Beata Ana Catalina Emmerick
Parte IV, Tomo II
Según las anotaciones de Clemente Brentano
Bernardo E. Overbeg y Guillermo Wesener
Ciudadelalibros 2012
52. Isabel acude a la Gruta de Belén
Lunes, 3 de diciembre
3 – Esta noche vi a Isabel montada en un asno, conducido por un viejo
criado en camino a Juta a la Gruta de Belén. José la recibió afectuosamente y
María la abrazó con un sentimiento de indecible alegría. Isabel estrechó al
Niño contra su pecho, derramando lágrimas de júbilo. Le prepararon un lecho
cerca del sitio donde había nacido Jesús. Delante de él había un banquillo alto
como el de aserrador, sobre el cual había un cofre pequeño donde solían colocar
al Niño Jesús. Debía ser una costumbre que usaban con los niños, pues ya había
visto en casa de Ana a María en su primera infancia reposando en un banquillo
parecido.
Martes, 4 de
diciembre. – Anoche y durante el día de hoy vi a María e Isabel sentadas
juntas en afectuosa conversación. Yo me hallaba tan cerca de ellas que
escuchaba sus palabras con sentimiento de viva alegría. La Virgen contó a su
prima todo lo que había sucedido hasta entonces y cuando habló de lo que había
sufrido buscando un albergue en Belén, Isabel lloró muy conmovida. Le dijo
muchas cosas referentes al nacimiento de Jesús. Le explicó que en el momento de
la anunciación, su espíritu se había sentido arrebatado durante diez minutos,
teniendo la sensación de que su corazón se duplicaba y que un bienestar
indecible entraba en Ella llenándola por completo. En el momento del
nacimiento, se había sentido también arrebatada con la sensación que los
ángeles la llevaban arrodillada por los aires y le había parecido que su
corazón se dividía en dos partes y que una mitad se separaba de la otra.
Durante diez minutos había perdido el uso de los sentidos.
Luego sintió un vacío interior y un inmenso deseo de la felicidad infinita que
hasta aquel momento había habitado en ella y que ya no estaba más. Había visto
delante de sí una luz deslumbradora, en medio de la cual su Niño había parecido
crecer ante sus ojos. En ese momento lo vio moverse y lo oyó llorar. Volviendo
en sí lo levantó de la colcha y lo estrechó contra su pecho, pues al principio
había creído estar soñando y no se había atrevido a tocar al Niño rodeado de
tanta luz. Dijo no haberse dado cuenta del momento en que el Niño se había
separado de ella. Isabel le contestó: «En vuestro alumbramiento habéis gozado
favores que no tienen las demás mujeres. El nacimiento de mi Juan fue también
lleno de dulzura, pero todo se realizó en forma muy diversa». Esto es lo que
recuerdo de sus pláticas.
Al caer la tarde María se ocultó nuevamente con el Niño,
acompañada de Isabel, en la caverna lateral, vecina a la gruta del pesebre; me
parece que permanecieron allí toda la noche. María procedió así porque muchas
personas de distinción acudían de Belén al pesebre por pura curiosidad, y no
quiso mostrarse a ellas.
Hoy vi a María saliendo con el Niño de la gruta del pesebre,
yendo a otra que está a la derecha. La entrada es estrecha y unos catorce
escalones inclinados llevan primero a una pequeña cueva y después a una
habitación subterránea más amplia que la gruta del pesebre. José la separó en
dos partes por medio de una colcha que suspendió de la techumbre. La parte
contigua a la entrada era semicircular y la otra cuadrada. La luz no venía de
arriba, sino de aberturas laterales que atravesaban una roca muy ancha. Unos
días antes había visto a un hombre sacar de aquella gruta haces de leña y de
paja y paquetes de cañas como los que usaba José para hacer fuego. Fue un
pastor el que hizo este servicio. Esta gruta era más amplia y clara que la del
pesebre. El asno no estaba en ella. Vi al Niño Jesús acostado en una gamella
abierta en la roca.
En los días precedentes vi a María a menudo junto a algunos
visitantes mostrándoles al Niño cubierto con un velo y teniendo sólo un paño
alrededor del cuerpo. Otras veces lo veía del todo fajado. He visto que la
cuidadora que había asistido a la circuncisión venía a menudo a visitar al Niño.
María le daba casi todo lo que traían los visitantes para que ella lo
distribuyera entre los pobres del lugar y de Belén.
53. Los países de los Reyes Magos
Vi el nacimiento de Jesucristo anunciado a los Reyes Magos.
He visto a Mensor y a Sair: estaban en el país del primero y observaban los
astros, después de haber hecho los preparativos del viaje. Observaban la
estrella de Jacob desde lo alto de una torre piramidal. Esta estrella tenía una
cola que se dilató ante sus ojos, y
vieron a una Virgen brillante, delante de la cual, en medio del aire, se veía
un Niño luminoso. Al lado derecho del Niño brotó una rama, en cuya
extremidad apareció, como una flor, una pequeña torre con varias entradas que
acabó por transformarse en ciudad. Inmediatamente después de esta aparición los
dos Reyes se pusieron en marcha. Teokeno, el tercero de los Reyes, que vivía
más hacia el oriente, a dos días de viaje, tuvo igual aparición, a la misma
hora, y partió en seguida aceleradamente para reunirse con sus dos amigos, a los
que encontró en el camino.
Me dormí con gran deseo de encontrarme en la gruta del
pesebre, cerca de la Madre de Dios, con el ansia de que Ella me diera al Niño
Jesús para tenerlo en mis brazos algún tiempo y estrecharlo contra mi corazón.
Me acerqué a la gruta del pesebre. Era de noche. José dormía apoyado en el
brazo derecho, en su aposento, cerca de la entrada. María estaba despierta,
sentada en su sitio de costumbre, cerca del pesebre, teniendo al pequeño Jesús
a su pecho, cubierta con un velo. Me arrodillé allí y le adoré, sintiendo un
gran deseo de ver al Niño. ¡Ah, María bien lo sabía! ¡Ella lo sabe todo y acoge
todo lo que se le pide con bondad muy conmovedora, siempre que se rece con fe
sincera! Pero ahora estaba silenciosa, en recogimiento; adoraba respetuosamente
a Aquél de quien era Madre. No me dio al Niño, porque creo lo estaba
amamantando. En su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.
Mi ansia crecía más y se confundía con el de todas las almas
que suspiraban por el Niño Jesús. Pero esta ansia mía no era tan pura, tan
inocente ni tan sincera como la del corazón de los buenos Reyes Magos del
Oriente, que lo habían aguardado desde siglos en las personas de sus
antepasados, creyendo, esperando y amando. Así fue que mi deseo se volvió hacia
ellos.
Cuando acabé de rezar, me deslicé respetuosamente fuera de
la gruta y fui llevada por un largo camino hasta el cortejo de los Reyes Magos.
A través del camino he visto muchos países, moradas y gentes con sus trajes,
sus costumbres y su culto; pero casi todo se me ha ido de la memoria. Fui
llevada al Oriente a una región donde nunca había estado, casi toda estéril y
arenosa. Cerca de unas colinas habitaban en cabañas, bajo enramadas, pequeños
grupos de hombres. Eran familias aisladas de cinco a ocho personas. El techo de
ramas se apoyaba en la colina donde habían cavado las habitaciones. Esta región
no producía casi nada; sólo brotaban zarzales y algún arbolillo con capullos de
algodón blanco. En otros árboles más grandes colocaban a sus ídolos.
Aquellos hombres vivían aún en estado salvaje. Me pareció
que se alimentaban de carne cruda, especialmente de pájaros y se dedicaban al
latrocinio. Eran de color cobrizo y tenían los cabellos rojos como el pelo de
zorro. Eran bajos, macizos, más bien gordos que flacos; eran muy hábiles,
activos y ágiles. En sus habitaciones no había animales domésticos ni tenían
rebaños. Confeccionaban una especie de colchas con algodón que recogían de sus
pequeños árboles. Hilaban largas cuerdas del espesor de un dedo que luego
trenzaban para hacer anchas tiras de tejidos. Cuando habían preparado cierta
cantidad ponían sobre sus cabezas grandes atados de colchas e iban a venderlas
a la ciudad.
También he visto sus ídolos en varios lugares, bajo
frondosos árboles: tenían cabeza de toro con cuernos y boca grande; en el
cuerpo agujeros redondos y más abajo una abertura ancha donde encendían fuego
para quemar las ofrendas colocadas en otras aberturas más pequeñas. Alrededor
de cada árbol, bajo los cuales había ídolos, veíanse otras figuras de animales
sobre columnitas de piedra. Eran pájaros, dragones y una figura que tenía tres
cabezas de perro y una cola de serpiente arrollada sobre sí misma.
Al comenzar el viaje tuve la idea de que había gran cantidad
de agua a mi derecha y que me alejaba cada vez más de ella. Pasada esta región,
el sendero subía siempre. Atravesé la cresta de una montaña de arena blanca
donde había gran cantidad de piedrecillas negras quebradas semejantes a
fragmentos de jarrones y escudillas. Del otro lado bajé a una región cubierta
de árboles que parecían alineados en orden perfecto. Algunos de estos árboles
tenían el tronco cubierto de escamas; las hojas eran extraordinariamente
grandes. Otros eran de forma piramidal, con grandes y hermosas flores. Estos
últimos tenían hojas de un verde amarillento y ramas con capullos. He visto
otros árboles con hojas muy lisas, en forma de corazón.
Llegué después a un país de praderas que se extendía hasta
donde alcanzaba la vista en medio de alturas. Había allí innumerables rebaños. Los
viñedos crecían alrededor de las colinas. Había filas de cepas sobre terrazas
con pequeños vallados de ramas para protegerlas. Los dueños de los rebaños
habitaban en carpas, cuya entrada estaba cerrada por medio de zarzos livianos.
Aquellas carpas estaban hechas con tejido de lana blanca fabricado por los
pueblos más salvajes que había visto antes. En el centro había una gran carpa
rodeada de muchas otras pequeñas. Los rebaños, separados en clases, vagaban por
extensos prados divididos por setos de zarzales. Había diferentes tipos de
rebaños: carneros cuya lana colgaba en largas trenzas, con grandes colas
lanudas; otros animales muy ágiles, con cuernos, como los de los chivos,
grandes como terneros; otros tenían el tamaño de los caballos que corren en libertad
en nuestras praderas. Había también manadas de camellos y animales de la misma
especie pero con dos jorobas. En un recinto cerrado vi elefantes blancos y
algunos manchados: estaban domesticados y servían para los trabajos ordinarios.
Esta visión fue interrumpida tres veces por diversas circunstancias, pero volví
siempre a ella.
Aquellos rebaños y pastizales pertenecían, según creo, a uno
de los Reyes Magos que se hallaba entonces de viaje; me parece que eran del Rey
Mensor y sus parientes. Habían sido puestos al cuidado de otros pastores
subalternos que vestían chaquetas largas hasta las rodillas, más o menos de la
forma de las de nuestros campesinos, pero más estrechas. Creo que por haber
partido el jefe para un largo viaje todos los rebaños fueron revisados por
inspectores, y los pastores subalternos tuvieron que decir la cantidad exacta,
pues he podido ver a cierta gente, cubierta de grandes abrigos, venir de cuando
en cuando para tomar nota de todo. Se instalaban en la gran carpa principal y
central y hacían desfilar a todos los rebaños entre esta carpa y las más
pequeñas. Así se examinaba y contaba todo. Los que hacían las cuentas tenían en
las manos una especie de tablilla, no sé de qué materia, sobre la cual
escribían. Viendo esto, me decía: “¡Ojalá pudieran nuestros obispos examinar
con el mismo cuidado los rebaños confiados a los pastores subalternos!”
Cuando después de la última interrupción de esta visión
volví a estas praderas, era ya de noche. La mayor parte de los pastores
descansaban bajo carpas pequeñas. Sólo algunos velaban caminando de un lado a
otro en torno a las reses, encerradas, según su especie, en grandes recintos
separados. Yo miraba con afecto estos rebaños que dormían en paz pensando que
pertenecían a hombres, los cuales habían abandonado la contemplación de los
azules prados del cielo, sembrados de estrellas, y habían partido siguiendo el
llamado de su Creador Todopoderoso, como fieles rebaños, para seguirlo con más
obediencia que los corderos de esta tierra siguen a sus pastores terrenales.
Veía a los pastores que miraban más a menudo las estrellas
del cielo que sus rebaños de la tierra. Yo pensaba: “Tienen razón en levantar
los ojos asombrados y agradecidos hasta el cielo mirando hacia donde sus
antepasados, desde hace siglos, perseverando en la espera y en la oración, no
han cesado de levantar sus miradas”. El buen pastor que busca la oveja perdida,
no descansa hasta haberla encontrado y traído de nuevo. Lo mismo acaba de hacer
el Padre que está en los cielos, el verdadero pastor de los innumerables
rebaños de estrellas extendidos en la inmensidad. Al pecar el hombre, a quien
Dios había sometido toda la tierra, Dios maldijo a ésta en castigo de su
crimen; fue a buscar al hombre caído en la tierra, su residencia, como a una oveja
perdida; envió desde lo alto del cielo a su Hijo único para que se hiciera
hombre, guiara a aquella oveja descaminada, tomara sobre Él todos sus pecados
en calidad de Cordero de Dios y, muriendo, diera satisfacción a la justicia
divina. Y este advenimiento del Redentor había tenido lugar.
Los reyes de aquel país, guiados por una estrella, habían
partido la noche anterior para rendir homenaje al Salvador recién nacido. Por
causa de esto, los que velaban sobre los rebaños, miraban con emoción los
prados celestiales y oraban; pues el Pastor de los pastores acababa de bajar de
los cielos, y fue a los pastores, antes que a nadie, a quienes había anunciado
su venida.
La pureza de María Santísima, Madre de Dios, cuando mostraba al Niño Dios, estaba cubierto por un velo o todo fajado. Esto concuerda con la fe. Es lo que le ha faltado a tantos pintores, mostrar la desnudez del Niño Jesús. Nunca lo hizo la Santísima Virgen María.
ResponderEliminarPues aunque eran pobres la Sagrada Familia, siempre tuvieron vestidos para cubrirse. La Divina Providencia nunca falla a los verdaderos fieles y devotos de Dios.
Recibían muchos regalos, pero enseguida eran destinados a los pobres. Ropas, alimentos. Solo se conformaban en el día a día, honrando al Señor.
Más adelante el Señor Jesús nos enseñaba la oración más hermosa, el Padre Nuestro, una oración que no nos falta lo que el Señor quiere darnos el momento que lo necesitamos. Acumular las cosas para el día de mañana, si no sabemos que puede pasarnos en una hora, o al día siguiente. Por eso, nos conviene la vida de oración, meditación, trabajando por los intereses del Señor.