domingo, 8 de abril de 2018

«No seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20,19-31)


19 Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:

—La paz esté con vosotros.

20 Y dicho esto les mostró las manos y el costado.

Al ver al Señor, los discípulos se alegraron. 21 Les repitió:

—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.

22 Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:

—Recibid el Espíritu Santo; 23 a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.

24 Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Los otros discípulos le dijeron:

—¡Hemos visto al Señor!

Pero él les respondió:

—Si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré.

26 A los ocho días, estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Aunque estaban las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:

—La paz esté con vosotros.

27 Después le dijo a Tomás:

—Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.

28 Respondió Tomás y le dijo:

—¡Señor mío y Dios mío!

29 Jesús contestó:

—Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto hayan creído.

30 Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro. 31 Sin embargo, éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.




  • La aparición de Jesús glorioso a los discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos viene a equivaler, en el Evangelio de Juan, a la Pentecostés en el libro de los Hechos, de San Lucas. «Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 10).
  • La misión que el Señor da a los Apóstoles (vv. 22-23), similar a la del final del Evangelio de Mateo (Mt 28,18ss.), manifiesta el origen divino de la misión de la Iglesia y su poder para perdonar los pecados. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo... Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 1).

  • En la nueva aparición, ocho días más tarde (20,24-29), destaca la figura de Tomás. Así como María Magdalena era modelo de los que buscan a Jesús (20,1-11), Tomás llega a ser la figura de los que dudan de Él, tanto de su divinidad como de su Humanidad, pero que luego se convierten sin reservas. El Resucitado es el mismo que el crucificado. El Señor manifiesta nuevamente que la fe en Él ha de apoyarse en el testimonio de quienes le han visto. «¿Es que pensáis —comenta San Gregorio Magno— que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas de carne en su ­Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección» (Homiliae in Evangelia 26,7).


  • Los vv. 30-31 constituyen el primer epílogo o conclusión del evangelio. Exponen la finalidad que perseguía Juan al escribir su obra: que los hombres creamos que Jesús es el Mesías, el Cristo anunciado en el Antiguo Testamento por los profetas, y el Hijo de Dios, y que esa fe nos lleve a participar ya aquí de la vida eterna. [Sagrada Biblia, Nuevo Testamento, Eunsa]


Sagrada Biblia, Didajé:

·        Jn 20,19-23. Cristo tiene un cuerpo glorificado con las marchas de la crucifixión en una forma gloriosa como signo de rotunda victoria. Los cuerpos de los justos serán glorificados del mismo modo en el juicio final [#645, #690, #1042, #1060]

·        Jn 20,22-23. Inmediatamente después de la Resurrección, el último signo de la victoria sobre el pecado y la muerte, Cristo instituyó el sacramento de la penitencia y la reconciliación otorgando a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados en su Nombre. Soplando sobre los Apóstoles –denominado a veces como «El Pentecostés de Juan»– fue un presagio de la venida del Espíritu Santo. Por lo tanto, ellos recibieron el Espíritu de Cristo y así están facultados para actuar en su Nombre. Para los Apóstoles, los primeros sacerdotes ordenados, el poder de perdonar los pecados fue una parte vital en su papel de santificar al pueblo. al enviarlos al mundo, Jesús les mandó continuar su misión de curación espiritual a través de los sacramentos del Bautismo y la Penitencia. Creer en el perdón de los pecados es una declaración esencial del Credo de los Apóstoles y el Credo de Nicea, que se rezan en la liturgia de la Iglesia [#730, #858, #976-980, #1287, #1485-1488]

·        Jn 20,24-29. La obstinada incredulidad de Tomás mostró incluso algunos de los discípulos tuvieron dificultades para creer que había resucitado de entre los muertos. ¡Señor mío y Dios mío!: la exclamación de Tomás fue no solo una expresión de reconocimiento, sino también de adoración. A través de los ojos de la fe, los cristianos son capaces de reconocer a Cristo vivo en la Eucaristía [#448, #659, #1381]

·        Jn 20,30s Juan explica aquí sus intenciones al escribir el Evangelio. Como testigo presencial de la vida de Cristo, deseaba desafiar a sus lectores con una narrativa convincente que llevara al lector a creer en Jesús como Cristo, el Hijo de Dios. Su Evangelio –y por extensión los otros Evangelios– no es una historia o biografía completa de Cristo ya que hay muchas cosas que no se presentan aquí, como Juan dejó bien claro. Lo que aparece escrito con el fin de inspirar fe en el lector más que el hecho de ser una biografía comprensiva [#105, #124-126, #442, #514].


Reflexión:

Porque me ha visto has creído, dice el Señor a Tomás. 

En mi niñez cuando mi madre me llevaba a Misa, me explicaba la Santa Misa, cuando el sacerdote consagraba el vino y el pan en cuerpo y Sangre de Jesús, mi madre me decía, «Ahí está Jesús, que vino a salvarnos», y yo lo creía profundamente. Con mis ojos corporales no veía a Jesús, pero deseaba verlo. Cuando el sacerdote lo alzaba a la vista de todos, yo, arrodillado ante el Señor, también bajaba mis ojos, pues no era digno. Ni lo soy en la actualidad. Pero es la fe, que nos ayuda a creer que Jesús está realmente presente en la Eucaristía, toda mi vida le reconocí, y siempre me arrodillaba en la consagración.

La primera vez que Jesús se apareció a los Apóstoles, no estaba Tomás, yo lo veo como una providencia de Dios. En principio tampoco los Apóstoles tenían claro sobre que Jesús resucitaría, El testimonio de las mujeres piadosas, como María Magdalena, que se creyó, que sería el hortelano, tendría los ojos muy llorosos, más aún cuando fue al sepulcro y no encontró allí el Cuerpo de Jesús, toda muy triste, y llorando. Y También los Apóstoles.

Tomás al ver a Jesús, tocó sus llagas, es que su vida se transformó de pronto, ¡Señor mío y Dios mío! Y ¡cuánta alegría interior tuvo, ¡por fin, reconoció que estuvo al lado en esos años, de Dios encarnado!

Y cuán grande, cuán inmensa para nosotros que no dudamos de la presencia de Dios, por eso, cuando estamos en la iglesia, antes o después de la Santa Misa, “¿cómo voy a hablar yo en la casa de oración de asuntos que no corresponde a los intereses de Nuestro Señor Jesucristo?” Creemos que Dios está allí mismo, en el Sagrario, por eso hemos de reverenciarle con el máximo respeto. Porque el mal comportamiento en la iglesia, parece ser sobre todo, de una terrible incredulidad interior.

Jamás en la vida, me dio por correr ni jugar dentro de la iglesia, pues la fe no me empuja a una vida desordenada. Mis pecados sí, la aceptación de mis pecados, me haría perder la conciencia de que Jesús está en el sagrario, pero combatiendo las miserias de nuestros pecados, nuestra fe no encuentra dificultades para ir creciendo en el amor de Dios y a loas almas que aman al Señor.

La tibieza es uno de los problemas que impide comprender la Palabra de Dios, nos impide estar centrado en los intereses de Jesucristo. Hemos de seguir combatiendo contra nuestra tibieza, porque eso desagrada al Señor. 
En el (v.30)  Muchos otros signos hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no han sido escritos en este libro.De tiempo en tiempo es la Iglesia Católica quien nos va enseñando las verdades de nuestra fe, en cuánto su comunión con el Espíritu Santo, ya que Cristo no puede separarse de la Iglesia Católica por muy mal que ande las cosas en la Jerarquía, la oración constante que nosotros hagamos, para que nuestra fe siga creciendo y en Jesús, demos buen ejemplo cristiano a los que nos vean, y dirijan inmediatamente sus pensamientos y corazón a Dios. Muchas cosas hizo el Señor, los Santos Padres, muy estudiosos, e instrumentos de Dios a su tiempo, han recibido ese alimento espiritual, que tambien nos lo ha transmitido. 
No, no fue una casualidad que Tomás estuviese ausente, porque la fe nos enseña que es la Providencia de Dios. Pues no hay relación entre “casualidad” y Providencia de Dios.  
El Señor a su tiempo ha querido revelarnos otros signos por medio de personas que Él ha escogido, por ejemplo a San Pío de Pietrelcina. 




Para saber más


BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de septiembre de 2006



Tomás

Queridos hermanos y hermanas:

Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta'am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).

Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).

Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.


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