Obras completas de San Cipriano de Cartago
La oración dominical
Tomo I.
Biblioteca de Autores Cristianos.
10. Y no solo,
hermanos amadísimos, debemos observar y advertir que llamamos Padre al que está
en los cielos, sino que a la palabra «Padre» y añadimos otra y decimos «Padre nuestro», es decir de aquellos que
creen, de aquellos que, santificados por Él y salvados por el nacimiento de la
gracia espiritual, han comenzado a ser hijos de Dios. Esta palabra, por otra
parte, afecta e hiere a los judíos, quiénes no solo no creyendo despreciaron a
Cristo, que les había anunciad por los profetas enviado a ellos en primer
lugar, sino que además lo mataron con crueldad. Estos, por ellos no pueden
llamar más Padre a Dios, porque el Señor los confunde y rebate con las
siguientes palabras: «Vosotros habéis
nacido de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro
padre. Él fue homicida desde el principio y o se mantuvo el verdad, porque no
hay verdad en él » (Jn 8,44). Y por medio del profeta Isaías Dios clama con
indignación: «Hijos crié y los saqué
adelante, y ellos, sin embargo me despreciaron. Conoce el buey a su dueño el
asno el pesebre de su amo; Israel, en cambio, no me ha conocido, y el pueblo no
me comprendió. ¡Ay, de la gente pecadora, del pueblo lleno de pecados, raza
malvada, hijos del crimen! Habéis abandonado al Señor e indignado al Santo de
Israel» (Is 1,2-4). También nosotros, los cristianos, les reprochamos,
cuando al orar decimos Padre nuestro, porque
Dios, mientras ha comenzado a ser para nosotros Padre, para los judíos, que lo
han abandonado, ha dejado de serlo. Un pueblo pecador no puede ser hijo, sino
solo aquellos a los que se les concede el perdón de los pecados; estos son los
llamados hijos, a ellos les ha sido prometida la eternidad. Nuestro Señor mismo,
en efecto, dice: «Todo el que comete
pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre, mientras
que el hijo se queda para siempre» (Jn 8,34-35).
11. ¡Qué clemente
ha sido el Señor, rico en bondad y misericordia con nosotros, pues h querido
que orásemos frecuentemente en presencia de Dios y le llamemos Padre, y que,
así como Cristo es Hijo de Dios, así nosotros seamos llamados hijos de Dios!
Ninguno de nosotros se hubiera atrevido a pronunciar tal Nombre en la oración,
si Dios mismo no nos lo hubiese permitido. Debemos recordar, por tanto,
hermanos amadísimos, y saber que si llamamos Padre a Dios, debemos también a
vivir y a comportarnos como sus hijos, de modo que, así como nosotros nos
alegramos de tenernos como hijos. Vivamos como templos de Dios (Cf. 1Cor 5,16),
para que a todos les sea manifiesto que Él habita en nosotros. Que nuestras
acciones no sean contrarias al Espíritu, de modo que los que hemos empezado a
ser celestiales y espirituales no pensemos y obremos más que cosas celestiales
y espirituales, porque el mismo Señor y Dios a dicho: «A quiénes me honran, yo les honraré, y quiénes me desprecian, serán
despreciados» (1Sam 2,30) . también el bienaventurado apóstol escribió en
una de sus cartas: «No os pertenecéis,
porque habéis sido comprado a gran precio. Glorificad y llevar a Dios en
vuestro cuerpo» (1Cor 6,19-20).
12. A
continuación, decimos: «Santificado sea tu Nombre». No es
que deseemos que Dios sea santificado por nuestras oraciones, sino que le
pedimos que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿si es Dios
quien santifica, por quien puede ser Él santificado? Pero como Él mismo dijo: «Sed santos» (Lev 11,44) [Cf. 1Pe
1,15-16], pedimos y suplicamos esto, para que perseveremos en aquello que hemos
comenzado a ser una vez santificados en el bautismo. Y esto lo pedimos todos
los días. Cada día, en efecto, estamos necesitados de santificación, para
purificarnos con esta asidua justificación que cometemos diariamente. En que
consiste esta santificación, que la bondad de Dios nos concede, lo proclama el
apóstol diciendo: «Ni los fornicarios, ni
los idólatras, ni los ladrones, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los
ladrones, ni los estafadores, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los
rapaces, alcanzarán el Reino de Dios. Y esto fuisteis vosotros ciertamente,
pero habéis sido lavados, habéis sido justificados, habéis sido santificados en
el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios » (1Cor
6,9-11). Nos llama santificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el
Espíritu de nuestro Dios. Oremos para que permanezca en nosotros esa
santificación. Y ya nuestro Señor y Juez conmina al hombre, que fue por Él
salvado y vivificado, a no caer para que no le suceda algo peor (Cf. Jn 5,14),
por eso le hacemos esta petición con continuas oraciones. Pedimos día y noche
que se conserve en nosotros, con la protección de Dios, la santificación y la
vida que hemos recibido por su gracia.
Continuará...
La oración dominical se convierte en oración de cada día, y muchas veces. Pues también, cuando estamos en casa, solo o con la familia. Nuestros intereses deben ser los mismos que los de Nuestro Señor Jesucristo, es cuando somos más felices, el negarnos a nosotros mismos, y no cesamos de orar. El alma de oración termina sometido a la muerte del pecado. Pero quien quiere salir de la muerte a la vida, hay que romper con los dominadores del mal, y volver a Cristo, no alejarnos de Él.
ResponderEliminarSon muchas las almas que en su día no rezaban con pureza de corazón, pero perseveraron hasta alcanzar esa pureza.
Debemos trabajar mucho para que la medida de nuestras oraciones sea cada vez más poderosa. El poder de la oración pone fin al poder de nuestros enemigos: "mundo, demonio y carne"
(Viernes, 15 de diciembre, hora 4 de la tarde y 33 minutos)