio, que
aleja a muchos y los disuade de participar en la cena del Señor.
Muchos
contraen matrimonio no por la fecundidad de la prole, sino por las apetencias
de la carne.
Se
debe destacar que hay que tomar esposa por tres razones. Primera: para procrear
a la prole; dice el Génesis: “Crezcan y multiplíquense” (1, 28). Segunda: para
tener ayuda; dice siempre el Génesis: “No conviene que el hombre esté solo;
hagámosle una ayuda adecuada” (2, 18). Tercera: para evitar la incontinencia;
dice el Apóstol: “Si uno no se puede contener, que se case; pero siempre en el
Señor” (1Cor 7, 9 y 39).
Si
uno toma mujer para otros fines, fuera de los señalados, ¡ay de él! Además, si
bien el matrimonio es en sí mismo un bien, sin embargo, comporta peligros. Dice
el Apóstol en la primera carta a los corintios: “El que tiene mujer, se
preocupa de las cosas de este mundo, buscando cómo agradar a su mujer; y así su
corazón está dividido” (1Cor 7, 33) entre dos preocupaciones: la de Dios y la
de la mujer.
Es
difícil proceder en el justo medio, y dividirse entre los dos compromisos, de
tal modo que ninguno sea descuidado. Está escrito en el primer libro de los
Reyes que “dos esposas de David fueron hechas prisioneras, y David sufrió una
gran aflicción” (1Rey 30, 5‑6). Si no hubiese tenido las esposas, sin duda no
habría sufrido tanto.
Observa
que en este pasaje del evangelio por “mujer” se entiende la lujuria de la
carne. El evangelio no dice que la compró, sino que la “tomó”, porque cada
pecador, desde el comienzo de su existencia, arrastra consigo la tendencia al pecado
de la carne.
Nos
preguntamos: “¿Por qué los dos primeros invitados rogaron ser excusados,
mientras el tercero de ningún modo lo hizo?!”. A este propósito se debe decir
que la pasión carnal tiene al hombre atado a los placeres de tal modo, que no
desea para nada ir a la felicidad eterna, tampoco se preocupa en disculparse. Y
por esto es patente que no ama a Dios, a aquel Dios que, “invitado” por las
oraciones de los patriarcas del Antiguo Testamento a desposarse con la
naturaleza humana, benignamente vino a las bodas.
Con
esta segunda parte del evangelio concuerda la segunda parte de la epístola: “En
esto hemos conocido el amor de Dios, en que El entregó su vida por nosotros.
Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos” (1 Jn 3, 16).
Presta atención que aquí Juan toca tres argumentos: Dios, nosotros y los
hermanos. El que ama a Dios, no compra la “villa” (hacienda) del dominio. El
que ama a su alma, se libera del yugo de los cinco sentidos. El que ama al
prójimo, no toma por cierto a la “mujer de la lujuria”, con la cual ofendería y
escandalizaría al mismo prójimo.
Te
rogamos, pues, Señor Jesús, que nos quites la “villa” de todo poderío humano,
que nos ayudes a evitar los placeres de los cinco sentidos y que nos hagas
vivir sin la “mujer” de la maldita concupiscencia, para que seamos así libres
de entrar en tu cena.
11.‑
“Entonces el dueño de casa, irritado, dijo al siervo: “Sal en seguida por las
plazas y calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los débiles, a los
ciegos y a los cojos” (Lc 14, 2 1). Dado que los tres primeros invitados
rehusaron participar en la cena del Señor, el siervo es enviado para que haga
entrar a los pobres, a los débiles, a los ciegos y a los cojos.
Raramente
pecan aquellos, a quienes faltan los atractivos del pecado; y más prontamente
se convierten a la gracia los que en este mundo no tienen fuentes de placer
(Glosa). ¡Bendita es, pues, aquella miseria que lleva a cosas mejores, y
bendita aquella negrura que engendra el candor! No disponiendo de la abundancia
de los bienes terrenales como los pobres, los faltos de salud física como los
débiles, los ciegos y los cojos, a quienes falta también el incentivo de pecar,
con mayor facilidad son introducidos a la cena del Señor.
Con
todo ello tenemos una concordancia en el primer libro de los Reyes, donde se
relata que “ un joven egipcio, esclavo de un amalecita, había sido despreciado
y abandonado en el desierto, porque habla caído enfermo. David lo halló, lo
alimentó y lo asumió como guía en sus viajes” (1Rey 30, 11‑15).
El
joven egipcio es figura del que ama este mundo, cubierto de la negrura de los
pecados. Cuando junto con el mundo que corre, no puede más correr con las obras
mundanas, es despreciado por el mundo y abandonado en su enfermedad. Cristo lo
encuentra ‑porque El convierte a su amor a los que el mundo desprecia y
abandona‑, lo sustenta con el alimento de la palabra de Dios y lo hace guía de
su camino, porque, de vez en cuando, el Señor lo hace su predicador.
Y
observa que no sin motivo el evangelio nombra de manera especial a estas cuatro
categorías de desventurados, o sea, a los pobres, a los débiles, a los ciegos y
a los cojos. El pobre es as! llamado, porque poco puede y poco tiene. El débil
debe su nombre a la bilis, de bilis, que lo hizo frágil. La bilis es una
secreción de la hiel, que influye dañosamente en el cuerpo. De ahí vienen
debilidad y debilitar, o sea, hacer débil. El ciego carece de la vista no puede
y ver con ninguno de sus dos ojos. El cojo es así llamado, porque está como
cerrado, o sea, impedido en el caminar (en latín, hay una asonancia entre
claudus, cojo, y clausus, cerrado).
En
estas cuatro categorías de enfermos están representados los que se hallan
enredados en los cuatro vicios: avaricia, ira, lujuria y soberbia.
El
avaro es pobre, porque no es él que se manda a sí mismo, sino el dinero; él no
es posesor, sino poseído; y aunque tenga muchos bienes, cree tener demasiado
poco. Dice el Filósofo: “Aquel al que sus bienes jamás le parecen demasiado
abundantes, aunque fuera dueño del mundo entero, es un miserable” (Séneca). Y
de nuevo: “No juzgo que sea pobre aquel, a quien, por poco que tenga, eso poco
le basta”.
El
débil es figura del iracundo que, impregnado de la amargura de la hiel, se
inflama de ira y en ese estado “no puede obrar la justicia de Dios” (Sant 1,
20). Dice Job: “La cólera mata al necio” (5, 2).
El
ciego es figura del lujurioso, que está privado de la vista de la gracia, y
carece de los dos ojos, o sea, de la razón y de la inteligencia.
El
cojo es figura del soberbio que no puede andar con pasos rectos por el camino
de la humildad.
De
estos vicios y de los otros semejantes, dice el Filósofo: “Se deben evitar a
cualquier precio, cortar con el fuego y con el hierro y separar con cualquier
otro artificio la languidez del cuerpo, la ignorancia de la mente, la lujuria
del vientre, la sedición de la ciudad y la incoherencia del hombre” (Autor
desconocido). A estas cuatro categorías de pecadores, detenidos en las plazas,
o sea, por los placeres de la carne, y en las calles, o sea, por las vanidades
del mundo, el Señor misericordioso los llama, por medio del predicador de la
santa Iglesia, a la cena de la patria celestial.
Observa
también que, la tercera vez, el dueño dice al siervo: “Ve a los caminos y a lo
largo de los cercos, e insiste para que la gente entre, de manera que se llene
mi casa” (Lc 14, 23). Estos que son estimulados a entrar, simbolizan a los que
son acicateados a entrar a la cena del Señor por medio de los castigos y dejas
adversidades, El Señor habla por boca de Oseas: He aquí que yo voy a obstruir
sus caminos con espinas y los cercare con un muro, y no encontrará sus
senderos. irá detrás de sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los
encontrará. Entonces dirá: “Volveré con mi primer marido, porque antes me iba
mejor que ahora” (2, 6‑7).
El
Señor cierra con el cerco de las adversidades y el muro de la enfermedad los
caminos, o sea, las obras malas del alma pecadora, con las que ella corre
detrás de sus amantes, o sea, de los demonios, para que se convierta a su
primer esposo. Habiendo experimentado la dulzura de su amor, debe admitir que
le iba mejor y era infinitamente más feliz cuando gozaba de su contemplación
que no cuando abusaba del miserable placer de la carne.
12.‑
Con esta tercera parte del evangelio, en la cual se habla de los pobres,
concuerda la tercera parte de la epístola: “Si alguien vive en la abundancia,
y, viendo a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permanecerá
en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de
palabra, sino con obras y de verdad” (1 Jn 3, 17‑18). Y dice el Señor en Lucas:
“Den en limosna lo que sobra; y he ahí que todo para ustedes será puro” (11, 4
1). Comenta la Glosa: “Lo que sobra de lo necesario para el alimento y el
vestido, dénselo a los pobres”.
Quien,
pues, tiene riquezas de este mundo, y, después de reservar lo necesario para el
alimento y el vestido, ve que su hermano, por el cual Cristo murió, padece
necesidad, debe darle lo que le sobra. Y si no lo da y cierra su corazón ante
la indigencia de su hermano, yo afirmo que peca mortalmente, porque en él no se
halla el amor de Dios. Si hubiera en él este amor, de buena gana daría a su
hermano.
¡Ay
de aquellos que tienen la bodega llena de vino y el granero lleno de trigo y
que tienen dos o tres pares de vestidos, mientras los pobres de Cristo con el
vientre vacío y el cuerpo semidesnudo claman ayuda a su puerta! Y si algo se
les da, se trata siempre de poco, y no de las cosas mejores, sino de las
peores.
Llegará,
sí, llegará la hora, cuando también ellos gritarán, estando fuera de la puerta:
“¡Señor, Señor, ábrenos! “. Y oirán lo que no quisieran oír: “¡En verdad, en
verdad, les digo: “No los conozco! ¡vayan, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25,
11‑12 y 41).
Dice
Salomón: “El que cierra su oído, para no escuchar la voz del pobre, cuando
gritará él, no será escuchado” (Prov 21, 13).
Hermanos
queridísimos, roguemos al Señor Jesucristo, que nos llamó con esta predicación,
que se digne llamarnos, con la infusión de su gracia, a la cena de la gloria
eterna, en la que seremos saciados contemplando cuán suave es el Señor. De esa
suavidad nos haga partícipes el Dios uno y trino, bendito, digno de alabanza y
glorioso por los siglos eternos.
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