martes, 26 de diciembre de 2017

Beata Ana Catalina Emmerick, 44. Nacimiento de Jesús


Después pasada la Epifanía del Señor continuaré si Dios quiere, con la doctrina de San Cipriano del Padre Nuestro, pero en estos días en torno a la Santa Navidad, tratemos con el Niño Jesús, la Sagrada Familia, siempre con ternura y amor; siempre respetando al Señor.

Por fecha del 2012 salió una colección que a mí me interesaba sobre las visiones de la Beata Ana Catalina Emmerick, Había sido anunciado por un periódico, "La Gaceta". Cinco tomos, uno por semana, puntualmente me lo reservaban. Siempre me han interesado estos buenos libros,




[La vidente ve la Anunciación y la Encarnación el 25 de febrero,
y la Natividad de Nuestro Señor el 25 de noviembre]

44. Nacimiento de Jesús

He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no era ya visible. María, con su amplio vestido, desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la media noche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda, una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María a lo más alto del cielo. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la Tierra, y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la Tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.

Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mis miradas; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma, y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño que lo había cubierto, y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo.

Cuando había transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad, de fervor. Solo cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.

María envolvió al Niño: tenía solo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, arropado, como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. «¡Ah», decía yo, «este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!».

He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José, con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella cavada en la rocha, a la derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramado lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza.

José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo: pero nunca la vi enferma ni fatigada.

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