San Antonio de Padua
Fisonomías de santos
Ernest Hello
Biblioteca de Autores Cristianos.
Cada una de las grandes familias
religiosas lleva impresa la marca de una cierta unidad que no se encuentra,
sobre todo en nuestros días, en las familias humanas. La contradicción y la
hostilidad entre los hermanos es evidente en los tiempos modernos, como célebre
son las de los tiempos antiguos. Pero la familia de selección sobrenatural que
tiene por nombre orden religiosa, exige una cierta semejanza espiritual y una
verdadera homogeneidad. La simplicidad parece ser el carácter de la familia
franciscana.
San Antonio de Padua no entró en
ella después de puesto a prueba y después de haber adquirido una certeza
especial respecto a la vocación.
Diez años después de haber
muerto el rey Alfonso I, y trece después de la venida de la venida de San
Francisco de Asís, en 1195, nació en Lisboa un niño que se llamó Fernando.
Todavía subsisten las fuentes bautismales en la que recibió el sacramento
regenerador. Su padre se llamaba Martín de Bouillon. Su abuelo, Vicente de
Bouillon, había sido uno de los generales de Alfonso I, y figuró en la
reconquista de Lisboa cuanto este rey arrancó a los moros aquella plaza
importante como disputada. El jefe de la familia fue probablemente Godofredo de
Bouillon, el reconquistador del Santo Sepulcro.
Esta fue su familia natural. Su
primera familia espiritual fue la de San Agustín. Pero él reconoció que su
lugar no estaba allí, y una visita de San Francisco de Asís determinó su
vocación y le decidió a entrar en los Hermanos Menores. Esto produjo
descontentos e ironías en la orden que abandonaba. «Vete –le decía un canónigo
burlándose de él–, vete que serás un santo». «¿Por qué no? –contestó Fernando–:
el día en que sepáis mi canonización daréis gracias a Dios ». Entonces cambió
de nombre y empezó a llamarse Antonio. Este modo de anunciar su futura
canonización caracteriza mucho, a San Antonio: no hay en él timidez, ni
audacia, ni presunción ni embarazo. Sabe que será canonizado: lo dice como lo
piensa, y la cosa lo dice como él dice.
El deseo de martirio le impulsó a
ir a tierra de moros, pero no estaba destinado a ello. En el camino cayó
enfermo, volvió a Portugal, visitó a San Francisco, estudió teología y comenzó
su predicación.
Pero no nos engañemos con esta
palabra. La predicación de aquellos tiempos, la predicación religiosa era un
gran acontecimiento. En nuestro siglo se habla mucho del poder de la palabra,
como si fuera cosa de ayer; y, sin embargo, en otros tiempos la palabra
resonaba en las almas y en las multitudes mucho más profundamente que ahora. Donde
San Antonio predicaba, se suspendía todo trabajo como en los días de fiestas. Los
jueces, los abogados, los comerciantes, abandonaban sus asuntos y corrían a
oírle. En el auditorio se mezclaban los habitantes de la ciudad con los de los
campos, que se levantaban para llegar temprano a tomar sitio cerca del orador;
las señoras acudían haciéndose alumbrar el camino con antorchas; la admiración y
las conversiones eran resonantes, ardientes, ruidosas; se ponían en libertad a
los deudores, las cárceles se abrían, los enemigos se abrazaban, todo el mundo
se agolpaba al paso del Santo para tocar su vestidura.
Gregorio IX le oyó predicar. Maravillado
de cómo poseía, manejaba y escrutaba el Antiguo y el Nuevo Testamento, dijo,
refiriéndose a Antonio: «Éste es el Arca de la Alianza», porque el Arca de la
Alianza contenía las dos Tablas de la Ley.
Un día, durante el sermón, fue
llevado al sagrado recinto el cadáver de un joven, acompañado de los ayes y
suspiros de su familia y deudos. Entonces Antonio suspende su discurso, se
recoge, alza los ojos y, cesando de dirigir la palabra a los vivos, la dirige
al muerto; cesando de exhortar, ordena: «¡En Nombre de Nuestro Señor Jesucristo
–exclama–, levántate!», y el muerto se levanta de féretro.
Otro día predicaba al aire libre
cuando estalla una tempestad la gente empieza a desbandarse. «Deteneos –grita
Antonio–, nadie se mojará». La lluvia anegó la tierra en torno de aquel lugar;
pero ni una gota de agua toco, a los que, obedeciendo la voz del santo,
permanecieron en su sitio.
San Antonio de Padua y el Niño Jesús, (1767-1769) Museo del Prado
de Giovanni Battista Tiepolo, pintor italiano
de Giovanni Battista Tiepolo, pintor italiano
El don de los milagros parece
que acompaña a la simplicidad más que a otra gracia o virtud. San Antonio de
Padua pertenece a esta clase de santos a quiénes nada admira, y que hablan a
los animales como a los hombres, mandando a las cosas como si fueran personas. Tuvo
el don de la ubicuidad sin que esto le pareciera en modo alguno sorprendente. Muchas
personas han declarado haberle visto en sueños revelándole sus faltas secretas
y ordenándolas confesar.
Un día predicaba en Montpellier.
De pronto recuerda que en el oficio de su convento ha de cantar un gradual
solemne y que no ha avisado a nadie para reemplazarle: esto le duele tanto que
se detiene en su predicación e inclina su cabeza: y a la misma hora se le vio
en su convento cantando el gradual entre sus hermanos.
Otra vez encontró en la calle a
un hombre de malas costumbres. Antonio se descubre ante él y hace una genuflexión;
algunos días después vuelve a encontrarle, y le saluda de igual modo, y al cabo
de otros días, nuevo encuentro y nueva genuflexión: no le encontraba una vez
para manifestarle extraordinario respeto. El hombre, creyendo que Antonio se
burlaba de él, se enfureció; la perseverancia de aquel exagerado respeto le
sacaba de tino; por fin apostrofó a Antonio diciéndole: «Si volvéis a
arrodillaros a mí, os atravesaré con mi espada». «¡Glorioso mártir de
Jesucristo!» —contestó Antonio—, cuando estéis en el tormento, acordaos de mí».
El hombre se echó a reír. Algunos años después; un asunto particular lo llevó a
Palestina: allí hizo pública conversión, predicó a los sarracenos, fue puesto
en tormento durante tres días y murió al fin del tercero. En su último momento
se acordó de San Antonio, siguiendo así la admirable recomendación de este y
realizando la predicción de que se había burlado,
Pero he aquí otra cosa, muy rara
en la vida de los santos. Un hombre rico aumentado inmensamente su fortuna con
la usura. Cuando hubo muerto, la familia rogó a San Antonio que pronunciara su
sermón fúnebre. «De muy buena gana», dijo el Santo, y pronunció un sermón, tomando
aquellas palabras: «Allí donde está tu tesoro está tu corazón». Acabado el
sermón, dirigió las palabras a los parientes del muerto, diciéndoles: «Id a revolved
ahora los cofres de este hombre que acaba de morir; yo os diré lo que
encontraréis entre los montones de oro y plata; encontraréis su corazón humano».
Fueron allí y encontraron un corazón humano, un corazón de carne y sangre. Lo tocaron
con sus manos, estaba caliente.
El padre de Antonio fue acusado
de asesinato y encarcelado por haberse de encontrado en el jardín de su casa el
cuerpo muerto de un joven. Esto sucedía en Lisboa, mientras Antonio se hallaba
en Venecia. Antonio pidió simplemente al Prior de su convento permiso para
salir, y habiéndolo obtenido, fue transportado en una noche a Lisboa por
ministerio de un Ángel. Una vez allí, ordenó al muerto declarar si era el padre
de Antonio el culpable de su muerte. Se alzó el joven, atestiguo la inocencia
del anciano y volvió a caer inerte. Martín de Bouillón fue puesto enseguida en
libertad.
En Tolosa un hereje le dijo que
solo un prodigio podría hacerle creer la presencia real del Sacramento. «Dejaré
a mi mulo tres días sin comida; después le ofreceré el heno y avena: si se
aparta de ellos para adorar la Hostia consagrada, creeré en la presencia real».
El Santo aceptó la prueba. Pasado tres días, tomó la Hostia en sus manos; el
hereje presentó heno y avena al mulo hambriento, y el hereje fue convertido.
Los animales tienen una parte
muy grande en la historia de los primeros franciscanos. La íntima familiaridad
de San Francisco con la naturaleza entera irradia ingenua y ardientemente sobre
toda la falange de la que él fue jefe y padre. Para San Francisco todas las
criaturas eran hermanas. Su hermana el agua, su hermano el sol, los animales y
todos los vegetales eran objeto de su ternura, de sus caricias y de sus
conversaciones. Dícese, sin embargo, que reprochaba amargamente a las hormigas
su demasiada previsión. «¡Cómo! –les
decía–, provisiones, ¡graneros! ¿No sabéis, hermanas mías, que esto es
contrario al espíritu del Evangelio? Ganad el pan de cada día, y nada más».
San Antonio predica a los peces
Un día Antonio predicaba en
Rímini ante un auditorio herético y obstinado. Notó que su palabra se
estrellaba contra oídos cerrados y corazones endurecidos. Entonces interrumpió,
y exclamó: «Levantaos y seguidme a orillas del mar». El río Marechia desemboca
en el mar cerca de Rímini. El auditorio entró en curiosidad y siguió al Santo.
Llegados a la playa, Antonio se volvió de cara a las olas, y dirigiéndose a los
peces les dijo: «Los hombres no quieren escuchadme. Venid vosotros, peces, a
escucharme en vez de ellos». Enseguida multitud de peces se acercaron a la
playa, asomando sus cabezas entre el agua y manteniéndose agrupados en orden
perfecto. Los había de todas formas y dimensiones. Sus escamas brillaban al sol
con reflejos de mil colores; ninguno vacilaba ni mostraba temor; el brillante
auditorio se mostraba imperturbable y ordenado; los peces más pequeños estaban
junto a la orilla, los de mediano tamaño más atrás, y más allá los mayores. No era
menester allí guardias que mantuvieran el orden, el silencio y la inmovilidad.
Cuando el auditorio estuvo
completo y los pequeños oídos tan abiertos, como cerrados habían estado los de
los hombres, Antonio empezó su sermón:
«Peces hermanitos mío, dad
gracias al Creador que os dio por morada tan noble elemento, que os puso en
aguas dulces o saladas según vuestras necesidades. A Él debéis los escondites
donde os refugiáis durante las tempestades. Él os bendijo en la creación del
mundo, y cuando el Diluvio, os preservó de la muerte y del universal castigo. Vosotros,
peces, hermanitos míos, no tuvisteis necesidad de cobijaros en el Arca, porque estabais
en seguro en vuestro propio elemento. ¡De cuánta libertad disfrutáis! Con
vuestras aletas andáis donde os place. A uno de vosotros confió Dios durante
tres días la guarda de Jonás. Tuvisteis también el honor de proporcionar a Jesucristo
con qué pagar el censo. Le servisteis de alimento antes y después de su
Resurrección. ¡Oh, peces, hermanitos míos, criaturas privilegiadas, alabad al
Señor y dadle gracias! »
Durante este sermón, los peces
se agitaban, abrían la boca e inclinaban la cabeza. «¡Bendito sea Dios!
—exclamaba San Antonio—. Los animales le tributan el homenaje que los herejes
rehúsan».
Entretanto los peces acudían de
todos lados; como si por el mar se hubiera esparcido la voz de que hablaba un
santo, la primera vez lex explicaba sus desconocidos privilegios. Se hubiera
dicho que los peces, acusándose de prolongada ingratitud, experimentaban la
necesidad de conocer al fin sus motivos de agradecimiento.,
Pero los que iban llegando no
lograban deferencia alguna de los que se hallaban colocados, los cuales
conservaban obstinadamente los mejores sitios, obligando a los recién venidos a
permanecer más alejados.
Esta singular afinidad de los
franciscanos con la naturaleza nos hace recordar aquellas palabras de un Padre
del Oratorio que pertenece a otra clase espiritual, pero cuya profunda
filosofía coincide con la simplicidad de Francisco, de Junípero y de Antonio. Dice
pues, el padre Tomasino: «No desespero por completo de los animales brutos: no
creo imposible verles algún día inclinarse y adorar».
Fuera menester tal vez más profundidad que la que posee el espíritu
humano para poder ver claramente lo que hay en esta cosa desconocida que se
llama simplicidad, que escapa a todas las investigaciones que se desconoce generalmente
así misma, que no duda ni se analiza que es un don y parece estar en relación
directa y especial con esta otra cosa, tan diferente, sin embargo, que se llama
poder. ¡Simplicidad y poder!: dos cosas que a los ojos de los hombres en nada
se parecen. Estas dos palabras en el lenguaje humano suenan muy distinta una de
otra; y sin embargo, por una disposición misteriosa que recomiendo a la meditación
de las almas que meditan, el carácter particular de los
taumaturgos suele ser la simplicidad.
El milagro de los peces, es
en Italia, de célebre memoria. EL P. Papenbroek
nos dice que en 1660, el 26 de noviembre, vio una capilla dedicada al recuerdo
de aquel prodigio en el mismo sitio en que este se realizó. También la pontura
se ha inspirado muchas veces en él. San Francisco hablaba a los pájaros lo
mismo que San Antonio a los peces. Ojos más penetrantes que los nuestros verían
tan vez en el mundo de las ideas-tipos, la profunda razómn de estas analogías y
de estas misteriosas preferencias.
San
Antonio, antes de morir, pudo ver la canonización de San Francisco.
Un día,
sintiendo acercarse su fin bienaventurado, escribió a su Provincial pidiéndole
permiso para retirarse a la soledad. Después que hubo escrito la carta, salió
un instante de la celda, y al volver la carta había desaparecido… y sin
embargo, recibió contestación, pues la carta llegó a su destino sin que hombre
alguno la llevara.
El viernes 13 de junio de 1331,
poco después de la puesta del sol, Antonio de Padua pronunció estas palabras: «Veo
a mi Señor Jesucristo»: luego pareció adormecerse. Estaba muerto.
Murió a los treinta y seis años,
cuatro meses y trece días. ¡Treinta y seis años!
En el momento mismo de su
muerte, el P. Vireul vio abrirse la puerta de la habitación en que se hallaba,
y entrar a San Antonio, que le dijo: «Acabo de dejar mi montura junto a Padua,
y me voy a mi Patria». Y en el mismo instante el P. Vireul, que tenía una
enfermedad en la garganta, quedó curado.
Hasta más tarde no comprendió
hacia que patria había partido San Antonio.
***
Terminado, hoy martes, 13 de junio de 2017
A mayor gloria y alabanza del Señor nuestro Dios, y provecho espiritual, a los que de corazón buscan al Señor.
Observaciones:
Me interesé por el libro por ese detalle, en la portada, San Antonio de Padua y el Niño Jesús. Pero no todos los capítulos son vidas de santos franciscanos, pues hay otros, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Francisco de Sales, y junto a San Antonio de Padua son doctores de la Iglesia Católica. Los santos que no han obtenido el título de santos, también son admirables, por su entrega generosa al Altísimo, una renuncia total y definitiva, al mundo y al pecado, para vivir plenamente al servicio de Dios, de la Iglesia Católica y salvación de las almas.
- Sobre Ernest Hello, leemos...
Para que quedara claro el modelo de santidad que postulaba, Hello publicaría Fisonomía de los santos (1875), una vibrante colección de semblanzas hagiográficas, llena de intuiciones prodigiosas y reflexiones fustigadoras, que tradujo maravillosamente al español el gran poeta catalán Joan Maragall; por supuesto, ninguna editorial católica española se han dignado reeditarla durante el último siglo. Algo de esto ya se olía Hello cuando escribió que «el verdadero creyente provoca un odio furioso en el falso creyente»; y también Huysmans cuando calificaba al solitario de Karoman como «inexpugnable al éxito».
- Para saber más, seguir leyendo:
Gracias a Dios, la novedad, es que ya conocemos esta obra de Ernest Hello, la Biblioteca de Autores Cristianos, una de las mejores que hay en España.
ir también
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.